La sentencia del TC se ha limitado a declarar la inconstitucionalidad de la medida por el procedimiento utilizado para aprobarla, mediante decreto-ley, sin entrar en el fondo del asunto, con lo que nos hemos quedado sin saber en qué medida y hasta qué punto las amnistías fiscales son compatibles con nuestra carta magna y, en todo caso, si lo son, qué condiciones deben cumplir, ya que no todas las amnistías fiscales son iguales.España tiene una larga historia de amnistías fiscales. No obstante, siempre ha rondado por encima de ellas la sombra de la inconstitucionalidad, y todas las formaciones políticas desde la oposición las han condenado y criticado, aunque también recurrieron a su aprobación cuando estuvieron en el gobierno.

El PSOE ha atacado con dureza al Gobierno de Rajoy por la que aprobó en 2012, incluso apelando al Constitucional, y cuando este la ha invalidado, anuncian que reprobaran al ministro de Hacienda. Pero dos años atrás, en 2010, Zapatero, ante las dificultades que se presentaban para financiar el déficit público, acarició la idea de una amnistía fiscal, materializada mediante la suscripción de una deuda pública especial a un tipo de interés muy reducido (tal vez negativo). En aquel entonces fue el PP el que se opuso, criticó al PSOE por la posible medida e impidió que se aprobase.Estos días, con motivo de la sentencia del TC, los medios de comunicación han intentado recordar las distintas amnistías, muchas veces no con demasiado acierto, más bien con bastante confusión e inexactitudes. Es curioso que ninguno haya recordado la de 1977, quizás la más importante y la que más justificación tiene. Desde luego, en este caso no se puede  hablar de inconstitucionalidad puesto que la carta magna aun no se había elaborado.

La Ley 50/1977, de medidas urgentes en materia fiscal, aprobada en la línea divisoria entre la dictadura y la democracia, cumplía una necesidad evidente, la de poner los primeros ladrillos de una futura reforma fiscal, ya que el sistema tributario que provenía del franquismo era profundamente injusto y resultaba obsoleto. Al mismo tiempo, esta Ley constituía una pieza importante de los Pactos de la Moncloa, contrapartida de las cesiones realizadas por sindicalistas y partidos de izquierda en materia social y laboral. Se establecía el delito fiscal, se levantaba el secreto bancario y se creaba el impuesto de patrimonio; con todo ello y con la reforma de la administración tributaria se pensaba atacar la herencia que dejaba la dictadura de enormes bolsas de fraude. Para conseguir este objetivo se creyó conveniente poner el reloj a cero. De ahí la amnistía fiscal con una naturaleza bifronte, por una parte se incentivaba a los defraudadores para que regularizaran su situación tributaria y, por otra, se permitía a las empresas actualizar sus balances, actualización que constituye también una especie de amnistía al eximir de tributación las ganancias de capital acumuladas como plusvalías. Cuando se enumeran las amnistías fiscales todo el mundo se olvida de las múltiples actualizaciones de balances que se han aprobado a lo largo de estos años.

Las medidas fiscales adoptadas por los gobiernos de UCD tuvieron, sin duda alguna, gran importancia. Fue un cambio sustancial, pero en ningún caso conviene magnificar sus efectos. La reforma resultó incompleta, sus criterios fueron tímidos, nada ambiciosos, y desató fuertes presiones en su contra por parte de los grupos de poder. La Asociación Española de la Banca Privada (AEB) se opuso desde el principio al levantamiento del secreto bancario, recurrió ante los tribunales las primeras actuaciones de la Hacienda Pública en esta materia y se negó a que las entidades financieras facilitaran los listados de las  retenciones practicadas en las rentas de capital. El fallo del Tribunal Supremo terminó dando la razón al Ministerio de Hacienda, pero para entonces ya habían pasado seis largos años durante los cuales el dinero negro vivió en total impunidad.

