El pasado 8 de febrero de 2011, en el diario Público podía leerse un reportaje estremecedor acerca de cómo el deshielo del permafrost siberiano estaba liberando numerosos restos de mamuts, animales extintos desde hace diez milenios. En aquel remoto Far West (Far East más bien), aventureros, exploradores y logreros desentierran los cuerpos preservados hasta hoy a bastantes grados bajo cero para aprovechar –sobre todo– el marfil de los colmillos, cotizado a más de mil euros el kilo (y demandado sobre todo en China). Habrá quien objete el adjetivo «estremecedor»: ¿ya estamos haciendo alarmismo catastrofista, o catastrofismo alarmista, a costa del cambio climático? A fin de cuentas, ¿no les vendrá bien a los siberianos un clima algo más suave que el que padecen? Tales consideraciones evidencian la clase de miopía que contribuye a empujarnos al abismo hacia el que nos precipitamos: pues el permafrost congelado contiene ingentes cantidades de metano (que proviene de los depósitos submarinos formados antes de la última glaciación)…y el metano es un gas de «efecto invernadero» 25 veces más potente que el dióxido de carbono, por lo que su liberación provocaría un intenso efecto de retroalimentación, acelerando el calentamiento hasta niveles espeluznantes.El comercio de marfil de mamut constituye un signo ominoso a comienzos del siglo XXI.

La pinza de la doble crisis energética que padecemos –final de la era del petróleo barato, y desestabilización del clima del planeta– está atenazando las posibilidades de vida humana decente sobre el planeta Tierra.

En lo que se refiere a asuntos como la hecatombe de biodiversidad, el calentamiento climático, o el cénit del petróleo y del gas natural, estamos en la cuenta atrás. La oceanógrafa Sylvia Earle –ex científica jefe de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EEUU– lo expresa con precisión: «Es la primera vez que tenemos capacidad [científica] para entender los riesgos que sufre el planeta, pero tal vez la última para solucionarlo».(1)

También en lo socioeconómico…

También en lo socioeconómico estamos casi en caída libre hacia el desastre; pero el sistema (lo hemos visto en los años que han seguido a 2007) no dispone de mecanismos de autocorrección. (La socialdemocracia funcionó durante decenios como ese mecanismo de autocorrección capitalista: hoy no existe socialdemocracia, prácticamente no existe.(2) En nuestro país queda una poquita en Izquierda Unida, CCOO y UGT –así como también, de forma esperanzadoramente renovada, en el movimiento social del 15-M que arrancó en la primavera de 2011.) Esa guerra de los ricos contra el mundo llamada neoliberalismo prosigue básicamente sin control.

Algunas cifras básicas para comprender lo que ha significado el funesto ataque del neoliberalismo contra el Welfare State durante los últimos tres decenios. En el periodo 1967- 1987, según los datos oficiales de la OCDE, el porcentaje de los ingresos públicos vía impuestos en los Estados miembros aumentó del 26,9% al 36,3% (en Europa occidental, del 27,7% al 38,5%). La presión fiscal se elevó diez puntos, y ello permitió la satisfacción de muchas necesidades sociales: sanidad, educación, seguridad, empleo. En cambio, en los dos decenios siguientes –1987 a 2007– esa progresión se estanca –se pasa del 36,3% al 38% del PIB–… y lo que varía notablemente es la deuda pública. Esta, en los países de la Especial OCDE, pasó de representar un 35% del PIB en 1967 a un 55 % en 1987, pero entre 1987 y 2007 saltó a un 100%.

Juntemos las dos fuentes de financiación del Estado: en el periodo de auge del neoliberalismo, desde mediados de los años ochenta, los países de la OCDE, para financiar sus prestaciones, han ido sustituyendo impuestos por deuda (y sus sistemas fiscales han ido perdiendo progresividad). La autonomía de los Gobiernos con respecto a los “mercados” ha menguado en la misma medida en que se endeudaban cada vez más con estos…

Por otra parte, el endeudamiento privado –en hogares y empresas– supera con creces al público, hasta el punto de que esta deuda privada «es el secreto del crecimiento económico desde los años ochenta-noventa hasta 2007» (Eric Toussaint). Hoy, en 2011, la suma total de las deudas mundiales asciende a 158 billones de dólares: las tres cuartas partes de esta mastodóntica cantidad corresponden a la deuda privada, una cuarta parte a la pública.(3)

Y todo lo anterior en un contexto en que el capital financiero se ha impuesto sobre el capital industrial clásico, y sobre el conjunto de la sociedad, hasta extremos imposibles de imaginar hace solo algunos decenios. En los años cincuenta del siglo XX, en EEUU –el epicentro de esta “financiarización” de la economía– los préstamos pendientes de pago se repartían a partes iguales entre el sector financiero y la economía real. En cambio, en 2007 más del 80% de los préstamos de bancos en EEUU correspondían al sector financiero.

«Lo que se nos viene encima es mucho con demasiado», decía en 2010 muy expresivamente un ciudadano cubano ante la perspectiva de cambios económicos en la isla caribeña. Pues bien, lo que en plano mundial se nos viene encima sí que es mucho con demasiado. Fin de la era del petróleo barato, calentamiento climático, hecatombe de diversidad biológica, gobierno de la economía por un sistema financiero desregulado de forma culpable por los Gobiernos y atizado por una codicia demente: mucho con demasiado.

Evitar la catástrofe

Fue aproximadamente en 1980 cuando la demanda conjunta de los seres humanos –medida en términos de huella ecológica– superó la biocapacidad de la Tierra.(4) En 1999 los refugiados por causas medioambientales superaron al número de refugiados de guerra: 25 millones (5) (desde entonces esa tijera no ha dejado de abrirse cada vez más, y no porque las guerras estén en retroceso…). En 2011 nació el bebé que empujaba la población humana hasta 7.000 millones de personas (las previsiones de NNUU sugieren una estabilización de cerca de 9.000 millones de personas en 2050). También es 2011 el año en que arranca la primera explotación comercial minera en el fondo marino. (6)

No se trata ya de evitar que la generación de los hijos viva peor que la de los padres: eso en cierto sentido resulta inevitable (por ejemplo, no se repetirá la sobreabundancia energética del siglo XX, con el terrible despilfarro concomitante) y en otro sentido engañoso (no se debería identificar la vida buena con el empobrecedor consumismo que se nos vendió como tal). Se trata de evitar una regresión civilizatoria, una catástrofe ecológico-social que dejaría chiquitas las grandes crisis a las que la humanidad tuvo que hacer frente en el pasado.

Fernando Savater describe el tránsito de su activismo nietzscheano juvenil a una madurez más sosegada en los siguientes términos: «Tras el asentamiento de la democracia en España, mis fervores fueron progresivamente renunciando a la truculencia y adoptando cauces pragmáticos: se trataba de vivir mejor, no de alcanzar el paraíso».(7) Una o dos generaciones después habría que reformular: no se trata por supuesto de alcanzar el paraíso –tiendo a pensar que lo paradisíaco destruye al ser humano– ni tampoco de “vivir mejor” en el sentido que la ideología dominante da a esa expresión. Se trataría de vivir bien –con menos, con lo bastante, con lo suficiente–, ajustándonos a los límites biofísicos del planeta, y así evitar lo peor: las perspectivas de colapso civilizatorio que tenemos tan cerca.

