Al XIX, el siglo romántico, le tocó el despertar de la conciencia proletaria, fue el de los cambios sociales, el de las libertades y el de los inventos. Un impulso.

El siglo XX fue la centuria de las dos guerras europeas, de la era Atómica, del consumo convulsivo, de la producción en cadena; del increíble e imparable avance tecnológico… y el de la contaminación. Fue el de la comunicación, y el de la soledad multitudinaria, el siglo de la globalización. Un gran salto, del que todavía no hemos tocado suelo y todavía no sabemos, a ciencia cierta, como será el golpe.

Es pronto para predecir que nos deparará el siglo XXI; sin embargo los expertos en sociología y salud, han acuñado para él un terrible nombre: El siglo de las enfermedades mentales.

Incluso les hacíamos jefes de estado o de gobierno; dependía de la oportunidad, del momento y de la cuna

Son tan complicados los recovecos de la mente humana, que harían falta un montón de psiquiatras para mostrarnos la punta del iceberg de lo que ocurre en los laberintos cerebrales de los ciudadanos de este nuevo siglo. Sin embargo, este osado articulista, se atreve hacer su comentario; no como entendido, sí, como observador. Por tanto, no busquen en estas líneas un contenido científico, sólo pretendo contarles mi punto de vista sobre un tema tan familiar y tan inadvertido por la mayoría, como el peinado, la forma de la nariz o el tamaño de las orejas de las gentes con quien más nos relacionamos y a quienes creemos conocer muy bien.

Presumo que, el duende del cerebro, es un hombrecillo que enciende hogueras en los estadios de la mente y las apaga a su antojo, inventando claroscuros que abarcan desde la brillantez de la genialidad a la oscuridad de la locura. Que encierra al creativo pájaro de la razón y de la idea, en la jaula del desconcierto y del olvido.

Y nadie está exento de los caprichos de ese duende. No depende de las condiciones sociales, ni de los privilegios, ni de las capacidades intelectuales, ni de las creencias; ni tan siquiera, los que se creen dioses, están a salvo. En todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, el maldito hombrecillo puede congelar las neuronas más brillantes con el gélido soplo del trastorno y la demencia.

Nada nuevo bajo el sol, del devenir de la Historia nos queda constancia de multitud de personajes de fama universal heridos por el rayo de la enajenación.

El fanatismo, en todas sus versiones, incluida la religiosa, y la intolerancia son desarreglos mentales comparables al cretinismo y a la idiocia

Los indios americanos tenían un especial respeto por los seres faltos del sentido de la razón, eran cuidados por la tribu y respetados en su condición, incluso se les suponía en contacto con los dioses; sin embargo, jamás se les daba ningún tipo de responsabilidad. En Europa, vieja y piramidal, o les condenábamos al ostracismo o les llamábamos genios, incluso les hacíamos jefes de estado o de gobierno; dependía de la oportunidad, del momento y de la cuna.

Varios emperadores romanos fueron enajenados mentales, muchos santos eran esquizoides y algunos papas – válgame el cielo – ególatras. Al último Austria, Carlos II, le llamaron el hechizado, por sus rarezas y sus melancolías. El primer Borbón, Felipe V, murió envuelto en sus propios excrementos, después de varios años de dejación de sus deberes de gobernante, y sin atender la más mínima higiene personal. Carlos IV, según su propio padre Carlos III, era un imbécil, y dependiendo de la ocasión, servil y colérico hasta el extremo; por fortuna, – lo cuenta el confesor de su esposa, la promiscua reina María Luisa- ninguno de los numerosos hijos que apellidó era suyo. Su sucesor Fernando VII – el peor Borbón que hemos tenido – era un psicópata sanguinario, solamente viril con criadas y prostitutas. En Inglaterra, George III, llamado el rey loco, no sólo perdió las colonias americanas, también perdió la razón debido a una extraña enfermedad hepática: la Porfiria, un fatal contubernio de enzimas hepáticas y de neuronas que se apagan.

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El rey loco de Babiera, Luis II, se suicidó en el lago Stanberg, junto a su médico personal, y no fue por la incierta leyenda de amor imposible por su prima la emperatriz Elisabeth – Sissi, para los cinéfilos -. Y hablando de la emperatriz austriaca, conviene recordar la obsesión constante por su hermoso pelo, que mandaba lavar casi a diario y cuya operación de secado se prolongaba entre cuatro y cinco horas. Fue una esposa protocolariamente permisiva con los devaneos del emperador Francisco José, muy desgraciada y tremendamente depresiva; murió en Ginebra a manos de un demente que le clavo un estilete. Su hijo Rudolf, heredero del imperio austrohúngaro, también enloqueció y se quitó la vida. José Napoleón III, sobrino nieto del Gran Corso, gran mitómano, fue, probablemente, el primer enfermo mental que creyó ser Napoleón.