Cuando el partido socialista llega al poder en el año 1982 el panorama, por tanto, no era demasiado halagüeño. Todo el sistema financiero era fiscalmente opaco y las rentas de capital podían evadirse sin ninguna dificultad, por lo que se imponía como una de las primeras medidas la de elaborar una ley sobre la fiscalidad de los activos financieros. En un principio, su finalidad era más bien modesta. Se intentaba tan solo hacer efectiva, con una nueva redacción más estricta y menos ambigua, la obligación del levantamiento del secreto bancario que ya aparecía en la Ley de Medidas Urgentes de 1977, pero que no se estaba aplicando al estar recurrida por la AEB. Pero tan pronto como se comenzó a profundizar en el tema se advirtió la inutilidad de hacer transparentes determinados activos, como los depósitos bancarios, si se mantenían opacos los demás.

El fenómeno se venía observando tiempo atrás. Ante la eventualidad de que el poder judicial terminase dictaminando a favor de la Hacienda Pública, se fue creando toda clase de nuevos activos financieros con intereses implícitos, que recibían también el nombre de “al tirón” o “al descuento”, y que, al no estar sometidos a la obligación de retener, difícilmente el fisco podría exigir más tarde el listado de las retenciones. Se imponía, por tanto, una concepción de la ley mucho más amplia y ambiciosa, que hiciese fiscalmente transparente todo el sistema financiero y que no permitiese ningún escondrijo para el dinero negro.

Pocas leyes como esta fueron objeto de tantas presiones en su elaboración. Se trajo a colación la huida generalizada de capitales que se podía producir. Hay que tener en cuenta, desde luego, el punto de partida. Unos mercados financieros totalmente opacos, donde el dinero negro alcanzaba cifras astronómicas. Convertir de golpe en transparente todo el mercado podía desatar una ola de pánico y originar un cataclismo financiero. La primera solución que se barajó fue la de conceder una nueva amnistía fiscal. Sin embargo, la medida no se consideró indicada. La de 1977 estaba demasiado cerca y se corría el peligro de desprestigiar la lucha contra el fraude, al calar en la conciencia de la gente la idea de que cada cierto tiempo el Estado estaba dispuesto a practicar el “borrón y cuenta nueva”.

La opción elegida fue la gradualidad. Se hizo transparente todo el mercado con una sola excepción: los pagarés del Tesoro. Con ellos se concedía al dinero negro un refugio provisional, pero solo provisional. El Estado se reservaba el monopolio de su emisión, con lo que podía ir reduciendo la cantidad de estos activos en circulación por el simple procedimiento de renovar a su vencimiento únicamente el número que considerase adecuado, en función de una planificación que a medio o largo plazo determinase su total desaparición. Al ser la demanda superior a la oferta, el tipo de interés estaría penalizado, es decir, sería inferior al de otros activos similares. Esta menor rentabilidad tendría como contrapartida el privilegio fiscal de la opacidad.

El affaire de los pagarés del Tesoro constituye uno de los casos en los que se puede observar mejor cómo los poderes económicos manipulan a la opinión pública de la manera más descarada. Se comienza afirmando la imposibilidad de hacer transparente todo el sistema financiero. Se cantan los enormes males que pueden seguirse para la economía española de tales medidas, el pánico financiero y la huida de capitales que pueden generar; pero cuando se instrumenta una solución tal como los pagarés del Tesoro, arremeten contra ella porque en realidad no se desea ningún arreglo, sino la simple permanencia del dinero negro y que las entidades financieras puedan continuar beneficiándose de él. De ahí la confusión en la que se ha mantenido en este tema a la opinión pública y a la opinión publicada (alguno llega a confundirlos con los AFROS que en la práctica nunca existieron) y que todo el mundo lo recuerde como un caso de amnistía fiscal cuando en realidad no lo es.

