La idea de consumo colaborativo la puso de manifiesto en 2010 la estadounidense Rachel Botsman en su libro What’s Mine Is Yours: The Rise of Collaborative Consumption, donde plantea un cambio cultural y económico: sustituir el consumismo frenético por el alquiler o el trueque. La idea evoca cierto romanticismo pero el potencial de la economía colaborativa se traslada a las cifras: el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) lo calcula en 82.000 millones de euros. Hoy ronda los 26.000 millones. Y quienes participan en este sistema basado en intercambiar y compartir bienes y servicios a través de plataformas digitales se embolsan, según la revista Forbes, unos 2.600 millones de euros anuales.

«La economía colaborativa está creando nuevos espacios y categorías, pero que tienen como protagonista al propio individuo, a las personas. El gran cambio con respecto a hace unos años es que el consumidor abandona su rol pasivo para convertirse en productor, cambiando los procesos de creación de valor y acelerando la innovación. La tecnología ha hecho posible que se creen estas conexiones y que el coste marginal de crecer a escala global sea prácticamente cero, ya que se aprovechan los recursos de las redes y las comunidades de intereses, de oferta y de demanda afines», explica a Ethic Andreu Castellano, portavoz de Airbnb España y Portugal.

ellehem-1024x683La revolución tecnológica ha sido capaz de reducir a coste cero el margen de beneficio, insignia del capitalismo. Ya lo adelantaba Jeremy Rifkin en su libro La sociedad de coste marginal cero, donde vislumbra un mundo absolutamente cooperativo para 2050. Pero la economía colaborativa juega en el terreno de una enraizada economía de mercado y, como en cualquier convivencia, ambas están destinadas a entenderse. «Los modelos tradicionales pueden coexistir perfectamente con la economía colaborativa, pero van a verse influidos por este acercamiento personal y directo, por una competencia con la que no contaban, y eso puede provocar algunas disrupciones en modelos, sectores o negocios que tenían en el control de la información o la regulación una barrera de entrada que impedía la aparición de nuevos agentes», señala Castellano.

Sin ir más lejos, Airbnb ha levantado ampollas entre empresas turísticas convencionales como Exceltur, que en un informe reciente instaba a la Secretaría de Estado de Turismo a tomar una postura más vigilante con las webs de intercambio o alquiler de apartamentos, acusándolas de fraude fiscal, competencia desleal, deterioro de las ciudades y empobrecimiento de la economía. En respuesta, Airbnb publicó un estudio que sostiene que el impacto económico bruto de sus huéspedes en 2014 ascendió, solo en Madrid, a 323 millones de euros, creando 5.130 puestos de trabajo y empleando estos ingresos el anfitrión. En el 50% de los casos los anfitriones destinaron los ingresos obtenidos al mantenimiento de la vivienda.

Quizá la clave esté, de acuerdo con Castellano, en la especialización: «En este nuevo escenario los incentivos individuales son mayores, pero también lo será la competencia, por lo que el grado de especialización será un factor clave en un entorno en el que muchos servicios pueden tender a la comoditización (llegar a un bien económico valioso que se utiliza en el comercio y es intercambiable con otros productos del mismo tipo)», sostiene, y apela a la necesidad de nuevas maneras y variables para medir el crecimiento económico, «que incluyan esos bienes y servicios producidos y nacidos desde el individuo».

¿Tener o disfrutar?

Asimismo, la economía colaborativa implica el replanteamiento del concepto de propiedad, y pone en valor la experiencia y el acceso, en detrimento de la posesión. «Los patrones de adquisición y el consumo de bienes cambian, y a muchas personas les merece más la pena acceder a un bien que adquirirlo. Es obvio que esto impacta en los modelos que han funcionado hasta ahora. Pero son modelos que pueden coexistir, no están en revancha», señala Miguel Ferrer, colaborador de Sharing España, una asociación creada a finales de 2014 que aglutina a 38 empresas de economía colaborativa.

