A diferencia de países donde su fiesta nacional está firmemente asentada como consecuencia del paso del tiempo, la española es relativamente reciente, pues aunque conmemora un hecho ocurrido hace 525 años y celebrado desde antiguo bajo distintos nombres, no fue hasta la década de los 80 cuando se institucionalizó como la fiesta del país para suplir una carencia llamativa, consecuencia de que la llegada de la democracia había acabado con la exaltación franquista del 18 de julio, que a su vez había sustituido a la festividad del 14 de abril, día en que se proclamó la II República.

Probablemente, los gobiernos de entonces pensaron que -frente a los partidarios del 14 de abril y los del 18 de julio-, el 12 de octubre parecía una conmemoración bastante neutral a nivel político con la que todos podían sentirse bastante cómodos. Se equivocaban. En su momento hubo quien prefirió el 6 de diciembre, fecha en que el pueblo español ratificó en referéndum su actual Constitución, pero tampoco eso hubiera impedido la división, habida cuenta de las peleas dialécticas diarias sobre el valor o no de nuestra Transición y, por supuesto, de nuestra Carta Magna, muy criticada por nuevos políticos amamantados en el sistema democrático que minusvaloran, mientras atacan a sus predecesores por, tras años de represión, exilio y clandestinidad, pactar con el enemigo un marco de convivencia que, más o menos chapucero, ha evitado durante 40 años nuestro tradicional apego por las guerras civiles y los pronunciamientos militares (con la chusca excepción del 23-F).

Al calor de los reproches indigenistas que en América Latina se esmeran por borrar la figura de Cristóbal Colón y los conquistadores españoles, una parte más o menos numerosa de la sociedad española, pero muy activa en las redes sociales, se ha propuesto rechazar esta fiesta e, incluso, criminalizarla, en una linea de negación de cualquier símbolo nacional, algo tan frecuente en España como, al mismo tiempo, el uso exacerbado de esos símbolos por otra parte no menos intransigente de la población. Así, en Navarra, su Parlamento ha optado por declarar el 12 de octubre como Día de la Resistencia Indígena, mientras en Madrid una marcha recorrerá varios puntos del centro de la capital bajo el lema ‘Nada que celebrar’.

¿Acaso se pueden negar las barbaridades cometidas por los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo? En absoluto. ¿Es bueno tener espíritu crítico con dichas atrocidades, en lugar de idealizar la conquista como hacen nuestros vecinos europeos con las suyas? Por supuesto. Sin embargo, ¿sólo hubo aspectos negativos en la conquista? ¿Fue muy diferente la saña de los españoles respecto a otros pueblos invasores para que su historia sea una de las más estigmatizadas del mundo, sobre todo entre su gente? Para nada.

Piensen en el 4 de julio, probablemente la fiesta nacional más popular de la Tierra por razones obvias. Ahora piensen en todos aquellos hijos de Norteamérica, descendientes de ingleses que, a diferencia de sus paisanos, no quisieron renegar en 1776 de su rey y, en esa guerra de independencia que también fue una contienda civil, optaron por apoyar al bando británico frente al independentista de Washington y compañía. El precio para la mayoría fue perder sus propiedades y marchar al exilio de la que, aunque no fueran patriotas norteamericanos, también era su tierra, principalmente con destino a Canadá. También era la tierra, por cierto, de las numerosas tribus indígenas que fueron diezmadas y confinadas en reservas por sus conquistadores, algo menos simpáticos que los españoles, aunque con mejor gabinete de prensa. Esos mismos indios que, inocentes de ellos, ayudaron a sobrevivir a sus primeros visitantes blancos institucionalizando lo que hoy es el irónico Día de Acción de Gracias. Viéndolo así, ¿acaso los estadounidenses tienen algo que celebrar en ambas fechas?

Claro que los americanos suelen ser malos per se, el precio de ser un imperio. Así que viajemos a Europa para buscar la que podría ser la fiesta nacional más famosa en el viejo continente, el 14 de julio. Junto a los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que encarnó la Revolución Francesa, así como la derogación del Antiguo Régimen y los cimientos del modelo democrático occidental de hoy en día, la toma de la Bastilla representa el fanatismo en los ideales de gente como Robespierre, ungido de una superioridad moral con la que justificó un régimen de terror que convirtió la decapitación en el deporte francés por excelencia durante aquellos tumultuosos años. Sabiendo la sangre, en muchos casos de inocentes, que la insurrección del 14 de julio hizo correr por las calles de París en años sucesivos, ¿acaso los franceses tienen algo que celebrar esa jornada?

EN HOLANDA CELEBRAN EL DÍA DEL REY

Aunque si pensamos en países avanzados y admirados en Europa, es muy probable que antes que en Francia pensemos en la tolerante Holanda o en los civilizadísimos países nórdicos, donde su fiesta nacional está inevitablemente ligada a su monarquía, como es el caso de los Países Bajos y su Día del Rey el 27 de abril, o Suecia, donde el 6 de junio se conmemoran a un tiempo la coronación del rey Gustavo Vasa en 1523 y la aprobación de su Ley del Instrumento de Gobierno (una suerte de primera constitución) en 1809. Allí, ventajas de ser una país admirado, celebrar hechos relacionados con reyes no está mal visto y sus ciudadanos, en muchos casos envidiados por el civismo de su nación, no son tildados de súbditos ignorantes por ello, como sí ocurre en España.

