En Barcelona, el ayuntamiento detectó, a principios de año, 2.865 menores con deficiencias alimentarias. En Andalucía, el gobierno autonómico ha empezado a repartir desayunos y meriendas a más de 50 mil niños en riesgo de exclusión. En el 2010, un informe de la Fundación Foessa, señalaba que unas 29 mil familias con menores pasaban hambre en el Estado español. Dos años más tarde, ¿cuántos serán los afectados? Sin lugar a dudas, muchos más.

Pero no sólo los datos indican que el hambre infantil va en aumento, sino lo que se vive en numerosos colegios apunta en la misma dirección: pequeños que se desmayan en clase por no haber comido, otros que devoran hambrientos todo el plato en el comedor escolar, los que llevan pan con pan como desayuno. Las historias, tristemente, son interminables. Sólo hace falta preguntar, y escuchar, a quienes trabajan en escuelas de barrios y ciudades, especialmente, golpeadas por la crisis.

La malnutrición es la otra cara del hambre. Según indica la Agencia Española de Seguridad Alimentaria: un 17% de los niños que viven bajo el umbral de la pobreza sufren obesidad, el doble de quienes no tiene dificultades económicas. La crisis convierte los alimentos frescos, fruta, verdura, pescado y carne, en inaccesibles. Y la dieta de quienes menos tienen se deteriora rápidamente. Se compra poco y barato y se come mal.

La espiral de paro, escasez, desahucios y hambre atrapa cada vez a más familias. Y las demandas de ayuda para poder comer, aumentan al mismo ritmo que descienden nuestros derechos y se aplican los recortes. El Gobierno mira para otro lado y las comunidades autónomas, con considerables competencias en la materia, siguen pasando las tijeras. La tan cacareada “marca España” es sinónimo, como recogen recientes artículos en The Times o Le Nouvel Observateur, de pobreza y hambruna infantil.

Las causas del hambre son políticas, ya sea en el Sur o en la puerta de nuestra casa. Los alimentos no pueden ser un negocio en manos de unas pocas empresas. Comer bien implica justicia y democracia en la producción, la distribución y el consumo de alimentos. Mientras la política siga secuestrada por los mercados, la banca, el agrobusiness y tantos otros señores del Capital, ni podremos vivir en paz ni comer bien.

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