Tanta era la expectación, tanta la publicidad y tan grande el deseo, que todo el País estalló con el gol de Iniesta. Y todos fuimos sorprendidos. Los primeros, los mandamases de la Federación Española de Fútbol que habían prometido una prima nada austera -600.000 € -, por barba y bigote, porque nunca imaginaron tener que pagarla.

El primer aviso con los suizos tuvo dos lecciones que a la postre fueron decisivas, no hay enemigo pequeño, ni objetivo inalcanzable. Los helvéticos jugaron como sus bancos, cerrando a cal y canto con once cerrojos su caja fuerte e intentando agazapadamente quedarse con el botín. Lo consiguieron, como las cuentas que quedan “perdidas” en sus haberes. A partir de ese momento todos nos conjuramos con la roja y seguimos sus pasos en su escalada a la final. He dicho todos, tal vez haya exagerado, pero estoy convencido que una gran mayoría. Primero fueron los incondicionales, luego los escépticos, más tarde los indiferentes, posteriormente los taxistas – el oficio más crítico donde los haya – y finalmente, las amas de casa al ver a la reina con atuendos toreros y a Puyol saliendo de la ducha. Quedaba tan sólo un pequeño remanente de irreductibles, de ambos sexos, compuesto por quienes el fútbol les trae sin cuidado o por los que viven la política de una forma equivocada. Y entonces apareció Paul…el pulpo.

El pulpo Paul iba adivinando con certeza de oráculo quienes pasaban a las rondas siguientes. Cuando tuvo que decidir entre la urna de Alemania –su patria adoptiva- y la de España, Paul eligió la almeja española; aquello fue la acabose. Un ser inocente, al que apenas quedan seis meses de vida, había lanzado la que podía ser su penúltima advertencia adivinatoria: España es la mejor, confirmó con sus nueve cerebros el octópodo. La emoción no invadió, ¡Podía ser posible! A partir de entonces, la roja se convirtió en favorita – me refiero a la selección, no a nuestra reina, con todo respeto – . Mientras tanto iban cayendo todos los distinguidos, primero aquel Portugal de mis amores, de insigne escupidor que estuvo más tiempo en el suelo que en el área contraria. Luego, los ecos de las derrotas de Brasil y de Argentina, anunciada por los tentáculos de nuestro cefalópodo.

Tuvimos que recurrir a la épica en un par de ocasiones. Sin embargo, el partido con los teutones fue un claro aviso de nuestro potencial. Nadie nos puede jugar al tiqui, taca, porque a eso somos los reyes. Creció la esperanza con el cabezazo de Puyol y con el pitido final la certeza en el éxito; alguien, en la suite del hotel, empezó a hacer cálculos; las banderas se elevaron a los vientos y el príncipe y su consorte anunciaron que estarían en la final, todos temblamos…de emoción.

El oráculo de los ocho tentáculos lanzó su profecía: Alemania será tercera. Luego, volvieron a tentarle con la urna Orange y la de España. En un minuto nuestro amigo se decidió por la almeja nacional, la suerte estaba echada. Las calles y plazas se llenaron de seguidores de la roja dispuestos a disfrutar con la primera final de un mundial; el resto, seguía desde sus televisores el espectáculo previo al inicio del combate. África, la mancillada, sedienta y enferma África, mostraba al escaparate del mundo que el sur también existe, aunque sea en Sudáfrica. Y apareció el hombre, el africano a quienes todos nos gustaría conocer en persona. Mandela, el incombustible luchador, el abuelo de las libertades y de las tristezas, el tolerante, el indulgente… y vimos a un ser humano cargado de razones. El estadio quedó envuelto en la neblina de lo fútil, porque lo importante era lo que representaba aquel anciano sentado y saludando. Yo soy África, parecía decir.

Se inició el acto final de Sudáfrica 2010 y pensamos que, al margen de las hazañas deportivas, no viviríamos una emoción como la contada. Surgieron los golpes, las patadas, la impotencia, los tentáculos de otro pulpo llamado Casillas, y la prórroga. Entonces apareció Andrés, de un zurdazo hundió a la escuadra holandesa y con un gesto de humanidad brindó la victoria al amigo perdido. Fue la mejor jugada de su vida y el gesto más glorioso de aquel mundial. España se proclamó campeona, el cefalópodo tenía razón.

Terminado el evento, andan los parados haciendo cuentas con las exageradas primas; los optimistas hablan de aportaciones a fundaciones y no sé que más, que quedaran en la nada; el pulpo Paul no se tomará unas vacaciones en España, ni tampoco irá a un zoo madrileño; los taxistas vuelven a creer en la roja y los políticos seguirán mareando la perdiz, según les convenga, levantando banderas y eslóganes por encima del sentido común. Yo me quedo con dos gestos, el de Mandela que representa el resurgir de África y el de Iniesta que ayuda a comprender la palabra amistad. Dos gestos, gloriosos, por humanos.

