Un año después, en septiembre de 2008, cayó Lehman Brothers. Multitud de expertos nos explicaron cómo las hipotecas que firmábamos podían convertirse en “paquetes de deuda”, que luego se vendían entre los bancos en un extraño juego especulativo. Sucedió que muchos de esos paquetes, los llamados subprime, eran incobrables. Por un lado, porque simplemente los hipotecados no podían hacer frente a las deudas. Por otro, por las denominadas hipotecas basura: las valoraciones de las viviendas (las tasaciones realizadas por los propios bancos) estaban tan hinchadas que el dinero concedido en préstamos excedía con mucho al valor real de los inmuebles. Por estos lares la operativa nos resultaba familiar. Pero consiguieron convencernos de que éste era un problema exclusivo de otros países, y que aquí no había hipotecas subprime. Por tanto, no había crisis.

Mientras tanto, la desconfianza se había instalado en los mercados de todo el mundo. Cuando los bancos dejaron de tener acceso al dinero estalló una reacción en cadena. Se cortó el crédito para hipotecas y los precios de los pisos se derrumbaron. Los balances de los bancos, plagados de viviendas en construcción y terminadas, vieron cómo su valor se hundía. Sus cuentas de resultados presentaron pérdidas y justo en ese momento, de sopetón, aparecieron las voces de alarma que hablaban de riesgo sistémico, del too big to fall... Y los estados, que en época de bonanza habían logrado presentar cuentas bien saneadas, comenzaron una ruinosa carrera de rescates a fondo perdido. Era la crisis, parecía que no hubiera alternativa. Se gastaron todo lo que había y aún más.

Entonces sucedió la paradoja. Los estados tuvieron que pedir prestado para seguir rescatando a la banca, y solo pudieron pedirlo a esa misma banca. En un santiamén los estados, que eran los salvadores, se convirtieron en deudores. Claro, como el coste del rescate era alto, estos estados empeoraron sus cuentas, y por tanto los bancos vieron que su inversión tenía más riesgo, con lo que endurecieron las condiciones. Para rizar el rizo, los estados tuvieron que aplicar recortes sociales para poder devolver el dinero a los bancos. Así, esos bancos que habían estado en riesgo de quiebra se convirtieron en entidades saneadas; y los estados, antes saneados, se convirtieron en marionetas quebradas en manos de sus acreedores.

Y tras este regate al destino, la lógica volvió al mercado. Esta lógica dice que los bancos no quieren deuda pública, sino dinero. Pero tenían mucha deuda, con lo que la utilizaron como garantía para que los bancos centrales les prestasen dinero líquido. Así, los bancos tuvieron acceso a dinero público a un interés del 0%. A esto le llamaron expansión cuantitativa, que queda como muy inteligente, y lo hicieron todos los grandes bancos centrales. La Reserva Federal de los EEUU desde 2008 hasta 2014, el Banco Central Europeo desde 2015. El Banco de Japón, el Banco de Inglaterra… todos. Así, billones de dólares, euros, yenes o libras que deberían ir a los circuitos económicos para producir más riqueza acabaron perdidos en unos mercados especulativos ajenos a la mayoría de la población, y que consumen ingentes cantidades de dinero para devolvernos burbujas periódicas. Ojo, por ejemplo, con la posible burbuja bursátil: el principal índice estadounidense, el Dow Jones, en 2009 rondaba los 9.000 puntos y ahora sobrepasa los 24.000.

En este camino no hemos aprendido nada: seguimos sin tener un solo instrumento de control para evitar que nuevas burbujas arrasen con nosotros

El resultado de estos diez años de crisis es demoledor: los bancos pasaron de necesitar un rescate a poner precio a la deuda que se utilizó para rescatarlos. Ahora tienen la sartén por el mango para disponer del dinero público al 0% (gratis). Para más inri, han vuelto a las cifras de beneficios previas al inicio de la crisis y encima han dejado de pagar impuestos porque han multiplicado sus tributaciones en paraísos fiscales. Hemos vuelto a la casilla de salida con una particularidad: ahora hay menos bancos pero son más grandes y tienen más dinero (el que les hemos dado entre todos) para manejar la economía mundial a su antojo. Los causantes de la crisis se han quedado con sus grandes beneficios, y son anecdóticos los casos de condenas judiciales. Y no, en este camino no hemos aprendido nada: seguimos sin tener un solo instrumento de control para evitar que nuevas burbujas arrasen con nosotros.

La gran banca ha demostrado su capacidad para manipular a los poderes públicos, para socializar sus pérdidas, enriquecerse de manera escandalosa y eludir cualquier responsabilidad. Son ellos quienes deciden no solo a quién dan crédito, sino cuánto dan. Ellos deciden exclusivamente en función de su rentabilidad. No importan los problemas que causen porque no existe el riesgo moral, ése que obliga a asumir las consecuencias de los errores propios. Si las cosas van mal, me rescatará el estado.

Una Banca Pública

Si hubiéramos sacado conclusiones claras de esta crisis, la petición de una Banca Pública sería un clamor. Es necesario un instrumento financiero que garantice los ahorros de los ciudadanos, que intervenga en el mercado de crédito de nuestra comunidad, facilitándolo en los sectores productivos sostenibles y éticamente aceptables. El Banco Central Europeo presta dinero a los bancos a tipo de interés cero o negativo, un dinero que podría servir para comprar deuda de nuestras administraciones sin someterlas a intereses draconianos.

La actividad bancaria descontrolada ha sido la causante de la mayor crisis económica tras la Segunda Guerra Mundial. Los bancos se siguen dedicando a crear dinero a base de facilitar el préstamo, inventan instrumentos financieros opacos de alto riesgo, que tributan en paraísos fiscales, y de los que obtienen beneficios astronómicos con la certeza de que, si al final hay pérdidas, las asumirán los ciudadanos. Las reglas de este sistema, que se establecen a nivel internacional mediante los Acuerdos de Basilea, son ineficaces porque no ponen coto a los movimientos especulativos del dinero. Nosotros no podemos cambiarlas, es cierto. Pero un Banco público sería un factor nuevo que subordinaría las finanzas a la economía productiva: que se preocuparía menos por ganar dinero y más por el bienestar de los ciudadanos. No podemos dejar que se salgan con la suya y que su avaricia provoque nuevas crisis.

El Banco de España reconocía haber invertido más de sesenta mil millones de euros en el rescate bancario. Sin discutirlo, sin posibilidad de votarlo. Y todo para llegar a una casilla de salida en la que estamos estrangulados financieramente por las mismas entidades que rescatamos. Nuestra propuesta de Banca Pública tendría un coste muy inferior: 18 millones de euros. Pero solo tiene un requisito previo: hay que querer ponerla en marcha. Y para eso deberíamos haber aprendido algo de estos últimos diez años.

Iosu Pardo Gurpegui