El proyecto de la ciudad y la comunidad que la habita está sometido hoy a una enorme influencia por la revolución de las tecnologías de comunicación y el uso masivo que sobre las mismas está ejerciendo nuestra sociedad. Ante esta realidad asistimos perplejos a la crisis finisecular de la ciudad. Esta revolución lleva consigo una serie de interrogantes que debemos desgranar: ¿Qué consecuencias posibles se pueden derivar del llamado “progreso tecnológico”?; ¿Desaparecerá la ciudad como lugar de encuentro?; ¿El urbanismo se dirige a la deriva?…

El final del siglo XX se ha caracterizado por la transformación de nuestra “cultura material” por obra de un nuevo paradigma tecnológico organizado en torno a las tecnologías de la información. Paralelamente entramos en la era del autómata – la del robot trabajador – y junto a ella, a la colonización del cuerpo vivo por los biotecnólogos. La influencia genética sobre nuestros cuerpos y mentes, documentada en la inicial decodificación del genoma humano, representa ya una amenaza real, clara y directa contra la esencia humana, con la posibilidad de introducir cambios permanentes en los genes humanos para evitar enfermedades, pero también para potenciar ciertas características como la inteligencia o la belleza.

– Apuntes acerca de la Sociedad Red

En el pasado siglo la cultura audiovisual ya superaba la influencia de la comunicación escrita, primero con el cine y la radio, y después con la televisión. Ello puede llevarnos, y de hecho ocurre en mayor medida así, a una tensión entre la comunicación alfabetizada y la comunicación sensorial e irreflexiva.

El nuevo sistema de comunicación ha transformado radicalmente el espacio y el tiempo, que son las dimensiones materiales fundamentales de la vida humana. Las localidades se desprenden de su significado cultural, histórico y geográfico, y se reintegran en redes funcionales o en “collages” de imágenes, provocando un espacio de flujos en sustitución del espacio de lugares.

En la sociedad red desaparece el tiempo lineal, medible y predecible, y se crea un universo eterno: el llamado tiempo atemporal. Lo que acontece entonces es un cambio de tendencia: lo que se venía produciendo a lo largo de la historia de la arquitectura, donde el espacio determinaba al tiempo, ahora los flujos inducen el tiempo atemporal y con ello los lugares se circunscriben al mismo.

El espacio de los flujos y el tiempo atemporal son los cimientos materiales de una nueva cultura, la de la virtualidad real, donde el hacer creer acaba creando el hacer. Nos hallamos ante “una cultura de lo efímero” donde se carece de valores colectivos o permanentes.

Las nuevas tecnologías de la información no sólo comprimen el tiempo, sino además lo hacen más flexible. Y dicha flexibilidad conduce a fortalecer el trabajo- centrismo, a organizar la vida en función del trabajo. Ello fomentado de una manera clara por la telefonía móvil que acaba por diluir la frontera entre trabajo y ocio.

El capital se hace más global, un capital colectivo sin rostro, y entra en el circuito de acumulación de la economía de las interconexiones electrónicas. De este modo el dinero se vuelve independiente de la producción y los servicios, al escaparse en las redes de interacciones electrónicas de un orden superior que apenas comprenden sus gestores.

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– Es posible la arquitectura en la Sociedad Red

Si alguna ciudad podríamos adjetivar como la más excelsa sería la Ciudad de Dios, la ciudad de la aspiración metafísica y trascendente, aquella que San Agustín situó en otro mundo. Hoy la ciudad moderna o postmoderna ya no asombra, ni tiene un atisbo de sagrado, cósmico o universal.

Como afirma Eduardo Subirats, el significado actual más profundo de las utopías artísticas y arquitectónicas desarrolladas por los pioneros de las vanguardias, reside en la expresión plástica de una ciudad concretamente irreal, desprovista de historia y esencialmente despoblada de seres humanos. Los modelos funcionales de diseño de las ciudades ideadas por Bruno Taut, Scheerbart o Ferris; los modelos urbanísticos de Hilberseimer y Le Corbusier; la ciudad tecnológica de rascacielos, la ciudad infinita y la ciudad cristalina, han sido categorías urbanísticas cuya expresión plástica fue el carácter escenográfico de su diseño: una nueva Ciudad de Dios.

El efecto de la postmodernidad llena nuestra ciudad de excesos, lo que evidencia la precariedad de lo humano y su deconstrucción, afectando en fuerte manera a nuestra sensibilidad. Perdido su valor espiritual, en su lugar prima el valor de venta de las cosas que supera el viejo valor de uso de las mismas. Es la ausencia de la significación de la ciudad, la ciudad metafísica está herida de muerte, como señala Antonio Fernández Alba en su libro “La ciudad herida”.

El ciberespacio es un orden de ciudad metafísica y fractalizada. En él se encuentran el espacio y tiempo ideales de una ciudad fuera del tiempo y del espacio histórico. A lo largo del pasado siglo XX la utopía de una ciudad virtual y trascendente frente a la ciudad histórica y contingente, no ha hecho más que crecer. El ciberespacio es una realidad creada, compartida e imaginada por un sujeto trans-individual, es un espacio frío de interacción electrónica que liquida la memoria y la experiencia comunitaria. Para esta ciudad no existe el hombre como tal, ni tampoco el hombre como sujeto social, por tanto está ausente la hostilidad de la ciudad real y sus conflictos sociales.

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Hablar de una arquitectura de la ciudad en el ciberespacio, es hoy por sí mismo una contradicción en la medida en que su nueva razón constructiva ha abandonado cualquier referencia a la ciudad histórica y contingente, y a sus conflictos. La ciudad desaparece programáticamente como lugar de una comunidad histórica en las escenografías arquitectónicas.

En la ciudad global todo es proceso y se ausenta el lugar. Un proceso mediante el cual los centros de producción y consumo de servicios avanzados y sus sociedades locales auxiliares, se conectan a la red global en virtud de los flujos de información, mientras que a la vez se resta importancia a las conexiones con sus entornos territoriales. Esta lógica espacial se encuadra en lo que hemos denominado el espacio de los flujos.

El desarrollo de la ciudad global fomenta la megaciudad como modelo de urbanismo del tercer milenio, una enorme aglomeración de seres humanos. Es una ciudad definida por los nodos de la economía global y concentra las funciones de dirección, producción y gestión del mundo; el control de los medios de comunicación; el poder de la política real; y la capacidad simbólica de crear y difundir mensajes. Son depositarias asimismo de todos los segmentos de la población que desean sobrevivir, así como de los grupos que quieren hacer visible su abandono. Los mayores desarrollos de este siglo XXI se están produciendo en el continente asiático como viene siendo el sistema metropolitano de Hong Kong-Shenzhen-Cantóndelta del río de las Perlas- Macao-Zhuhai; o en Japón el corredor Tokio-Yokohama- Nagoya que se conectará con Osaka-Kobe-Kyoto, para crear la mayor aglomeración metropolitana de la historia humana.

La sociedad red tiene en la ciudad global y en la arquitectura como “pantalla total”, sus cimientos más firmes. En ella, el hombre pierde la relación con su cuerpo, o la de su cuerpo con el mundo como consecuencia de la teletransmisión. El hombre resulta confinado, como anticipó Foucault en el siglo XVIII, se han alterado las dimensiones reales con la génesis de un cuerpo espectral que habita el mundo virtual. Habrá que reencontrar el contacto, volver a la física entendida como materia, rematerializar el cuerpo y el mundo.