No nos damos cuenta cabal de la velocidad con que han ocurrido los cambios sociales, tecnológicos y ecológicos en los últimos decenios: desde la fase “fordista” del capitalismo, y sobre todo desde la posguerra de la segunda guerra mundial, hasta hoy. Es una velocidad que corta el aliento.

En la transición del feudalismo y el Ancien Régime al mundo moderno de la Revolución industrial capitalista, la sociedad se enfrentó a una suerte de colapso total: un cataclismo que exigía una reconstrucción integral de la sociedad y la economía. Prácticamente cada una de las instituciones sociales exigía ser evaluada, reformada o –muchas veces– abandonada. (Este es precisamente el contexto del nacimiento de las ciencias sociales modernas, dicho sea de paso.)

Pues bien, hoy nos encontramos en medio de un cataclismo socio-ecológico de dimensiones semejantes: por eso no resulta exagerado hablar –como lo vienen haciendo algunos analistas acaso especialmente lúcidos, y los movimientos sociales alternativos, desde hace tiempo– de crisis de civilización. Las pautas del desarrollo seguido hasta ahora por las sociedades industriales no pueden prolongarse en el futuro. La ilusión de seguir adelante con “escenarios BAU” (Business as Usual) debe ser desenmascarada sin descanso.

¿Tercera Gran Depresión o crisis civilizatoria?

Ahora bien, hoy estamos hablando mucho de “crisis sistémica”, y nos referimos con ello, por lo general, a la profunda crisis primero financiera y luego multidimensionalmente económica que se inició en 2007. Estamos seguramente en medio de la “tercera Gran Depresión” del capitalismo: las anteriores se iniciaron en 1873 y 1929 respectivamente, y dieron lugar a profundas transformaciones socioeconómicas. «Las crisis de 1873 y 1929 fueron sistémicas –escribe el ex director de El País Juan Luis Cebrián– y también lo es la actual, pese a que muchos economistas y políticos se esforzaron desde un principio en negarlo. Sistémicas significa que no conciernen ni se refieren solo a la evolución y manejo de los ciclos económicos [ordinarios del capitalismo], sino al funcionamiento mismo de la economía ».(8) El periodista español –hoy global player en las pugnas del capitalismo transnacional– sugiere que, en el caso de las crisis sistémicas, «el mundo no es ya más el que era después de que se producen, pero no como consecuencia de los destrozos o alteraciones que provocan, sino porque el mismo mundo ya había cambiado antes, aunque los gobernantes y las opiniones públicas no se hubieran percatado de ello.

Las crisis sistémicas constituyen el efecto y no la causa de dichos cambios. El pánico de 1873, que coincidió con el estallido de una burbuja inmobiliaria en Austria, corazón del imperio centroeuropeo, marcó también el comienzo del declive del británico y el inicio de la hegemonía americana. Hubo un deslizamiento de poder hacia el otro lado del Atlántico. De la Depresión de 1929 se derivó el auge de los fascismos europeos, que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial».(9)

Pero este análisis en términos de geopolítica convencional se queda corto… Tendríamos que hablar si acaso de una Geopolítica con mayúsculas refiriéndonos directamente a Gea o Gaia: una política biosférica, una Erdpolitik en el sentido que daba a la expresión Ernst Ulrich von Weiszäcker hace más de dos decenios.(10) No sólo una Gran Depresión que conmueve los cimientos de la economía capitalista, por tanto: sino una crisis civilizatoria donde lo que está fallando es el nexo de las sociedades con la naturaleza, y se degrada lo más básico del vínculo social. La diferencia es que, como apunta Francisco Fernández Buey, «una crisis de civilización tendría que caracterizarse como un momento histórico en el cual llegan a un punto crítico (ese punto crítico en el que el mal o la enfermedad da ya la cara o canta, que dicen los médicos) no solo las estructuras socioeconómicas, sino también las instituciones políticas y culturales así como el sistema de valores que configura y da sentido a una determinada cultura en la acepción antropológica del término. Una crisis de civilización […] es una crisis no solo global sino total, por así decirlo.»(11)

Cinco momentos de ruptura

Tratemos de verlo con claridad. Al pensar en las rupturas socio-ecológicas (discontinuidades históricas) que han conducido a la humanidad a la crítica situación actual, en mi opinión hay que señalar básicamente cinco momentos:

  1. La «Revolución Neolítica» que lleva desde el mundo de los pequeños grupos de cazadores- recolectores a poblaciones sedentarias de agricultores y ganaderos, con patriarcado, estratificación social, ciudades, Estados y ejércitos.
  2. El «choque de mundos» a partir de 1492, con la «acumulación originaria» en tierras europeas a costa de las riquezas del Nuevo Mundo americano. Arranca el Renacimiento europeo, que pone las bases de la cultura de la Modernidad. Se desarrollan la Revolución Científica y el capitalismo mercantil.
  3. La «Revolución industrial» con su base energética fosilista. Resulta impulsada por la primera revolución tecnológica (en los años finales del siglo XVIII), aplicándose la energía contenida en el carbón, por medio de la máquina de vapor, al transporte (ferrocarriles, buques de vapor), la minería y la industria fabril. La base fosilista del capitalismo industrial supone una decisiva ruptura de límites en el uso energético (paso de una base energética de flujos a una de stocks), y hay que ponerla en conexión con el desarrollo de la ideología decimonónica del Progreso, transformada en la ideología del desarrollismo/ productivismo ya en el siglo XX.
  4. El paso al capitalismo fordista, a partir de los años veinte (del siglo XX) en EEUU, y en la posguerra de la segunda guerra mundial en Europa (los «treinta años gloriosos» de los que hablaba Jean Fourastié): base energética caracterizada por el petróleo y la electricidad, taylorismo, mecanización, producción y consumo de masas, regulación keynesiana de la economía, legislación social, desarrollo del Welfare State y –al final del periodo– introducción de mecanismos de protección ambiental. En España, nuestro particular desacoplamiento –con respecto al resto del mundo occidental– que resulta de la victoria de la sublevación fascista en 1939 se traduce en un ingreso más tardío en el capitalismo de tipo fordista: a partir de los años sesenta del siglo XX. Desde entonces se implanta el modelo socioeconómico cuyos pilares son la producción en serie, el consumo de masas y la obsolescencia programada de las mercancías, y van cobrando vigencia nuevos valores consumistas, frente a la sociedad tradicional que había apuntalado el franquismo.
  5. El periodo neoliberal/ neoconservador (posfordista) que se abre en los ochenta, y que simbólicamente viene marcado por el acceso al poder de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, y de Ronald Reagan en EEUU. Aquí se da otro momento de ruptura importante: cambio tecnológico (informática, telecomunicaciones, biotecnologías…), desregulación, mundialización de los mercados, retroceso del poder de los trabajadores, dominio creciente del capital financiero sobre el conjunto de la economía, «sociedad líquida», agudización de una crisis ecológica cada vez más fuera de control…

Los seres humanos de las sociedades ricas, desde los comienzos de la Revolución industrial, estamos viviendo un período histórico excepcional: una especie de “estado de excepción” histórico. Esta excepcionalidad se acentúa sobre todo después de ese giro dentro de la Revolución industrial que habitualmente se identifica como segunda revolución tecnológica (12) y comienzo de la fase fordista del capitalismo. En esta fase, las nuevas fuentes de energía, y los nuevos métodos de organización del trabajo, permiten ingresar en el estadio de la sociedad de producción y consumo de masas.