Sin conversaciones, sin partidas de parchís, sin paseos con los amigos, sin compartir. Solos

Lamento no saber diagnosticar el nombre de las demencias de Adolfo Hitler o Benito Musolini, multitud de autores coinciden en que sus gestos y actitudes delataban graves desarreglos mentales, que hubiesen precisado una gran dedicación siquiátrica. Eran tan fuertes sus psicópatas personalidades que contagiaron a gran parte de sus pueblos con su locura. Pero… ¿quién era capaz de gritar que el rey andaba desnudo? El fanatismo, en todas sus versiones, incluida la religiosa, y la intolerancia son desarreglos mentales comparables al cretinismo y a la idiocia.

Sin embargo, nada comparado con lo que nos depara este siglo. Nada imaginable como el próximo futuro. Meditemos sobre las soledades de la aldea global. Las cuantiosas horas de navegación por un espacio de silicio y ventanas digitales, bajo el claroscuro de los monitores, sin reparar que la luna brilla en lo alto. Solos.

Observemos los continuos inputs de la violencia: enlatada en los CD, en las pantallas de televisión; en los videojuegos de asesinos a sueldo y de comandos sangrientos; en los juegos de rol donde se confunde la realidad virtual con la de la razón. Sin conversaciones, sin partidas de parchís, sin paseos con los amigos, sin compartir. Solos. Sin saber que podemos apagar el televisor y cerrar las bocazas de los violentos, de los histriónicos, de los oportunistas y de los mequetrefes. Sin comprender que otro mundo es posible.

“Era un excelente vecino”, dicen del tipo que ha disparado contra la multitud. “Un chico tímido y correcto” opinan del joven que ha asesinado a una docena de compañeros de facultad. “Le teníamos por un buen padre”comentan del parricida. “No le habíamos notado nada especial”, declaran del psicópata que ha violado a seis mujeres, sus compañeros de trabajo. “Era una pareja como todas”, aseguran los encuestados sobre el enésimo maltratador y de su victima a la que acaba de matar a martillazos.

La enfermedad del siglo XXI será la de la mente

Era el vecino, el amigo, el amante; el tipo que vemos todos los días en el autobús, cualquiera. O ese ser querido al que le llega su invierno con la negra carga de olvidos y vacíos; de claroscuros. Alguien que no pudo hacer el esfuerzo para enfrentarse a sus debilidades o al imaginario enano ladino que fagocita neuronas. Es alguien como nosotros que, probablemente, nos esté pidiendo ayuda.

No será la neumonía atípica, ni la tuberculosis del diecinueve – aunque exista un rebrote -, ni el cáncer, ni el sida del veinte; ni siquiera el temido ébola. La enfermedad del siglo XXI será la de la mente.

Ni un solo político en la pasada campaña ha hablado sobre el tema. Han tocado las guerras, el problema de Euskadi, los pactos postelectorales, la soberbia de los rivales políticos o la inoportunidad de las campañas de la DGT. Temas, como ven, muy ligados a la política municipal; sin embargo, nadie ha hablado de la salud mental, de la que ayuntamientos y gobiernos autonómicos tienen competencias. Tampoco allende nuestras fronteras – comunitarias o atlánticas – se habla del tema. Nulas propuestas para tantas necesidades. Y va siendo hora de que se analice el verdadero alcance global del problema.

Las sombras de la mente son tan negras como las oscuridades de las guerras, y, desgraciadamente, mucho más universales

En los casos graves antisociales, y por una verdadera recuperación para la propia sociedad de la que se han apartado, no sirven las cárceles – son delincuentes, pero no del todo culpables –; tampoco sirven los centros de salud mental en su forma actual – son enfermos, pero han delinquido y pueden reincidir -, precisan de siquiatras, psicólogos, sociólogos… y vigilantes. En los casos de enfermedades degenerativas, y por el derecho a una vida digna, de poco sirve la reclusión o el sacrificio familiar permanente. Para los casos de demencias por adiciones y perversiones, no son válidas las paredes de un psiquiátrico, un centro penitenciario, o los programas de telebasura.

Habrá que inventar, crear nuevos servicios públicos con personal muy especializado: mitad médico, mitad sociólogo; residencias de salud, sin barrotes, ni puertas cerradas; potenciar centros de día, de atención y de recuperación y sobre todo, habrá que prevenir. Sin embargo, ningún candidato apuntó nada al respecto.

La obligación de los políticos es adelantarse en veinte años a las necesidades de la ciudadanía: prever y actuar. Si no escuchan a los expertos, que luego no se pregunten qué podrían haber hecho. Las sombras de la mente son tan negras como las oscuridades de las guerras, y, desgraciadamente, mucho más universales.

Indago sobre el porqué de tanto olvido y llego a una triste conclusión: los del claroscuro no votan.