Porque el consumo identifica a esta sociedad en la que vivimos y nos define como personas. El mundo, la economía, la política, las relaciones sociales giran en torno al consumo; la propia realización personal tiene como referente nuestra capacidad para consumir. Este paradigma lleva parejo un alto grado de despilfarro. Para seguir consumiendo, hay que DESECHAR, TIRAR, DESPILFARRAR; no tenemos espacio suficiente para todo al mismo tiempo.

Esta característica de la época en la que nos ha tocado vivir tiene consecuencias nefastas para el medio ambiente, la sociedad y las propias personas, y se vuelve absolutamente dramática cuando lo que despilfarramos es la comida.

Dicen los organismos oficiales (FAO, Banco Mundial, Ministerio de Agricultura de España), que al año en el mundo se tiran unos 1300 millones de toneladas de alimentos aptos para el consumo. Supone un tercio de la producción mundial. Esos mismos organismos aseguran que con la comida desperdiciada, podrían alimentarse entre 2000 y 3000 millones de personas. Más que suficiente para más del triple de hambrientos en el mundo, 815 millones de personas según datos de 2016. Además, el valor estimado de los alimentos despilfarrados asciende a un billón de dólares; para acabar con la pobreza se calcula que haría falta un billón y medio. Estas cifras nos tienen que hacer pensar, al menos pensar.

Todos sabemos que vivimos en un mundo injusto donde la desigualdad impera dentro y entre los países, y donde unos pocos disfrutamos de todo y más, mientras multitudes no pueden alimentarse dignamente. Comer no es un lujo, es un derecho, pero como otros derechos fundamentales, se vulnera sistemáticamente para más de una décima parte de la población mundial. Es en los lugares donde hay disponibilidad de comida, donde más se despilfarra, aunque las pérdidas y desperdicio de alimentos ocurren a lo largo de toda la cadena alimenticia.

Los países productores que coinciden con los que tienen una mayor proporción de personas hambrientas, tienen las mayores pérdidas de alimentos por problemas relacionados con las condiciones climatológicas, el almacenamiento o la transformación inadecuados. La colaboración se puede concretar, en este caso, en un apoyo a aquellas organizaciones que trabajamos mano a mano con las comunidades y sus asociaciones representantes. Ellos luchan por una producción sostenible social, económica y medioambientalmente, y por unas posibilidades de transformación y/o almacenaje que les permitan conservar alimentos para épocas de sequía o de inundaciones y poder destinar excedentes al comercio local. Los agricultores familiares guardan sus saberes y semillas tradicionales, quieren proteger sus territorios y los recursos necesarios para producir, y evitar así el desperdicio de medios (agua, tierra, abonos orgánicos) y de alimentos cosechados. Necesitan nuestro apoyo tanto para poder seguir preservando su agricultura como para implementar aquellas técnicas de mejora que les permitan seguir cuidando de sus familias y de los ecosistemas en los que viven.

Los países donde más desperdicio de alimentos se produce son los más industrializados, y ahí, los más despilfarradores somos los consumidores, tanto en los hogares como en restaurantes, comedores escolares o instituciones hospitalarias. Es, precisamente en este caso, donde nuestro compromiso, personal y como sociedad, es urgente e imprescindible.

Los estudios encargados por la FAO indican que cada año se pierden y desperdician alrededor de un 30 % de cereales; un 40–50 % de tubérculos, frutas y hortalizas; un 20 % de semillas oleaginosas, carne y productos lácteos; y un 35 % de pescado.

Es verdad que la barra de pan, que yo no tiro a la basura, no va a ir a la mesa de los empobrecidos. Pero una demanda incrementada a base de despilfarrar pan en nuestras mesas, subirá el precio de los cereales en el comercio global y la mesa de los hambrientos no podrá satisfacer sus necesidades nutricionales. Y como “no solo de pan vive el hombre”, lo dicho puede aplicarse a otros alimentos. El consumo excesivo e innecesario de carne provoca el desvío de tierras y de cereal para alimentar al ganado, aumentando su precio en el mercado y restando recursos para la producción de alimentos para las personas. La sobreexplotación pesquera que no respeta los ecosistemas marinos y acaba devuelta al mar por criterios puramente mercantiles o usada como pienso de mascotas, impide a las comunidades litorales en los países en desarrollo vivir de sus recursos marinos.  Las frutas y verduras que los agricultores pobres producen, pero no comen, recorren miles de kilómetros hasta llegar a nuestra mesa a causa de nuestro afán por consumir productos fuera de temporada o son desperdiciados por cuestiones puramente estéticas. El sistema alimentario de producción y consumo debe reestructurarse, hacerse más justo, equitativo y sostenible si queremos que no haya personas que pasen hambre en el mundo.

Comprar lo que necesitamos y comer lo que compramos es vital en la lucha contra el hambre. Tirar alimentos buenos para comer es un escándalo insoportable. Al producir alimentos que acaban en la basura, la contaminación derivada de los propios residuos y del uso de agroquímicos (18% de los gases de efecto invernadero), la sobreexplotación de los recursos (un cuarto del agua dulce del planeta), la vulneración de los derechos de los agricultores pobres al acaparar sus tierras para producir intensiva y extensivamente (1400 millones de hectáreas), resultan inútiles y constituyen en sí mismas obstáculos insalvables en la lucha contra el hambre.

Asumir nuestra responsabilidad como consumidores es la clave y supone un punto de inflexión definitivo que permita a las comunidades rurales y a los agricultores, en cualquier lugar, practicar una agricultura que pueda alimentar al mundo cuidando de la “casa común”.

María José Hernando. Técnica de Estudios. Manos Unidas