Pues bien, la ruptura socio-ecológica (en 1920-1950) asociada con la transición a la fase fordista del capitalismo resulta ser incluso más importante, en términos de impacto humano sobre la biosfera, que la que se dio con el comienzo de la Revolución industrial. Aunque no puedo ahora desarrollarlo por extenso, vale la pena reparar en fenómenos como los recogidos en el recuadro siguiente.

Ruptura socio-ecológica en la transición al capitalismo fordista

• En la primera mitad de los años cuarenta tienen lugar el desarrollo y empleo bélico de las armas nucleares; desde los años cincuenta se edificará, a partir de estos comienzos, una industria nuclear “civil” (entrecomillo porque la expresión constituye para mí una contradicción en los términos). Con el estallido de la primera bomba atómica empleada contra seres humanos (el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima) se inaugura una situación históricamente nueva, en la que la acumulación de un poder destructivo inimaginable pone en tela de juicio la supervivencia del ser humano como especie.

• Antes de 1950, la mayoría del dióxido de carbono que las actividades humanas expulsaban a la atmósfera procedía de la combustión de biomasa (madera, residuos vegetales, excrementos animales, etc). Después de esta fecha, en su mayor parte procede de la quema de combustibles fósiles.(13) Entre 1950 y 1990, las emisiones anuales de carbono pasaron de 1.620 a 5.941 millones de toneladas.(14) Entre 1990 y 2007 las emisiones aumentaron un impresionante 37% adicional.(15)

• En el período 1950-2000, el consumo mundial de energía primaria se multiplicó por cinco, posibilitando que durante el mismo período el PIB mundial se multiplicase por siete, la población humana por algo más de dos… y las emisiones de dióxido de carbono (el principal gas de “efecto invernadero”) casi por cinco.(16) El consumo anual de petróleo pasó de 3.800 millones de barriles en 1950 a 27.635 millones en 2000.(17)

• Se calcula que entre 1950 y 1990 los humanos hemos consumido el doble de energía que en toda la historia humana anterior; y entre 1940 y 1990, sólo los estadounidenses han consumido más recursos minerales y combustibles fósiles que todos los demás pueblos del mundo a lo largo de toda la historia humana anterior.(18) ¡Y en los dos decenios siguientes este consumo se disparó todavía más!

• El consumo mundial anual de metales se multiplicó por un factor superior a diez entre 1945 y 1990.(19) Entre 1955 y 2008 el número de automóviles en el mundo aumentó de 86 a 620 millones, y los viajes en avión se dispararon de 68 millones de personas en 1955 a más de 2.000 millones en 2005.(20)

• La producción industrial ha crecido 50 veces en los últimos cien años (1885-1985): pero 4/5 de ese crecimiento se han producido a partir de 1950, reseñaba en 1987 el informe Nuestro futuro común.(21) Entre 1950 y 2000, la producción industrial mundial se multiplicó por ocho.(22) La economía estadounidense de 2000 era mayor que la economía mundial de 1950; la economía japonesa en 2000 era mayor que la economía mundial en 1900.(23)

• Entre 1950 y 2000, la producción anual de pulpa de papel pasó de 12 millones de toneladas métricas a 171.(24)

• El periodo que consideramos, 1930-1950, tiene lugar la «revolución química» (petroquímica, organoclorados, etc.) que progresivamente va inundando la biosfera y nuestras vidas de decenas de miles de sustancias sintéticas. Un elemento importante (por su enorme impacto ambiental) de esa «revolución química» es la quimización de la agricultura: mientras que hasta 1950 aproximadamente el aumento de la producción agrícola procedía principalmente de la expansión de los terrenos de cultivo, a partir de esta fecha el factor fundamental son los insumos químicos. (25) Por ejemplo, en EEUU el uso de sustancias químicas agrícolas (insecticidas, herbicidas y fungicidas) aumentó en cerca del 500% entre 1950 y 1987.(26) Y el consumo mundial de abonos químicos pasó de solo 14 millones de toneladas en 1950 a 143 millones en 1990.(27)

En España, la gran intensificación fordista (que en los países más industrializados se implantó en 1920-1950 aproximadamente, según vimos antes) tuvo lugar aproximadamente en 1955-1975. El modelo industrial que se puso en marcha en aquellos años era el del capitalismo fordista clásico, con gran peso de la industria básica –cemento, acero, fertilizantes, automóvil–, escasísima eficiencia energética y ambiental, y poca atención dedicada al control de la contaminación. Un símbolo elocuente de este desarrollo –aunque no se cuenta entre los que nos sentimos más orgullosos de evocar– bien puede ser la generación de basura urbana: la producción de residuos sólidos urbanos (RSU) se multiplicó por cuatro entre 1960 y 1975, pasando de apenas 200 grs. por persona y día a cerca de 1 kg.(28) Este salto –la cuadruplicación de la basura– es el que separa a una sociedad “subdesarrollada” de una “desarrollada”, según la jerga dominante.

El tiempo disponible para actuar está menguando de forma dramática

«Estamos en la meseta turbulenta del pico del petróleo sobre la que han alertado muchos analistas. Y muy probablemente a punto de iniciar el declive global definitivo de petróleo (no solo del convencional, que empezó en 2005, sino también del no convencional y de todo tipo de líquidos similares al crudo). Es decir, la Crisis Energética mundial ya está aquí, el inicio del fin de la Era de los Combustibles Fósiles, el final de la energía abundante y barata para siempre, y todo ello irrumpirá con una fuerza inusitada en el futuro.» (29)

Hoy, en lo que hace al calentamiento climático y al cénit del petróleo y del gas natural, estamos en la cuenta atrás. (También en otras dimensiones de la crisis ecológico-social acaso menos visibles pero no menos peligrosas, como la hecatombe de diversidad biológica que también estamos causando.)

