Angela Merkel pierde votos en su país, incluso entre los suyos, precisamente por haber intentado mostrar un rostro amable y por persistir en su actitud de elemental humanidad. Inglaterra se niega a recibir inmigrantes y apuesta por el brexit para cerrar sus filas. Sube prodigiosamente el número de votantes y afiliados de los partidos nacionalistas en Francia, Austria, Alemania, Hungría y Holanda. Donald Trump gana las elecciones, entre otras razones por su promesa de deportar inmigrantes mexicanos y de levantar una muralla en la frontera con México. Y, al parecer, parte de los votos provenía de antiguos inmigrantes, ya instalados en su nueva patria.

Realmente, no se puede llamar xenofilia al sentimiento que despiertan los refugiados políticos y los inmigrantes pobres en ninguno de los países. No es en modo alguno una actitud de amor y amistad hacia el extranjero. Pero tampoco es un sentimiento de xenofobia, porque lo que produce rechazo y aversión no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia. No molesta el extranjero por el hecho de serlo. Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino problemas.

Y es que es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones. De él, cuentan los desaprensivos que engrosará los costes de la sanidad pública, quitará trabajo a los autóctonos, que es un potencial terrorista, que traerá valores muy sospechosos y removerá, sin duda, el «estar bien» de nuestras sociedades, en las que indudablemente hay pobreza y desigualdad, pero incomparablemente menor que la que sufren quienes huyen de las guerras y la miseria.

Por eso, no puede decirse que estos sean casos de xenofobia. Son muestras palpables de aporofobia, de rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio. Y, por eso, se le excluye de un mundo construido sobre el contrato político, económico o social, de ese mundo del dar y el recibir, en el que solo pueden entrar los que parecen tener algo interesante que devolver como retorno.

Adela Cortina