Tanta era la expectación, tanta la publicidad y tan grande el deseo, que todo el País estalló con el gol de Iniesta. Y todos fuimos sorprendidos. Los primeros, los mandamases de la Federación Española de Fútbol que habían prometido una prima nada austera -600.000 € -, por barba y bigote, porque nunca imaginaron tener que pagarla.

El primer aviso con los suizos tuvo dos lecciones que a la postre fueron decisivas, no hay enemigo pequeño, ni objetivo inalcanzable. Los helvéticos jugaron como sus bancos, cerrando a cal y canto con once cerrojos su caja fuerte e intentando agazapadamente quedarse con el botín. Lo consiguieron, como las cuentas que quedan “perdidas” en sus haberes. A partir de ese momento todos nos conjuramos con la roja y seguimos sus pasos en su escalada a la final. He dicho todos, tal vez haya exagerado, pero estoy convencido que una gran mayoría. Primero fueron los incondicionales, luego los escépticos, más tarde los indiferentes, posteriormente los taxistas – el oficio más crítico donde los haya – y finalmente, las amas de casa al ver a la reina con atuendos toreros y a Puyol saliendo de la ducha. Quedaba tan sólo un pequeño remanente de irreductibles, de ambos sexos, compuesto por quienes el fútbol les trae sin cuidado o por los que viven la política de una forma equivocada. Y entonces apareció Paul…el pulpo.

El pulpo Paul iba adivinando con certeza de oráculo quienes pasaban a las rondas siguientes. Cuando tuvo que decidir entre la urna de Alemania –su patria adoptiva- y la de España, Paul eligió la almeja española; aquello fue la acabose. Un ser inocente, al que apenas quedan seis meses de vida, había lanzado la que podía ser su penúltima advertencia adivinatoria: España es la mejor, confirmó con sus nueve cerebros el octópodo. La emoción no invadió, ¡Podía ser posible! A partir de entonces, la roja se convirtió en favorita – me refiero a la selección, no a nuestra reina, con todo respeto – . Mientras tanto iban cayendo todos los distinguidos, primero aquel Portugal de mis amores, de insigne escupidor que estuvo más tiempo en el suelo que en el área contraria. Luego, los ecos de las derrotas de Brasil y de Argentina, anunciada por los tentáculos de nuestro cefalópodo.

Tuvimos que recurrir a la épica en un par de ocasiones. Sin embargo, el partido con los teutones fue un claro aviso de nuestro potencial. Nadie nos puede jugar al tiqui, taca, porque a eso somos los reyes. Creció la esperanza con el cabezazo de Puyol y con el pitido final la certeza en el éxito; alguien, en la suite del hotel, empezó a hacer cálculos; las banderas se elevaron a los vientos y el príncipe y su consorte anunciaron que estarían en la final, todos temblamos…de emoción.

El oráculo de los ocho tentáculos lanzó su profecía: Alemania será tercera. Luego, volvieron a tentarle con la urna Orange y la de España. En un minuto nuestro amigo se decidió por la almeja nacional, la suerte estaba echada. Las calles y plazas se llenaron de seguidores de la roja dispuestos a disfrutar con la primera final de un mundial; el resto, seguía desde sus televisores el espectáculo previo al inicio del combate. África, la mancillada, sedienta y enferma África, mostraba al escaparate del mundo que el sur también existe, aunque sea en Sudáfrica. Y apareció el hombre, el africano a quienes todos nos gustaría conocer en persona. Mandela, el incombustible luchador, el abuelo de las libertades y de las tristezas, el tolerante, el indulgente… y vimos a un ser humano cargado de razones. El estadio quedó envuelto en la neblina de lo fútil, porque lo importante era lo que representaba aquel anciano sentado y saludando. Yo soy África, parecía decir.

Se inició el acto final de Sudáfrica 2010 y pensamos que, al margen de las hazañas deportivas, no viviríamos una emoción como la contada. Surgieron los golpes, las patadas, la impotencia, los tentáculos de otro pulpo llamado Casillas, y la prórroga. Entonces apareció Andrés, de un zurdazo hundió a la escuadra holandesa y con un gesto de humanidad brindó la victoria al amigo perdido. Fue la mejor jugada de su vida y el gesto más glorioso de aquel mundial. España se proclamó campeona, el cefalópodo tenía razón.

Terminado el evento, andan los parados haciendo cuentas con las exageradas primas; los optimistas hablan de aportaciones a fundaciones y no sé que más, que quedaran en la nada; el pulpo Paul no se tomará unas vacaciones en España, ni tampoco irá a un zoo madrileño; los taxistas vuelven a creer en la roja y los políticos seguirán mareando la perdiz, según les convenga, levantando banderas y eslóganes por encima del sentido común. Yo me quedo con dos gestos, el de Mandela que representa el resurgir de África y el de Iniesta que ayuda a comprender la palabra amistad. Dos gestos, gloriosos, por humanos.