Una crisis de civilización

«Lo que entra en crisis es la civilización capitalista, cuya dinámica inherentemente expansiva choca con las constricciones naturales, afectando de esa manera las condiciones materiales que permiten la reproducción de la vida social. De ahí que la cuestión ecológica sea inmediatamente “social” en ese sentido básico y radical en un número creciente de partes del mundo. Y de ahí, también, que su elemento central sea la crisis ecológica contemplada como una “crisis del metabolismo” económico del capitalismo. La perspectiva que abre el concepto de metabolismo social está llamada a ocupar un lugar central en la comprensión de la situación actual. La visión histórica nos permite percibir el alcance de la crisis entendida en estos términos. Desde la revolución industrial la especie humana ha vivido de espaldas al funcionamiento de la biosfera. Con anterioridad las sociedades se organizaron en el plano material básicamente a partir de los recursos bióticos que les brindaba la fotosíntesis, circunstancia que las llevaba a seguir un modelo de desarrollo acorde con la naturaleza. El funcionamiento de la biosfera se aprovecha de una fuente prácticamente inagotable de energía, el flujo solar, «para enriquecer y movilizar de forma cerrada los stocks de materiales disponibles, organizando con ellos una cadena en la que todo es objeto de uso posterior» (José Manuel Naredo). La actividad en la civilización industrial, por el contrario, se apoya desde sus inicios en la extracción de materiales y energía fósil presentes en la corteza terrestre, en su transporte horizontal por todo el planeta, en su manejo y utilización sin llegar a devolverlos, finalmente, a su calidad originaria de recursos, rompiendo así con los ciclos y la utilización del Sol como fuente básica de energía. Todas estas transformaciones en el funcionamiento material de las sociedades supusieron, en el curso de muy poco tiempo, un cambio desde un metabolismo orgánico hacia un metabolismo industrial. […] Hoy, por un lado, la inminencia del denominado “pico” del petróleo refleja el agotamiento de los recursos fósiles y la necesidad de buscar una nueva matriz energética; la crisis climática, a su vez, refleja la incapacidad de absorción del volumen total de emisiones que genera la economía humana. Finalmente, la amenaza latente de una crisis alimentaria global estaría apuntando a la dificultad de que en un futuro exista un ajustado balance entre la producción de alimentos y las necesidades de la población mundial. […] La crisis en la que estamos no solo es financiera. Es una crisis más profunda de carácter ecosocial (o ecológico-social) que se agrava a medida que se violentan los límites de la naturaleza y se ahonda en la brecha de la desigualdad. Esta combinación de desigualdad, exclusión y deterioro ecológico empieza a ser contemplada por los expertos como la principal fuente de inseguridad y conflictos de las próximas décadas».(30)

Quizá el lector o lectora recuerde la revista Bulletin of the Atomic Scientists, fundada en EEUU por un grupo de físicos atómicos en 1947 (yo tuve el honor de entrevistar a uno de sus redactores, Len Ackland, de paso por Madrid en 1991, para la revista En pie de paz). Una característica de esta publicación es un reloj que aparece en su cabecera, que desde aquellos años iniciales de la guerra fría viene marcando los minutos que probablemente nos separan de un cataclismo nuclear, el cual correspondería a la medianoche. Desde 1947 el minutero cambió de posición 17 veces, con un mínimo de dos minutos en 1953, cuando EEUU y la URSS realizaron sus primeras pruebas con bombas de hidrógeno, y un máximo de 17 minutos en 1997. Pues bien, en el número de enero-febrero de 2007, el reloj, que marcaba 7 minutos desde 2002, se adelantó dejando la distancia a la medianoche en 5 minutos. Pero la novedad es que se trataba de la primera vez que el desplazamiento horario tenía lugar en relación con un suceso no nuclear: «Las armas nucleares», se leía en uno de los titulares, «todavía plantean la amenaza a la humanidad más poderosa, pero el cambio climático y las tecnologías emergentes han acelerado nuestra capacidad de autodestrucción ».(31)

Toda la información científica de que disponemos hoy confirma esa apreciación de los redactores del Bulletin. Cinco minutos antes de la medianoche: pero no por una guerra nuclear sino por la devastación equiparable que puede venir de la mano del calentamiento climático y el peak oil.

La red de científicos Global Carbon Project, como se sabe, vigila la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera. En otoño de 2009 advirtió: a finales del siglo XXI la temperatura promedio del planeta podría aumentar en seis grados centígrados, si continuamos emitiendo gases de efecto invernadero de forma descontrolada. En un mundo seis grados más caliente en promedio las zonas habitables para los seres humanos se reducirían drásticamente; la mayoría de la población humana del planeta se convertiría en excedente; las posibilidades de mantener una civilización compleja serían casi nulas.

Dennis Meadows, autor principal del informe al Club de Roma Los límites del crecimiento (1972), entrevistado en La Vanguardia el 30 de mayo de 2006 nos advertía: «Dentro de cincuenta años, la población mundial será inferior a la actual. Seguro. [Las causas serán] un declive del petróleo que comenzará en esta década, cambios climáticos… Descenderán los niveles de vida, y un tercio de la población mundial no podrá soportarlo.» De hecho, si la temperatura promedio aumenta en seis grados incluso esa espantosa previsión referida a un tercio de la población mundial será demasiado optimista.(32)

Solo entre 2000 y 2008 las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera aumentaron un 29%. En 2008-2009 la crisis económica ralentizó este crecimiento, pero el alivio ha durado poco: en 2010 las emisiones mundiales del principal gas de efecto invernadero volvieron a crecer con fuerza (un 5% respecto del año anterior), retomando la senda de incremento de 2000-2008.

Bienes comunes

Un clima estable, un abastecimiento energético suficiente y sostenible, o el adecuado suministro de crédito a una economía que haga las paces con la naturaleza son bienes comunes. La racionalidad (económica, ecológica, social) nos dice que los sistemas que garantizan estos bienes no pueden ser privados, ni gestionarse buscando el máximo beneficio para las minorías rentistas que nos han llevado al borde del abismo. Atendamos a la advertencia de Susan George: «Una economía capitalista conlleva la existencia del mercado, pero lo contrario no es verdad: todo depende de la clase de mercado de que se trate. El sueño neoliberal del “mercado autorregulado” se ha revelado finalmente como una pesadilla y una bestia mitológica […]. El debate no debería centrarse en decir sí o no al mercado sino más bien en qué artículos deberían ser comprados y vendidos a precios fijados con arreglo a la oferta y la demanda, y cuáles deberían ser considerados bienes y servicios comunes o públicos, cuyo precio tendría que fijarse en función de su utilidad social.

[…] Mi lista de bienes públicos o comunes comenzaría con uno que hace una década no aparecía: un clima adecuado para los seres humanos. Actualmente el clima es un bien común porque el bienestar de todos depende de él, lo cual no impide los intentos de convertirlo en un artículo rentable y comercializable por medio de permisos y compensaciones relativas a la contaminación. Se trata de un enfoque erróneo aunque solo sea porque el mercado presupone la existencia continuada de la mercancía comercializada, en este caso las emisiones de dióxido de carbono que es exactamente lo que hemos de eliminar.

[…] La siguiente lista, más convencional, de bienes públicos intentaría reparar el daño de décadas de privatización, e incluiría no solo puntos obvios como la salud, la educación y el agua sino también la energía, una buena parte de la investigación científica y los fármacos, aparte del crédito financiero y el sistema bancario.»(33)

Hoy, los poderes financieros e industriales que nos han llevado a ese violento choque contra los límites biofísicos del planeta que marca nuestra época están recomponiendo su dominio tras la fuerte conmoción de 2007-2009. Si lo consiguen, si la guerra de los ricos contra el mundo que llamamos neoliberalismo prosigue su curso como lo vino haciendo durante los tres decenios últimos, la repetición de las crisis está asegurada. Pero quizá en la siguiente gran crisis sistémica no tengamos ya ni el mínimo margen de maniobra necesario para llevar a cabo una transición no catastrófica. Como se ha dicho, acaso el capitalismo se recupere de esta crisis sistémica, pero entonces el mundo probablemente no podrá recuperarse ya de la siguiente crisis capitalista.