«La propiedad era necesaria, pero gracias a las posibilidades tecnológicas ha comenzado a diluirse. No tiene sentido desde el punto de vista económico que un coche esté el 95% del tiempo parado», añade Gabriel Herrero-Beaumont, fundador de Bluemove, una de las empresas de coche compartido que operan en España. Tampoco tiene sentido que en Estados Unidos haya 80 millones de taladradoras cuyos dueños solo las usan una media de 13 minutos. No hacen falta tantos coches, ni tantas taladradoras. ¿Por qué no compartir los gastos de gasolina? ¿Por qué no pagar por una habitación a algún particular allí donde se viaje? ¿Por qué no encargar un plato de comida casera a un chef aficionado que cocina desde casa? «El capitalismo sin control ha dejado a mucha gente desilusionada. Personas que buscan nuevos caminos que den sentido a sus vidas», reflexiona Jan Thij Bakker, cofundador de Shareyourmeal, una plataforma holandesa dedicada a compartir comida que empezó siendo un grupo de WhatsApp y que cerrará el año con 100.000 miembros.

La Unión Europea ya redactó el enero pasado un dictamen de iniciativa donde afirmaba que «el consumo colaborativo representa la complementación ventajosa desde el punto de vista innovador, económico y ecológico de la economía de la producción por la economía del consumo. Además, supone una solución a la crisis económica y financiera en la medida que posibilita el intercambio en casos de necesidad». El pasado octubre, la Comisión Europea fue más allá y reconoció que la economía colaborativa constituye «la herramienta más poderosa». «Hay pocas maneras de crecer, y esta es una de ellas», señalaron fuentes comunitarias. Recientemente, han anunciado unas directrices para el próximo año en lo que se refiere al marco regulatorio.

La economía colaborativa es una manera de dotar de sentido al consumo y al trabajo. Pero, ante todo, es la única vía para garantizar la sostenibilidad. El uso responsable y eficiente de los bienes disponibles es prioritario en un mundo que sobrepasará los 9.000 millones de habitantes en tan solo 25 años. En este sentido, ya se conocen productos físicos que se producen bajo demanda. Un ejemplo es la empresa norteamericana Quirky, que diseña y fabrica productos bajo los parámetros del peer to peer. Un miembro de la comunidad propone un invento, se evalúa, se aportan mejoras y, si hay suficientes valoraciones, se fabrica.

«Hoy, los ciudadanos son capaces de producir bienes y de prestar servicios, sin necesidad de depender de las estructuras clásicas empresariales. Pueden convertirse en actores económicos sin necesidad de intermediarios para generar ingresos propios. Por lo que pueden obtener ingresos de una forma más rápida y eficiente. Esto influye en la generación de nuevos modelos económicos, e impulsa un rol mucho más emprendedor», sostiene Miguel Ferrer, de Sharing España.

El reto de la regulación

Hace cinco años, el concepto de economía colaborativa apenas se conocía en España. Hoy, sin embargo, hay al menos 450 empresas españolas que se enmarcan en el intercambio de bienes o servicios. Les cuesta escapar, eso sí, de las arenas movedizas que impone el entorno regulatorio. «En España vivimos en un limbo existencial», reconoce Ferrer. «La administración ha reaccionado a la economía colaborativa sin profundizar en las oportunidades que ofrece. También ha habido presión de sectores preexistentes; una reacción más restrictiva que inclusiva, por ejemplo, en el homesharing o en el carsharing. Estos modelos deben ser aprovechados e integrados de forma que puedan crecer».

«Las leyes actuales no contemplan ese nuevo escenario del ciudadano productor», denuncia por su parte Andreu Castellano: «Las normativas están hechas en exclusiva para los profesionales y, en muchos casos, para salvaguardar o proteger a un sector. España necesita un entorno regulatorio que reconozca la capacidad de los individuos para producir, y tenga en cuenta que esas particularidades, que implican menor carga regulatoria para los no profesionales, y a la vez garantice la protección de los consumidores».

Para Herrero-Beaumont, de Bluemove, «España es un cóctel de factores económicos y sociales. Los españoles somos muy plásticos, nos adaptamos rápidamente. Estamos abiertos al cambio y, además, la crisis nos ha empujado a agudizar el ingenio. Nuestra cultura, nuestras capacidades sociales, hacen que el entorno para la economía colaborativa sea favorable. La digitalización de la economía nos ha permitido ejercer viejas prácticas de una manera mucho más humana».

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