En principio, no puede tomarse como un caso de amnistía fiscal porque en ningún momento a los poseedores de los pagarés del Tesoro se les liberaba frente a la Hacienda Pública de la obligación de declarar. Si la administración tributaria detectaba por otros medios el capital y los ingresos ocultados, el que estuviese invertido en pagarés del Tesoro no constituía ningún eximente. Se trataba simplemente de hacer transparente a efectos fiscales todo el sistema financiero de una manera gradual. El Estado tenía en su mano la velocidad con la que acometer esta operación, desde el momento en que controlaba la emisión y por lo tanto la renovación de los pagarés. La amnistía fiscal solo se produce cuando el dinero negro se blanquea sin que se le grave y sancione. El dinero invertido en los pagares continuaba siendo negro, por lo que en sentido estricto no se puede hablar de amnistía.

Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. El Gobierno no usó los pagarés del Tesoro como una forma gradual de terminar con el dinero negro, sino como una manera de financiar el déficit público. De manera que, pasados los años, los pagarés no habían desaparecido, ni siquiera su montante se había reducido. En 1991 el Tesoro creaba una deuda pública especial que podía ser adquirida por los tenedores de pagarés del Tesoro y por otros contribuyentes con dinero negro. La tenencia durante cinco años de dicha deuda implicaba el blanqueo de los recursos invertidos en ella. Es aquí cuando se produjo verdaderamente la amnistía fiscal. Además, la idea fue tan ingeniosa que el dinero negro blanqueado, en realidad fue mucho mayor que el nominal de la deuda suscrita. La teoría económica tuvo que comenzar a estudiar un nuevo multiplicador, el del fraude. Con una pequeña proporción de deuda especial se podía cubrir un fraude muy superior, porque no era probable que la inspección detectase la cantidad total defraudada por un sujeto pasivo en los diferentes impuestos. La deuda servía de comodín a aplicar no a la cantidad defraudada, sino a la detectada por Hacienda. Era un mero juego de probabilidades.

Lo más chusco en esta ocasión es que, quizás para limpiar la conciencia, en la tramitación de la ley, el grupo parlamentario socialista introdujo una enmienda en la que se establecía que nunca jamás se realizaría una nueva amnistía fiscal. Montoro propone ahora a las otras fuerzas políticas igual desatino. Prohibir la amnistía por ley es un sinsentido, además de algo totalmente inútil, puesto que una ley se modifica, como hemos podido comprobar, por otra ley y no será la primera vez que el mismo Gobierno haya modificado, sin ningún rubor, normas que previamente había dictado.

Esta enumeración estaría incompleta si no nos refiriésemos (la mayor parte de los medios de comunicación -por no decir la totalidad- no la nombra) a una clase de amnistía que en múltiples ocasiones ha sido establecida, pero que casi siempre ha pasado desapercibida. Me refiero a las regularizaciones de balances de empresas y sociedades, mediante las cuales se les condona la tributación por las plusvalías generadas en una serie de años o bien se las grava con un tipo muy inferior al que deberían tributar. Una parte de la plusvalía puede deberse a la inflación, pero otra es ganancia real y queda igualmente libre de gravamen. No podemos olvidarnos de que las grandes y pequeñas fortunas de este país tienen la inversión materializada de una o de otra forma en sociedades.

Si las amnistías más clásicas inciden sobre el dinero negro, blanqueándolo, en la regularización de balances actúan sobre recursos transparentes pero a los que se les exime de los gravámenes que según la normativa les corresponden. No deja de ser curioso que el PSOE que ha puesto el grito en el cielo y ha recurrido al TC la amnistía de 2012, no haya dicho nada de la actualización de balances de ese mismo año y, que yo recuerde, tampoco de la acometida en 1996.

Comprenderán por qué digo que es una pena que el TC se haya quedado solo en la forma (decreto ley) y no haya entrado en el fondo del asunto. En el convencimiento de que la tentación de aprobar una amnistía fiscal va a seguir rondando a los gobiernos (incluso puede ser que se aprueben por los que ahora se rasgan las vestiduras), sería conveniente saber hasta dónde pueden llegar sin contravenir directamente la carta magna.

Juan Francisco Martín Seco