En el siglo XXI ¿las guerras del clima?

En un libro deslumbrante, Las guerras del clima. ¿Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI? (publicado por Katz en edición española en enero de 2011), el psicólogo social Harald Welzer, especializado en investigación sobre cómo las personas corrientes se convirtieron en protagonistas de las atrocidades del Holocausto, llama la atención sobre el incremento del número de conflictos ligados directa e indirectamente con el deterioro del clima común sin que nos demos cuenta desde el Norte (como en Darfur o Ruanda con la vista puesta en África subsahariana, el subcontinente indio o Centroamérica como zonas de alta vulnerabilidad climática).

Siguiendo Günter Anders, el prestigioso investigador alemán resalta la “ceguera ante el apocalipsis” de las sociedades industriales opulentas y su vana pretensión de exotizar la implosión tribal y violenta de cada vez más comunidades en todo el mundo (desde Bosnia a México) como si no pudieran pasar a un Occidente considerado inmune. Por ello, hay que fijarse en la creciente atención que merece el extraordinario riesgo de migraciones forzadas de un nivel desconocido en la Historia si empezamos a dar por realista un escenario de aumento de las temperaturas medias de +4°C en lugar del optimista que mantienen las potencias industriales de máximo +2°C. ¿Cómo responderán sociedades como las europeas y las estadounidenses ante flujos gigantescos de personas que huirán por necesidades de su lugar de origen porque se han vuelto inhabitables? Una instantánea de ello la suministra el testimonio atroz de las migraciones de personas centroamericanas vía México hacia los EEUU.

Desde la psicología social, Welzer apunta que no son precisamente las condiciones objetivas de una situación las que condicionan qué hará la gente sino la manera como éstas son percibidas. En este sentido, alerta de un riesgo colosal de reducción de buena parte de la Humanidad amenazada por el cambio climático a “parte sobrante de la especie”, ya que vive en áreas donde el aprovechamiento de bienes naturales y materias primas es irrelevante. Este proceso de mutación de la opinión pública en sociedades modernas como las europeas se experimentaría de forma “natural”, no traumática por parte de buena parte de la ciudadanía, justificada en las “necesidades” del momento y sin asumir la responsabilidad personal, tal como buena parte de Europa central colaboró con entusiasmo pero sin reconocerlo en el proyecto exterminista nazi respecto a los judíos y otras minorías. Esto sin tener en cuenta el riesgo de procesos autocatalíticos que lleven a la aceleración de las consecuencias sociales del colapso climático ya una escalada exponencial del nivel de violencia global.

El siglo XXI será, es ya, un siglo con muchos menos conflictos por motivos ideológicos que la centuria anterior pero con mucha más violencia ligada al acceso a los recursos naturales que escasean como nunca. La tentación de “radicalización” de las sociedades del Norte debido a la amenaza de su estatus que supone colaborar en la preservación del clima común, que necesariamente debe pasar por hacer la justicia climática reduciendo drásticamente y rápidamente el consumismo desaforado, se palpa cada vez más en la vieja Europa y en la joven Norteamérica en términos de aumento de populismos y xenofobia que revelan una extrema vulnerabilidad democrática interna. Paralelamente, la conciencia y la evaluación de la desigualdad de exposición a la vulnerabilidad climática empieza a ser asumida como un dato “natural” a partir de la cual cada gobierno del Sur debe intentar “negociar” ventajas, por ejemplo, en los fondos climáticos de emergencia. La soledad de Bolivia en Cancún resulta, en este sentido, sobrecogedora ante el retroceso experimentado respecto a la cumbre de Copenhague para el argumento de la “justicia climática” y la cohesión negociadora de la unión africana y los estados insulares gravemente amenazados Índico y el Pacífico.

Para los activistas de la justicia climática global, todo ello significa que, en definitiva, está en juego mucho más que la catástrofe climática real o el riesgo de apartheid planetario contra amplias capas de la Humanidad en el Sur: estaríamos ante el fin del proyecto moderno de un Occidente libre, democrático e ilustrado. Desde este punto de vista, después de la COP15 y la COP16 hay recentrar la percepción del cambio climático y sus alternativas de superación en términos de problema cultural, ligado no tanto a qué podemos hacer sino a cómo queremos vivir. En este sentido, habría dos orientaciones fundamentales a cultivar: evitar la irreversibilidad en las decisiones para garantizar la existencia permanente de sociedades abiertas, con posibilidades de disenso y diálogo entre posiciones diferenciadas, y ensanchar las oportunidades de participación popular directa a escala mundial y local. Porque preservar el clima exigirá la emergencia paralela de una ciudadanía democrática global y la recuperación o recreación de unas comunidades locales vivas y con capacidad de decisión y resistencia ante la globalización neoliberal y su detritus climático. Sin dejarse deslumbrar por los titulares del optimismo virtual de Cancún, este es el horizonte más prometedor que no hay que perder de vista, el verdadero legado de la eclosión y colaboración inédita de una multitud de iniciativas ecosociales alternativas en Copenhague.(34)

Aún no hemos aprendido a vivir en esta Tierra

Ken Booth emplea la imagen del Juicio final, en el sentido siguiente: «Un “juicio” es una situación en la que los seres humanos, como individuos o como colectividades, nos encontramos frente a frente con nuestras formas de pensar y de comportarnos arraigadas pero regresivas. Ante un juicio, tenemos que cambiar o pagar las consecuencias. Lo que llamo el “juicio final” es la manera que tiene la historia de ajustar cuentas con las formas de pensar y comportarse establecidas –y en mi opinión regresivas– de la sociedad humana a escala global».(35)

Estas formas de pensamiento y acción, a las que Booth se refiere, pueden cifrarse en:

  • cuatro mil años de patriarcado (la idea de que los varones son superiores y deben dominar la sociedad);
  • dos mil años de religiones proselitistas (la convicción de que nuestra fe es la verdadera y merece ser universalizada);
  • quinientos años de capitalismo (“un modo de producción de increíble éxito, pero que exige que haya perdedores además de triunfadores, siendo la naturaleza uno de los perdedores más destacados”);
  • unos trescientos años de estatismo-nacionalismo (el juego de la soberanía acoplado con el narcisismo nacional, que genera una política internacional concebida como lucha competitiva de unas naciones contra otras, en el contexto de la desconfianza humana y la institución de la guerra);
  • unos doscientos años de racismo (la ideología según la cual hay seres humanos superiores e inferiores, basada en diferencias biológicas menores);
  • y casi cien años de “democracia de consumo” que ha conducido a lo que J. K. Galbraith llamó una cultura de la satisfacción para los triunfadores dentro de cada sociedad y entre unas sociedades y otras, mientras que los perdedores viven en condiciones de opresión y explotación.

El juego histórico de estas ideologías e instituciones nos ha llevado a un mundo crecientemente disfuncional, donde cientos de millones de seres humanos, y la naturaleza, se encuentran cada vez peor.

Homo sapiens sapiens lleva/llevamos unos 200.000 años en este planeta; pero han bastado apenas siglo y medio de sociedad industrial –menos de una milésima parte de ese lapso temporal- para situarnos frente al abismo. Aún no hemos aprendido a vivir en esta Tierra.