Pero volvamos al lema de la Asamblea Plaza de los Pueblos 15M: ‘Nada que celebrar’. ¿Acaso no hay nada que celebrar este 12 de octubre? Obviamente cada quien es libre de festejar o no festejar lo que le venga en gana, incluidos los admiradores de Colón, Cortés, Pizarro y demás nombres que figuran en los libros de historia, que por cierto no muchos leen con detalle antes de juzgar los hechos y a los personajes de aquella época. En cualquier caso, entiendo que no se quiera celebrar particularmente la conquista violenta de pueblos que, en muchos casos como el azteca, eran tan imperialistas y colonizadores como el que los venció, sólo que menos preparados para la guerra, ni tampoco la esclavitud a que fueron sometidos, ni la imposición de la lengua española y la fe católica (se podría precisar que la mayoría de las muertes las provocaron enfermedades llevadas sin querer por los españoles o que junto a los aspectos negativos de destrucción de una riquísima cultura indígena, también hubo cosas buenas, pero tampoco hay por qué extenderse demasiado en ello). Eso no quita para que algunos amantes de la historia, sin negar los defectos de seres humanos ambiciosos, avariciosos y crueles en muchos casos, reconozcamos el mérito que implicó viajes como el de Colón o conquistas como la de Cortés, en territorios hostiles donde lo más probable es que ellos hubieran sido los borrados del mapa. Pero más allá de ponernos a juzgar la historia de nuestros antepasados (muchos de los descendientes de aquellos hombres son hoy mexicanos, peruanos o colombianos y no españoles, aunque ése es otro tema) con valores del siglo XXI, lo cual supone un anacronismo, como he mencionado muchas veces, para muchos el 12 de octubre representa algo más que, con sus sombras, como todo en la historia, sí es digno de celebrar.

Así, yo celebraré siempre que gracias a que Colón, Cortés, Pizarro, Almagro y demás hicieron lo que hicieron, hoy 450 millones de personas hablemos el mismo idioma, lo que nos permite, a los que no somos tan duchos con el inglés, compartir vivencias y cultura con gentes de lugares tan distintos como la Patagonia, el Río de la Plata, el delta del Orinoco o el altiplano mexicano. De haber sido los franceses quienes hubieran colonizado México, el día que conocí a mi esposa hubiera tenido que hablar en la lengua de Víctor Hugo con ella, lo que ya les garantizo que hubiera impedido para siempre el enlace por mi torpe conocimiento de tan bello idioma. Díganme si no es para festejar.

Tal vez el problema haya sido el intento de algunos sectores de querer imponer el concepto de hispanidad como la preponderancia de España sobre sus naciones hermanas y limitar el sentimiento de hispano o latino a su forma de entender, lo cual nunca debieron aceptar los que hoy reniegan del 12 de octubre, o quizá sea lo que Nietzsche definía como moral de esclavos, que nos lleva a ver toda nuestra historia con culpabilidad y reproche, frente a la moral de amos que parecen mostrar otros países al celebrar sus fiestas con orgullo y alegría.

Sea como fuere, hay resquicios para la esperanza en este 12 de octubre. En primer lugar, porque quien afirma querer a España debe quererla tal como es, y España no sería lo mismo sin nuestra idiosincrasia levantisca y divisora. En segundo, porque digan lo que digan algunos, no hay una sola cosa susceptible de ser celebrada este día y, al margen de la discutible conquista, yo quiero celebrar que, por cuestiones de la historia, hoy millones de personas entre los Pirineos y el estrecho de Gibraltar, así como desde el río Bravo hasta el Cabo de Hornos, seamos latinos e hispanos, bastante más alegres que otros pueblos como los anglosajones, entre otras cosas por la práctica del mestizaje que tanto despreciaron aquellos conquistadores europeos. Y en tercer lugar, porque incluso los que recorrerán las calles de Madrid bajo el lema ‘Nada que celebrar’, lo harán en un ambiente festivo de reivindicación de unas culturas admirables a las que los españoles estamos históricamente unidos y cuyo conocimiento nos enriquece. Aunque no tengan nada que celebrar, mañana celebrarán el 12 de octubre, negando que lo celebran, eso sí, de un modo multicultural maravilloso.

Así que celebren si les da la gana y háganlo como les de la gana, con bandera o sin ella, con desfile militar o bailes andinos, mostrando orgullo o protestando, tomando cerveza en una terraza o leyendo a García Márquez con una taza de mate mientras suena de fondo el Huapango de Moncayo, y no olviden que con las banderas uno puede ahorcarse o arroparse si hace frío, que las usen bien o mal, será cosa de ustedes.

Feliz 12 de octubre.