Quizá muchos piensen que con este gesto el Tribunal Supremo se ha cubierto de un ridículo que aparecerá en los libros de Historia, y no creo que vaya descaminado.

Imagino esto puede entenderse como un nuevo escalón en el largo camino del conocimiento público de una realidad tan simple como es que quien manda aquí (y allí) son los poderes económicos, y de que el gobierno es poco más que una cuadrilla de conserjes de paisano puestos para hacer los recados de los amos.

Creo que ya conté una vez que un miembro del gabinete de Jordi Sevilla, entonces Ministro Administraciones Públicas del primer gobierno de Zapatero, me comentó que este muchacho iba para Ministro de Hacienda pero que no pudo ser porque se opusieron los bancos debido a que su perfil era demasiado de izquierdas.

Si alguien pregunta qué legitimidad tienen los bancos para vetar el nombramiento de un ministro mediante el procedimiento democrático preestablecido, sólo puedo contestarle que haga el favor de despertarse de la siesta porque el paso imprescindible para resolver un problema es saber que existe, y todos los problemas que padece la sociedad pueden resumirse en uno solo, a saber: El imperio invisible de los poderes económicos. Exclusivamente desde este punto de vista el ridículo mundial que acaba de hacer el Tribunal Supremo es bienvenido, ya que ha contribuido a hacer más visible esta realidad oculta.

En cuanto al papel de los jueces y tribunales, el tema por desgracia me toca de cerca por ser mi profesión.
Lo mismo que hace muchos años que dejé de creer en la existencia de los reyes magos, también hace muchos años (aunque algunos menos) que dejé de creer en la justicia, o más bien en que jueces y tribunales (por regla general, porque hay gloriosas excepciones) tengan algo que ver con la idea de justicia.

Llevo ya mucho tiempo lamentándome de esto en público y en privado después de recibir sentencias con contenidos arbitrarios, irracionales, humillante, idiotas, incomprensibles y abusivos, pero a ver qué os parece esto, que no lo había contado nunca: Después de doce años de litigio, y tras superar varias zancadillas de Ayuntamiento de Valencia y Generalitat Valenciana, conseguí una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Valencia ordenando el cierre de la fase III de la estación depuradora de aguas residuales de Pinedo (la más grande de España). Me dijeron sí a la clausura de la fase III aunque yo había pedido que cerraran todos los módulos o fases. Como no estaba de acuerdo con la parte de la sentencia que no me daba la razón, formulé recurso de casación. Después de eso solicité la ejecución de la sentencia mediante el efectivo cierre de la fase III. La sorpresa fue una extraña resolución del tribunal reclamándome una fianza por ejecución provisional de sentencia (algo nada realista porque mis clientes eran quince familias humildes hartas de respirar productos químicos). Este es un mecanismo que se pone en marcha cuando el tribunal estima una demanda y la otra parte recurre en casación. La función que cumple la fianza es garantizar la compensación de los posibles perjuicios derivados de la ejecución en caso de que el Tribunal Supremo revoque el fallo. Pero ése no era mi caso: No era la otra parte, sino yo mismo, quien había formulado el recurso, y las partes del fallo que recurría eran aquéllas en las que me decían que no. Es decir, que las partes de la sentencia discutidas en el recurso no se podían ejecutar. Es decir, que no había peligro de que la ejecución causara perjuicios a la otra parte, porque esa parte de la dentera firme. Es decir, que la resolución era tan rebuscada como artificiosa.

La recurrí. ¿Qué creéis que me respondieron? Que la fase III funciona en sinergia con la I y la II, por lo que el cierre habría tenido que ser en la práctica completo y que eso no podía ser porque habría tenido repercusiones sociales muy graves (Valencia y su comarca se habrían ahogado en porquería).

¿Percibís el inquietante paralelismo entre esta situación y la generada por el Tribunal Supremo? En ambos casos se trata de una marcha atrás, por razones que nada tienen que ver con la ley, respecto a la decisión que el propio tribunal ha adoptado previamente en una sentencia. Y esto, por cierto, es algo que los tribunales de lo contencioso administrativo simplemente no pueden hacer. La ley garantiza que no podrá excluirse por causa alguna la ejecución de una sentencia. Simplemente esto es algo que no puede hacerse, pero ellos lo hacen. Es así de simple y así de contundente. Y no estoy hablando de Gengis Khan, de las SS o de otro colectivo de animales en los que pudiera no disculparse pero sí comprenderse el desprecio de la ley. Estoy refiriéndome al sistema de jueces y tribunales de un país que insiste en tiene la tonta desvergüenza de reclamar respeto en el concierto internacional en y la pretenciosa aspiración de formar parte del mundo no sólo civilizado sino incluso avanzado.

¿Quien puede continuar creyendo ahora a estos políticos majaderos que, en alusión al caso catalán, van a Europa defendiendo la ridícula pretensión de que en España hay separación de poderes? ¿Quién puede ser tan tontito como para seguir creyendo esa leyenda escrita en la Constitución de que todos los poderes públicos están sometidos al imperio de la ley? ¿Desde cuando es misión de los jueces y tribunales de lo contencioso administrativo preocuparse por las consecuencias sociales o económicas de sus propias decisiones adoptadas en las correspondientes sentencias? Fácil: Desde que esa legión de ladrones, sinvergüenzas, degenerados, corruptos, facinerosos, delincuentes de cuello blanco, caraduras, vividores y miserables que son nuestros políticos (también con excepciones gloriosas) decidieron utilizar la coartada de la democracia para apoderarse de nuestro país, destruir su economía, pulverizar sus valores morales, echar a perder el rigor en todos los órdenes y saquearlo hasta las raíces antes de entregarlo, agonizante, a las multinacionales.

Según reputada y cansina jurisprudencia, la función de la jurisdicción contencioso administrativa es meramente revisora de la legalidad de los actos administrativos, lo que se concreta en que sus sentencias deben limitarse a declarar si los actos administrativos impugnados se ajustan o no a Derecho. Lo demás excede de su cometido. Si una sentencia provoca que los ríos se sequen, que el cielo se vuelva de granito y se desplome sobre la tierra o que nuestro planeta suspenda de pronto el movimiento de rotación sobre su eje y se quede tan inmóvil como un loro de escayola, esto ni es ni puede ser ni nunca será un problema que deban ni remotamente considerar los propios tribunales.

Bueno, me refiero a cómo son las cosas en la entelequia de la ley, o incluso a cómo son en los países cultos y civilizados, no a cómo resultan ser en este corral de asnos.