«No hemos sabido afrontar el conflicto básico entre la finitud de la biosfera y unos modelos socioeconómicos en expansión continua, profundamente ineficientes, impulsados por un patrón de crecimiento indefinido».(36)

Con una simplificación que creo no traiciona a la realidad, cabe decir que la pregunta decisiva para los seres humanos sigue siendo la misma que hace cincuenta mil años: ¿dominio del fuerte sobre el débil, o cooperación entre iguales?

La economía capitalista, cáncer de la biosfera

Paul Hawken escribe que «actualmente estamos robando el futuro, vendiéndolo en el presente y denominándolo Producto Interior Bruto».(37) En realidad la situación es aún más cruda: estamos robando del futuro (destrucción de biodiversidad), del pasado (combustibles fósiles) y del presente (expoliación de recursos naturales y fuerza de trabajo mal pagada), y lo llamamos PIB.

En sociedades desiguales, donde una gran fracción de la riqueza y el poder se concentra en los estratos superiores, la preservación del statu quo absorbe casi todos los esfuerzos de estas capas, que harán lo posible y lo imposible por retener sus privilegios. Esto se aplica igual a las elites de las antiguas ciudades sumerias que a los banqueros de Wall Street. Solo las sociedades igualitarias pueden ser sustantivamente racionales (en un sentido histórico: aprender del pasado para anticipar y sortear con éxito los problemas del futuro).

¿El ser humano sería el cáncer de la biosfera? No. La economía capitalista –y particularmente el capitalismo financiarizado– es el cáncer de la biosfera. Mi maestro Manuel Sacristán lo formuló con claridad en uno de sus textos clave, la comunicación a las Jornadas de Ecología y Política de 1979: «No es posible conseguir mediante reformas que se convierta en amigo de la Tierra un sistema cuya dinámica esencial es la depredación creciente e irreversible».(38) O logramos poner fuera de juego la dinámica de acumulación ciega de capital, o quebramos el doble movimiento de endeudarse para crecer y crecer para pagar las deudas, o estamos perdidos.

¿Qué se puede hacer?

La extralimitación seguida de colapso no es un destino fatal para los grupos humanos. Por lo pronto ¿y si comenzáramos por prestar menos atención a las intimidades de la zarigüeya bizca del zoo de Leipzig,(39) o a las de Shakira en sus andanzas por Barcelona, y más a los asuntos serios –mortalmente serios– a los que hemos de hacer frente? ¿La “sociedad del conocimiento” es un patio de vecinos –o quizá solo de escuela– amplificado a escala global? ¿La World Wide Web es básicamente un espacio de cotilleo? ¿Preferimos flotar amnióticamente en la telerrealidad y la realidad virtual antes que coordinarnos para actuar juntos en la plaza pública? ¿Nos dedicamos al fútbol y a los chascarrillos eróticos en los bares, mientras se desmantela el sistema de protección social, los ricos siguen avanzando en su guerra de clases contra los pobres, y la crisis climática se agrava hasta lo irrecuperable?

El nivel de anestesia de las sociedades occidentales, y de la española en particular, roza lo alucinante. En febrero de 2011, interrogados por los encuestadores, más del 52% de nuestras conciudadanas y conciudadanos declaran su apoyo a las revoluciones democráticas de Túnez y Egipto y reclaman que España las respalde… pero en las concentraciones cívicas convocadas para pedir eso mismo en la Puerta del Sol de Madrid, capital del Reino –por ejemplo el 2 y el 9 de febrero de 2011–, apenas se reunieron 150 personas. La acción contra el cambio climático convocada en Madrid el 27 de noviembre de 2010 –¡en la antesala de la Cumbre de Cancún!– apenas reunió a dos docenas de activistas. Una pintada en las calles de Cáceres, en el invierno de 2010-2011, alertaba a los viandantes con grandes letras rojas: «¿No veis lo que está pasando? ¡Despertad!».

Sabemos desde hace mucho que las catástrofes sociales pueden desencadenarse en un lapso de apenas unos años. Ahora sabemos también que las peores catástrofes ecológicas –grandes cambios climáticos, por ejemplo– pueden ocurrir en un lapso de solo decenios. Estamos en la cuenta atrás.

Las sociedades humanas van a reajustarse a la biosfera, sí o sí. La idea de que podemos vivir haciendo caso omiso de las constricciones ecológicas y termodinámicas es nueva, apenas se ha abierto paso en los últimos doscientos años, el periodo de la Revolución industrial y de la expansión del capitalismo; es insensata; y tendrá una vida breve (en términos históricos). La opción es entre una transición ordenada –para la cual nos queda cada vez menos margen–, o un cambio descontrolado y catastrófico.(40)

Hoy, solo una indiferencia letal ante la suerte de los otros –el «contrato de indiferencia mutua» que teorizó Norman Geras– explica quizá que sigamos aceptando la siniestra definición de “normalidad” socialmente vigente, sobre todo en los países del Norte. Pero semejante indiferencia acaba volviéndose contra nosotros mismos: porque somos interdependientes y ecodependientes.

Volver a situar la acción sociopolítica colectiva en el centro

Vamos hacia un tiempo mucho más turbulento y doloroso de lo que ninguno de nosotros desearía. La única vía para minimizar los daños es un salto cualitativo en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado.

El doble impacto de las ofensivas neoliberales (1979 como fecha emblemática) y el fracaso de la experiencia soviética (1989, si hace falta ponerle fecha) pareció laminar el espacio para la política en sentido fuerte: las luchas por «una humanidad justa en una Tierra habitable».

Pero sin volver a situar la acción sociopolítica colectiva en el centro, sin reactivar esa política en sentido fuerte que es la de los movimientos sociales emancipatorios, no podemos confiar en evitar el desastre.

El mensaje de fondo del liberalismo/neoconservadurismo es: interioriza tu impotencia. Un gigantesco aparato de propaganda martillea sin cesar inculcando los contravalores siguientes: desconfianza en lo público, ineficacia de la acción colectiva, o eso que el marxista británico Norman Geras llamó «contrato de indiferencia mutua».(41) Y, en palabras de Mike Davis: «Hemos de reconocer que no hay soluciones realistas a la actual crisis planetaria. Ninguna. Una transición pronta y pacífica hacia una economía de bajas emisiones de carbono y a un capitalismo de estado racionalmente regulado no es, ahora mismo, más probable que la realización de un anarquismo barrial capaz de conectar espontáneamente y a escala planetaria las distintas comunidades. Quien se limite a hacer extrapolaciones a partir de la actual correlación de fuerzas, lo más probable es que llegue a un bárbaro equilibrio de triaje [selección en situación de catástrofe], fundado en la extinción de la parte más pobre de la humanidad.

