El agua, como el aire, el fuego y la tierra, son elementos, funciones del ecosistema del que también somos función, y por tanto de nuestros cuerpos, que son la base de toda posible economía humana y social. Lo que llamamos agua es un estado de algo que se convierte a expensas de las variaciones de otro algo que llamamos fuego, en líquido, sólido, gaseoso.

Y llegando a cierto grado de concentración de humedad deviene en otro algo que llamamos nubes, recibe una descarga electromagnética, un rayo-trueno, una variación cualitativa del elemento fuego, luz, calor temperatura, para reiniciar el ciclo como gota de agua, como lluvia ahora cargada de electricidad y magnetismo, de vitalidad. Nuestros antepasados decían que la lluvia era el amor del padre cielo por la madre tierra. Ese proceso cíclico que describimos sucede simultáneamente con miles, millones, millardos de otros procesos cíclicos estructurales, gracias a cuya interacción existe la vida como la conocemos y experimentamos. Basta observar y sentir nuestros cuerpos para reconocerlo, porque todo eso no sucede allá afuera, como nos hace creer la interpretación que hacemos de la información que nos entregan nuestros ojos, nuestros sentidos externos.

Yo por ejemplo comencé el año recogiendo estiércol, bosta de vaca para el jardín y el huerto. No se si alguna vez han pensado que lo que un reino de la naturaleza deshecha como desperdicio inútil, no aprovechable ya para su organismo, es vital e indispensable alimento para otros. Tal vez tampoco han pensado que el reino vegetal procesa ese detritus y lo convierte en su propia forma y cuerpo, vegetales, frutos, etc.

¿Se han preguntado como un delicado brote se convierte en ariete para abrirse camino a través de la muchas veces endurecida tierra, camino del aire y el sol, para luego desplegarse cual sutil y tierna hoja? Pareciera entonces que la solidez o flexibilidad, delicadeza, ternura, tuviesen que ver con las formas que va adoptando la movilidad de un proceso, según las funciones a cumplir, las resistencias a vencer. Y con la búsqueda de las diferentes funciones y elementos con los que ha de interactuar para crecer y desarrollarse.

El proceso se completa cuando tanto animales como humanos son tentados con esos exquisitos sabores y delicadas fragancias, que hacen las delicias del ámbito culinario y sus gurmet. Ya sea en los restaurantes como en las mesas familiares, en torno a las cuales cumplimos uno de nuestros principales rituales ancestrales de hospitalidad, solidaridad. Compartir el pan y el vino, el fruto de nuestro trabajo y sudor.

Es en ese ritual ancestral de compartir nuestro pan y vino, frutos de nuestro trabajo y conocimiento, donde se completa otro de nuestros rituales atávicos. El ciclo de la siembra, cultivo y cosecha de semillas y frutos, que nos permitió convertirnos de trashumantes a sedentarios, poniendo el centro de gravedad de lo que algún día serían las grandes ciudades.

Y así como cuando trabajas o consumes energía debes compensar ese ciclo con otro de descanso y reposición de energía. Así como las diferentes estaciones climáticas regulan la incidencia solar, las horas de luz que rigen todas las funciones vegetativas, incluyendo la sexual de reproducción de las especies, e indirectamente las funciones sicológicas superiores.

Del mismo modo cuando comes debes procesar y asimilar los alimentos y desechar lo que no resulta asimilable convirtiéndose en tóxico, indigesto de no ser evacuado, eliminado. Con lo cual reinicias el reciclaje natural, base de toda la economía de la existencia, del ecosistema. Desde este reconocimiento es que se puede afirmar que nada se pierde, todo se transforma.

Si el organismo no cumple adecuadamente con esas funciones se desequilibra y enferma, se desadapta del proceso estructural de intercambios. ¿Y para qué sirve todo este paseo intelectual? A mi modo de ver para acercarnos a los principios posibilitadores, de una revolución del ciclo básico de la economía de la existencia.

Hemos intentado muchos acercamientos intelectuales a esa posibilidad, sobre todo económicos, pero hasta ahora algo ha faltado, han incidido algunas variables no reconocidas, no previstas, que han desviado y desarticulado esos intentos.

