El pasado ejercicio había recibido alrededor de 10 millones de euros en su cuenta corriente. El presidente ejecutivo de la multinacional británico-neerlandesa no paró ahí: «Haría mi trabajo de máximo directivo igual de bien si ganara memos. Tampoco lo haría mejor si ganara el doble. Los CEO no debemos estar motivados por el dinero». Y lanza una propuesta al aire: «La mayoría de las empresas creen que, si quieren tener el mejor CEO, tienen que ofrecerle el mejor salario. Pero deberían romper con esta forma de pensar».

Posiblemente el lector, a estas alturas, no esté dando crédito a estas líneas: ¿Qué pretende Polman? ¿Por qué tira piedras sobre su propio tejado? ¿Aprovechó la entrevista al Post para expiarse con el periodista? ¿Pretende dejar el mundanal ruido de la empresa y retirarse a algún lugar apartado a llevar una vida ascética y contemplativa? En absoluto. El presidente ejecutivo de Unilever está encantado donde está. Y lo cierto es que, aunque suene desopilante para quienes nos movemos torpemente por esas cifras estratosféricas, podría decirse que es un CEO austero, si lo comparamos con los máximos ejecutivos de otras multinacionales. Ahí tenemos a Lawrence J. Ellison, por ejemplo, de Oracle Corporation, con un salario de casi 80 millones de dólares anuales (unos 74 millones de euros) que hacen palidecer la asignación de su colega Polman, siete veces menor. Encabeza la lista de los CEO mejor pagados publicada por S&P500 hace un año en la que, por cierto, también está Rex W. Tillerson, el áulico secretario de Estado del equipo de Donald Trump, que en 2015, todavía al frente de la petrolera Exxon Mobil Corporation, se colocó en un «modesto» puesto 13 y se embolsó 28 millones de dólares. En nuestro país, la lista la encabezaron el año pasado Pablo Isla, de Inditex (12,17 millones de euros), Carlos de Palacio Orio, de Talgo (11,24) y Willie Walsh, de IAG (9,7), según la información que las compañías remitieron a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). Son unas cifras que llaman la atención dramáticamente si las contrastamos con el imparable aumento de la desigualdad. La brecha se ensanchó, entre 1980 y 2007, en un 135%. Hoy, en Estados Unidos, el 1% de la población controla el 23,5% de la riqueza.

En España, en 2008, justo antes del estallido financiero de Lehman Brothers que retumbó en todo el mundo, el 1% más rico de la población controlaba el 18,3% de la riqueza del país. A día de hoy, con el final de la crisis aún fuera de nuestro campo de visión, sabemos que el 20% de la población es el grupo que más renta ha perdido en esto años, según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística. El salario de los CEO, a nivel global, va a su aire: ha crecido un 1.000% en las últimas cuatro décadas, lo que supera por mucho al crecimiento de los precios de las acciones y, por supuesto, el sueldo del trabajador medio, que se ha estancado y, en algunos casos, incluso reducido. También hay que destacar que muchas empresas han visto mermados sus beneficios durante la crisis; pero los salarios de los CEO, una vez más, parecen blindados contra los devenires profanos del resto de los mortales.

No parece muy justificado, a la vista de los datos, que esto sea así. Veamos: la mayoría de los CEO en el mundo gana entre 50 y 100 veces más que un trabajador medio, según la publicación Harvard Business Review. La diferencia es aún mayor en Estados Unidos, donde el ratio entre la remuneración de un CEO y un empleado se dispara hasta los 350 a 1. La publicación resalta la importancia que tiene la marcha de un CEO sobre una empresa y todos los que trabajan en ella: según análisis histórico de 18.000 empresas durante 60 año, los efectos del papel de un CEO sobre el rendimiento de la empresa (la rentabilidad de las ventas, de los activos y el ratio precio-valor contable) han aumentado con el paso del tiempo, al menos en Estados Unidos. Por eso puede sonar lógico que quieran tener al mejor y más motivado, y por tanto al mejor pagado. Hacen una curiosa lectura: importan aún más los CEO ‘malos’ que los ‘buenos’, en el sentido de que una mala gestión puede tener consecuencias absolutamente desastrosas para una empresa. Ponen algunos ejemplos: «La avaricia de Jeffrey Skilling les costó 63.000 millones de dólares (unos 59.000 millones de euros) a los accionistas de Enron. Carly Fiorina provocó una caída del 50% del precio de las acciones de HP mientras despedía a miles de empleados, se pagaba generosamente a sí misma y recorría el mundo de conferencia en conferencia. La temeridad de Stan O´Neal hundió a Merril Lynch, pero aun así él se supo ir con 161,5 millones de dólares (unos 150 millones de euros) de indemnización». Dicho esto, incluso cuando los CEO se merecen los sueldos que perciben, eso no significa que la gente vaya a entenderlo ni aceptarlo.

Peter Drucker, el mayor filósofo y estudioso de la administración (también conocida como management) del siglo XX, definió a esta figura ejecutiva como «el enlace, en la empresa, entre el interior y el exterior; dentro siempre están los costes y fuera, los resultados». Decía también que la parte externa llevaba consigo el trato con los medios y la sociedad; la visibilidad de la compañía, al fin y al cabo. El austriaco calculó que pagar a los CEO más de 20 veces el sueldo medio tiene probabilidades de generar resentimiento y enfado entre los empleados y «ofende el sentido de justicia de muchos». Sugería que los CEO estadounidenses deberían ganar un millón de dólares (unos 902.300 euros) al año, esto es, justo el salario medio multiplicado por 20.

No sabemos si la teoría de Drucker es eficaz. ¿El motivo? Todavía no se ha llevado a la práctica.

Luis Meyer