Por mi parte, estoy convencido de que el socialismo/anarco-comunismo –el imperio del mundo del trabajo a escala planetaria– es nuestra única esperanza. Pero es condición epistemológicamente necesaria para que se produzca un debate estratégico y programático serio en la izquierda la elevación de la temperatura en las calles de todo el mundo. Sólo la resistencia puede despejar y aclarar el espacio conceptual que se precisa para sintetizar el significado de las utopías de pequeña escala y sin estado [como las que propugna Rebecca Solnit] con la grande, confusa y enlodada pero heroica herencia legada por dos siglos de luchas obreras y anticoloniales contra el imperio del capital».(42)

La invitación a trocear todos y cada uno de los asuntos que nos importan para dejar cada pedazo “en manos de especialistas” es, en nuestras sociedades, constante y pesada. (Y eso que sabemos que los supuestos especialistas, en el mejor de los casos, dominan parcelas de realidad cada vez más pequeñas, sin que existan las adecuadas instancias de recomposición de los saberes y las prácticas(43): ese es sin duda uno de los males mayores de nuestra época.) Pero ni la democracia puede ser asunto de políticos profesionalizados, ni la sostenibilidad cabe dejarla en manos de ecologistas e ingenieros ambientales: son los asuntos básicos donde nos va la vida, donde nos jugamos el todo por el todo; se trata de los que nos atañe a todos y todas. Tiene que ser objeto de una política avecindada con la ética y practicada desde la base.

Tomar nuestra vida en nuestras propias manos

Ya conocerán ustedes el viejo chiste –se ha recordado muchas veces– sobre los dos oficiales centroeuropeos en la primera guerra mundial. El alemán le dice al austriaco: la situación es seria, pero no desesperada. El austriaco le responde al alemán: la situación es desesperada, pero no es seria. Hoy, nuestra situación es a la vez seria y desesperada. Incluso el más somero examen a los ámbitos de lo ecológico, lo social, lo económico, lo energético, lo político, confirmaría la grave aseveración anterior.

Si ha de haber una salida a esta situación seria y desesperada, caminos hacia sociedades sostenibles, libres y justas, son –al menos parcialmente– los que indicaban en mayo y junio de 2011 los acampados en la madrileña Puerta del Sol, en la barcelonesa Plaza de Cataluña y en otras muchas plazas españolas: una política más allá de la falsa representación; una economía más allá de la plutocracia financiera y los mercados oligopólicos; una cultura más allá del marketing; un abastecimiento energético más allá de los combustibles fósiles y el uranio fisible; una sociedad que haga las paces con la naturaleza; una vida vivible.

Libertad e igualdad son los valores básicos que defiende con vigor el Movimiento del 15 de mayo. La fraternidad/solidaridad está también ahí, a partir de sus niveles más elementales: el redescubrimiento de la alegría de hacer cosas juntos, participar juntos, deliberar juntos, crear juntos, construir comunidad juntos.

El 14-15M es un grito, una intensa llamada de atención que las anestesiadas mayorías sociales de nuestros países harían mal en desoír. Entre las muchas cosas valiosas que nos dice ese grito, quiero llamar la atención sobre dos. La primera es su potencial de romper la letal ilusión de normalidad que todavía domina muchas conciencias: no estamos viviendo tiempos históricos “normales” (sea lo que fuere lo que la “normalidad” histórica pueda significar), sino excepcionales. La segunda es la fuerza con que ese grito nos espeta: estáis viviendo mal, estamos todos viviendo mal. Hemos de vivir de otra manera.

En España, durante los cuatro o cinco últimos lustros, se consolidó una pervertida idea del bienestar que lo equipara con el chalé adosado, los dos automóviles por familia, los electrodomésticos de último modelo, el apartamento en la playa… El simbolismo del Movimiento 15-M no puede ser más potente en ese sentido: lejos del bienestar jibarizado en consumismo privatista, lejos del chalé adosado y el apartamento en la playa, y plantemos nuestra precarias tiendas de campaña en el mismo centro de la plaza pública, que vuelve a convertirse en el ágora de las asambleas.

En Grecia también se acampó aquellos días, en la plaza de Síntagma. La Primera resolución de la asamblea general allí radicada comienza así: «Desde hace mucho tiempo se toman decisiones para nosotros pero sin nosotros. Somos trabajadores, parados, jubilados, jóvenes que hemos venido a la Plaza de Síntagma (Plaza de la Constitución) para luchar por nuestras vidas y por nuestro futuro. Estamos aquí porque sabemos que las soluciones a nuestros problemas pueden venir solo de nosotros mismos. Convocamos a todos los atenienses: trabajadores, parados y jóvenes a la plaza de Síntagma, e invitamos a toda la sociedad a que llene las plazas y a que coja su vida con sus propias manos…»(44)

Ahí estamos: tratando de tomar nuestra vida en nuestras propias manos, sin engañarnos acerca del titánico carácter de la tarea, y de la poquedad de las fuerzas disponibles.

 

NOTAS:

1 Entrevista con Sylvia Earle: «Sigo buceando en los océanos porque aún respiro», El País, 5 de octubre de 2010.

2 Me permito transcribir aquí una «carta al director» del diario El País que no me fue publicada: «En el oportuno y útil artículo de Claudi Pérez “La metamorfosis (económica) de ZP”, en El País del 1 de agosto de 2011, hay un momento en que el lector de izquierdas se queda muy dubitativo. Se afirma que, tras el giro copernicano de mayo de 2010, Zapatero abandonó un proyecto político «que coincide grosso modo con el de la socialdemocracia» para poner en marcha otro al dictado de los mercados. Pero el “primer ZP” anterior a ese giro nunca fue socialdemócrata, fue social-liberal (y el segundo neoliberal, eso no ofrece dudas). La socialdemocracia –de la que apenas quedan restos en España, en IU, los sindicatos y el movimiento 15- M– no se concibe sin redistribución económica y cultural a favor de los trabajadores, sin mayor fiscalización de las rentas del capital, sin un sector público fuerte, sin banca socializada, sin servicios públicos en expansión, sin reducción de las desigualdades. Confundir los avances en derechos civiles –como el matrimonio homosexual, tan valioso por otra parte– con socialdemocracia desdibuja los conceptos políticos, y por ello –fenómeno de los puntos de referencia cambiantes– impide percibir la derechización del discurso público y la sociedad».

3 Eric Toussaint, «Sobre deudas, rescates y el futuro del euro», intervención en la II Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista, Banyoles, 24 al 28 de agosto de 2011. El economista belga ha coordinado –junto con Damien Mollet— La dette ou la vie, Éditions Aden, Bruselas 2011.

4 M. Wackernagel et al., «Tracking the ecological overshoot of the human economy», Proceedings of the National Academy of Sciences, 9 de julio de 2002, pp. 9266-9271. De mucho interés también es la actualización del clásico informe al Club de Roma Los límites del crecimiento (originalmente publicado en 1972): D. H. Meadows, D. L. Meadows y J. Randers, Limits to Growth: The 30 Year Update, Chelsea Green Publishing, 2004.

5 Datos del Instituto para el Medio Ambiente y la Seguridad Humana de NNUU, UN-EHS por sus siglas en inglés.

6 En aguas de Papúa-Nueva Guinea, cuyo Gobierno ha otorgado una concesión durante 20 años a la empresa canadiense Nautilus Minerals para explotar un yacimiento de oro y cobre a más de 1.600 metros de profundidad. Los impactos de esta clase de prácticas tendrían que generar una inquietud enorme…

7 F. Savater, «Un hombre asombrado… y asombroso», El País, 30 de marzo de 2011.

8 J. L. Cebrián, «La tercera Gran Depresión», El País, 9 de enero de 2011.

9 Cebrián, ibid.

10 Su libro de 1989 Erdpolitik (segunda edición actualizada en 1990) se tradujo al castellano: E. U. von Weiszäcker, Política de la Tierra, Sistema, Madrid 1994.

