El atentado de París no fue uno más, y eso no significa que no me horrorice por el de Beirut de pocos días antes o por la confirmación de que la caída del Airbus -321 ruso fue también consecuencia de una bomba terrorista. Tampoco porque valore menos las vidas perdidas en actos similares que suceden lejos de nuestros hogares o que la cercanía y los sentimientos que me unen a la capital francesa los conviertan en más abominables. Duele tanto la pérdida de un ser humano inocente en París como en La Meca. Sin embargo, hay algo que ha cambiado después de las masacres parisinas y es la sensación de debilidad de la sociedad europea frente a sus enemigos.

Bajo el cielo de París hemos podido comprobar que nuestras tan costosas libertades se ven amenazadas por la barbarie y el fanatismo de un modo irremediable. No solo han amenazado nuestra libertad individual, esa que nos permite decir lo que pensamos, escuchar la música que nos guste o tomarnos unas cañas cuando nos plazca; también amenazan la ancestral voluntad europea de ser refugio y esperanza para los perseguidos y los sin patria, tratando de convertirnos en una sociedad cautelosa, cerrada y miserable. Y para colmo, obligan a que aquellos derechos que tanto nos ha costado conseguir se restrinjan en función y con la excusa de la seguridad. Por todo ello, los sucesos del sábado no son otros más del largo historial de los descerebrados de banderas negras: son el atentado más serio a las libertades y a los derechos de la  cuna de las democracias.

Lamentablemente  todo esto no es una pesadilla que terminará dentro de unos meses. Tampoco se trata de un hecho más de los  yihadistas del llamado Estado Islámico, el terror está pensado y programado para terminar con un tipo de civilización que es la nuestra. Y no piensen que estoy culpando al Islam y a los musulmanes en general, también ellos están en guerra consigo mismos. El Estado Islámico es suní y odian a los  chiíes tanto o más que a los infieles y tampoco confían en los apáticos. Culpo a los que en nombre de la religión y de las doctrinas, pretenden privar de libertad y pensamiento a la sociedad, sea europea, africana o asiática. Hablo de los intolerantes.

La situación ha llegado a este límite por la falta de visión de los gobiernos occidentales inmersos en seguir manteniendo su influencia y poder político en las zonas en conflicto. Y no solo por motivos estratégicos, también económicos y financieros. Cuando le ha convenido occidente ha “inventado” oposiciones, insurgencias y guerrillas o han apoyado al miserable de turno y a los sectarios más violentos, poniendo en peligro, como estamos viendo, a nuestra propia forma de vida.

El presidente Vladimir Putin, al término de la cumbre del G20, decía que la financiación del Estado Islámico provenía de cuarenta países distintos, varios de ellos presentes en la cumbre. El Estado Islámico gana tres millones de dólares al día con su petróleo, con el tráfico de seres humanos, el robo y la extorsión; y decapita a gente de todas las nacionalidades. El mundo que pretenden destruir les proporciona, armas y explosivos y lo que es peor: fieles combatientes dispuestos a inmolar sus vidas por la yihad. Son, en su mayoría, jóvenes refugiados o hijos de antiguos refugiados que encontraron la libertad y la oportunidad negada en sus propios países, y todos no son seres marginales ni productos del paro o de la segregación. Son gentes convencidas y seducidas por una idea envuelta en odio, dispuestas a inmolarse en función de un combate que no ha hecho más que empezar.”Queremos conquistar París antes de Roma y Al Andalus”, mantienen sus líderes.

Tenemos que prepararnos para una lucha larga y dolorosa y la primera batalla es la de cortarles toda fuente de financiación; desenmascarar a los que les apoyan mientras sientan sus reales posaderas en organismos internacionales; denunciar a los que se lucran vendiéndoles armas o comprándoles petróleo. Y sobre todo, hay que saber  discernir entre los musulmanes que quieren vivir en paz y los yihadistas y para ello deben ser los propios creyentes quienes se desmarquen públicamente de los sectarios, sin tibiezas ni concesiones a los asesinos, porque la paz es el bien más preciado de la Humanidad y si nuestra civilización y nuestras vidas se encuentran en peligro, también lo están las de los musulmanes pacíficos.

Bajo el cielo de París hubo muchas lágrimas el pasado viernes y eso sirvió para despertar la conciencia de Europa,  y por eso fue distinto. Tan terrible como los otros, pero distinto en sus consecuencias.