Y sin embargo esas variables han estado ante nuestros sentidos desde siempre, como lo estuvieron las fuerzas de la gravedad o del electromagnetismo. Porque son la base misma de nuestra existencia y vivos estamos, ¿no?

Cuando degustamos los exquisitos manjares culinarios que hacen las delicias de nuestros sentidos, no experimentamos ni reconocemos nuestros propios detritus eliminados. Del mismo modo que no reconocemos una milanesa ni una manzana dentro de nuestros cuerpos. Dicho de otro modo, no reconocemos que lo mismo que está afuera es lo que está adentro, tanto en el reino vegetal y animal, como en el humano.

Y si todo se transforma y nada se pierde, si lo que hay dentro es lo mismo que hay fuera, aunque sujeto a diferentes procesos y velocidades de transformación. Si lo que llamamos materia no es esencialmente diferente de lo que llamamos energía salvo en cuanto al tipo de información que los sentidos especializados nos dan. (Y si fueran esencialmente diferentes no podrían transformarse el uno en el otro y reciclarse sin fin).

¿A qué vienen entonces las tan exageradamente marcadas y sostenidas, inamovibles e irreconciliables diferencias que se establecen como base del conocimiento organizador de nuestra personalidad, identidad y marco de todo modelo y proceso histórico social?

Si en el proceso existencial no hay principios ni fines sino continua o cíclica transformación, ¿en qué se basan todas las separaciones que hemos conocido, concebido y establecido? ¿Cuál es el sustento de las pretensiones de caminar en el tiempo hacia un fin, cuando todo el proceso gira sobre si mismo sin principio ni fin? ¿Cómo es que afirmamos tan obsesiva y exagerada, desproporcionadamente esas diferencias, construyendo sobre ellas todo nuestro conocimiento, cuando todo en la existencia es estructuralidad de funciones complementarias, y de no ser así no habría existencia?

La consecuencia de despedazar la unidad de la existencia, es que ahora vivimos atrapados en el temor y el deseo que busca la ilusoria reconciliación de los extremos confrontados. ¿Cómo lograremos la imposible e ilusoria tarea de reconciliar y unir lo que jamás se separó, salvo en nuestra manera de conocer e imaginar extendidas en un devenir temporal, las relaciones entre lo humano y lo natural, lo intelectual y lo vegetativo, lo voluntario y lo simpático, lo espiritual y lo material, lo masculino y lo femenino?

Termino este paseo que espero hayan disfrutado, contándoles que en todo proceso, por ejemplo el de la transformación de arcilla en barro cocido, cerámica o porcelana, hay un semitono, un punto crítico, en el que debemos aplicar las medidas e intensidades exactas de fuego, agua y aire.

Si así no lo hacemos, el proceso revierte, fracasa, aborta. El arte del alfarero como el culinario o cualquier otro, es el conocimiento y la capacidad de incorporar y reproducir las variables de tal proceso a voluntad, transmitiéndolo a las siguientes generaciones.

Del mismo modo nuestra historia social, nuestras economías, culturas y religiones, que no son sino modos de experimentar y conocer nuestro entorno, pueden revolucionarse como un todo con su ecosistema. O pueden revertir y abortar en violencia, sufrimiento, guerra, miseria y devastación. En esa búsqueda e intento cíclico, estamos desde el principio mismo de los tiempos, como aprendices de brujos o alquimistas que somos.

¿Sabían que el cactus es el organismo más eficiente para metabolizar la exigua humedad disponible en los áridos desiertos? Con ella configura su carne y su piel, su cuerpo. Gracias a ellos sobreviven sin deshidratarse más allá de la desintegración animales y hombres.

¿Qué sucederá con el agua? ¿Qué sucederá, qué está sucediendo con el derretimiento de los hielos, con las aguas que se evaporan, los maremotos y tsunamis que se incrementan e intensifican? ¿Qué sucederá, qué está sucediendo con el 60 o 70% de humedad de nuestros cuerpos? A mi modo de ver, todo depende de que aumente o disminuya la ya casi inexistente humedad y ternura, en el desierto en que hemos convertido la vida.

Michel Balivo

 

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