11 Francisco Fernández Buey, «Crisis de civilización», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 105, CIP- Ecosocial,

Madrid, 2009, p. 45. Este número 105 de Papeles es monográfico sobre La(s) crisis: la civilización capitalista en la encrucijada.

12 Los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX inician la conmoción tecnológica y económica asociada con ese giro de la Revolución industrial a veces llamado segunda revolución tecnológica: aprovechamiento del petróleo como fuente de energía básica, uso generalizado de la energía eléctrica, desarrollo de la industria del automóvil y de la industria química. Globalmente, el uso mundial de energía inanimada comercial ascendía a aproximadamente 1.100 millones de megavatios- hora en 1860, a más de 4.000 millones en 1890, a 6.089 millones en 1900, 9.387 millones en 1910, 11.298 millones en 1920 y 13.054 millones en 1930 (puede consultarse al respecto la Historia económica de la población mundial del historiador Carlo Cipolla (Crítica, Barcelona, 1978).

13 W. C. Clark, «Ecología humana y cambios en el medio ambiente planetario», Revista Internacional de Ciencias Sociales,121 (UNESCO, septiembre de 1989), p. 346.

14 L. R. Brown et al., Vital Signs 1994, Norton, Nueva York/ Londres, 1994, p. 69.

15 Pasaron de 22.600 millones de toneladas de dióxido de carbono, a 31.000 millones. Cf. Worldwatch Institute, La situación

del mundo 2009, Icaria/CIP Ecosocial, Barcelona, 2009, p. 38.

16 M.Marzo, «Cambio climático y crecimiento», El País, 22 de febrero de 2011.

17 D. Meadows, J. Randers y D. Meadows, Los límites del crecimiento, 30 años después, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, p. 52.

18 Worldwatch Institute, La situación en el mundo 1991, p. 75.

19 D. Meadows, J. Randers y D. Meadows, Más allá de los límites del crecimiento, El País/ Aguilar, Madrid, 1992, p. 115.

20 Worldwatch Institute, La situación del mundo 2010, Icaria/CIP Ecosocial, Barcelona, 2010, p. 176.

21 Informe de la CMMAD Nuestro futuro común (“informe Brundtland”), Alianza, Madrid, 1988, p. 24.

22 D. Meadows, J. Randers y D. Meadows, op. cit., 2006, p. 50.

23 J. McNeill, Something New Under the Sun: An Ecological History of the 20th Century World, Penguin Books, Londres, 2000.

24 D. Meadows, J. Randers y D.s Meadows, op. cit., 2006, p. 53.

25 A. King y B. Schneider, La primera revolución global. Informe del Consejo al Club de Roma, Plaza y Janés, Barcelona, 1991, p. 73.

26 B. Commoner, En paz con el planeta, Crítica, Barcelona, p. 86.

27 L. R. Brown et al., Vital Signs 1994, p. 43.

28 Luego, en España pasamos de 323 kg. de RSU por habitante y año en 1990, a 556 kg. en 2007. Datos del OSE

(Observatorio de la Sostenibilidad en España), informe Sostenibilidad en España 2009 –Atlas, OSE/ Mundiprensa, Alcalá de Henares 2009, p. 115.

29 Ramón Fernández Durán, «Fin del cambio climático como vía para “Salvar todos juntos el planeta”», capítulo de La quiebra del capitalismo global 2000-2030 difundido como tiposcrito en 2010, p. 15.

30 Santiago Álvarez Cantalapiedra, «La civilización capitalista en la encrucijada», en el libro coordinado por él mismo, Convivir para perdurar. Conflictos ecosociales y sabidurías ecológicas, Icaria, Barcelona, 2011, p. 18-19, 21 y 35.

31 Lo recogía J. M. Sánchez-Ron: «Paradojas nucleares», El País, 16 de diciembre de 2007.

32 Una síntesis de lo que puede venir encima en R. Fernández Durán, La quiebra del capitalismo global 2000-2030.Preparándonos para el comienzo del colapso de la civilización industrial, Virus/ Libros en Acción, Madrid, 2011.

33 Susan George, Sus crisis, nuestras soluciones, Icaria, Barcelona 2010, p. 19.

34 Joan Buades, «El eco del caos climático emergente», publicado en Rebelión (www.rebelion.org), 13 de diciembre de 2010.

35 Ken Booth, «Cambiar las realidades globales: una teoría crítica para tiempos críticos», PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global, 109, CIP Ecosocial, Madrid, 2010, p. 12.

36 J. Ozcáriz et al., Cambio global España 2020-2050. El reto es actuar, Fundación General de la UCM/ Fundación CONAMA, Madrid, 2008, p. 18.

37 Citado en Worldwatch Institute, La situación del mundo 2010. Cambio cultural: del consumismo a la sostenibilidad, Icaria/CIP Ecosocial, Barcelona, 2010, p. 169.

38 Hoy en su compilación Pacifismo, ecología y política alternativa, Icaria, Barcelona 1987.

39 «La penetrante mirada de la zarigüeya bizca seduce a Hollywood», La Razón, 31 de enero de 2011.

40 La serie de informes España 2020-2050, una valiosa iniciativa que hemos de agradecer al CCEIM (Centro Complutense de Estudios e Información Medioambiental) y a la Fundación CONAMA, está dibujando para la sociedad española precisamente las posibilidades de “transición ordenada”: trayectorias técnicamente viables desde nuestro insostenible presente hacia una posible España –en el horizonte de 2050– que hubiera hecho las paces con la naturaleza. Pero mostrar la viabilidad técnica no es sino uno de los pasos necesarios. Mucho más importante resulta el acumular la fuerza sociopolítica suficiente para que esos cambios necesarios se vuelvan posibles.

41 La cosa viene a ser así: para sobrevivir moralmente en medio de la injusticia y la violencia que se producen todos los días y ante las que no hacemos nada, necesitamos reducir la disonancia cognitiva que ello genera. Norman Geras señala que no podemos aceptar nuestro comportamiento indiferente como moral o racional sino presuponiendo (falsamente, claro está) que existe una suerte de pacto o «contrato de indiferencia mutua» por el que cada uno renuncia a ser ayudado por los demás, a cambio de quedar aliviado de la obligación universal de ayudar. Así salvamos la buena imagen ética que tenemos de nosotros mismos…

42 Mike Davis, «Debate sobre el futuro del socialismo: necesitamos la elocuencia de la protesta callejera», Sin Permiso, 3 de mayo de 2009. El artículo de Solnit al que se refiere puede consultarse en:[http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2544].

43 Una interesante reflexión al respecto en B. Saint-Sernin, «La racionalidad científica a principios del siglo XXI», dentro de J. González (coord.), Filosofía y ciencias de la vida, UNAM/ FCE, México 2009, pp. 94 y ss.

44 Disponible en: http://real-democracy.gr

 

Por Jorge Riechmann, profesor titular de Filosofía Moral, UAM

 

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