El precio es a menudo utilizado como argumento para justificar la dificultad para acceder a este tipo de productos, pero no todos los alimentos ecológicos valen igual ni el conjunto de establecimientos los venden al mismo precio. No tiene nada que ver comprar fruta y verdura de temporada con llevarse unas salchichas de tofu o unas cortezas de lentejas. El coste de las primeras no tiene por qué ser más caro que el de un alimento equivalente producido en convencional. Mientras que el precio de un producto ‘bio’ altamente procesado nos puede subir, y mucho, el tique final de la compra.

El precio de una dieta saludable

Hay productos artesanos como yogures, mermeladas, zumos… que podemos pensar que tienen un importe excesivo, pero si buscamos su parecido en calidad en el súper, aunque no lleven la etiqueta de ecológico, su valor no será muy distinto. Otro factor a tener en cuenta es el lugar de compra. Hay supermercados “bio” y tiendas gourmet que se dirigen a un público con un alto poder adquisitivo y esto se refleja en la factura, pero otras tiendas de barrio pueden tener unos precios más ajustados, en especial en los frescos. También es posible adquirir fruta y verdura directamente al agricultor, en mercados de payés, con lo que evitaremos intermediarios. Y si obtenemos los productos en un grupo o cooperativa de consumo, que funciona con trabajo voluntario y compra a varios campesinos, su precio será más reducido.

Hay barrios donde hay tiendas ‘bio’ en cada esquina, mientras que en otros apenas encontramos alguna, y no es casualidad. El producto ecológico no tiene por qué ser caro, pero seguro que lo es más que uno de marca blanca o de inferior calidad. ¿Cuántos tomates saben hoy a tomate? Si alguien no llega a final de mes, y apenas puede pagar la luz y el alquiler, no podrá comprar un producto “bio” pero tampoco mantener una dieta saludable. Los estratos sociales más bajos y quienes más dificultades económicas padecen son aquellos que comen peor.

El otro problema que tenemos es que hemos desaprendido a comer y a valorar nutricionalmente lo que nos llevamos a la boca. Tal vez podríamos ahorrar comiendo bien, pero ¿quién sabe hacerlo? No dudamos en pagar lo que sea por un móvil de última generación o en cambiarnos la ropa cada temporada, mientras pensamos que tal vez “gastamos” demasiado en comida. Lo cierto es que comprar alimentos ecológicos y de calidad es una inversión en salud, pero la mayoría no lo ve así. De hecho, nuestra clase social determina lo que comemos. El perfil del consumidor “bio” es una persona con estudios superiores, que se cuida y se informa de lo que compra.

Democratización y transformación

Con la llegada de lo ecológico a la gran distribución, algunos hablan de “democratización” del sector, al ofrecer dicho producto a un precio inferior, a partir de la gestión de grandes cantidades. Sin embargo cuando hablamos de alimentos “bio” creo que tenemos que ir más allá de la etiqueta. Su valor no debería limitarse al hecho de no contener pesticidas químicos de síntesis sino a su capacidad de transformar el modelo agroindustrial dominante, y apostar por una producción, una distribución y un consumo más justo desde un punto de vista medioambiental y social. Lo que significa que además de ser “bio” sea local, campesino, que respete unas condiciones de trabajo dignas y para aquellos alimentos que vienen de lejos como el cacao, el café… que sea de comercio justo.

La “democratización” de lo “bio” difícilmente llegará con su comercialización a través del supermercado, la gran distribución no es motor de cambio ni de justicia. Al contrario, sus ingentes beneficios se basan en la explotación campesina, el abuso medioambiental, la injusticia comercial y el trabajo precario. Hacer accesible el producto ecológico a la mayoría pasa por la implicación activa de la administración. Con el consumo ecológico ganamos todos: nuestra salud, el planeta, la economía local, el campesinado. De aquí que las instituciones públicas tienen que asumir responsabilidades, apoyando al sector, facilitando su producción y distribución, incorporando en sus dependencias y comedores dicho producto, sancionando las malas prácticas de la agroindustria y los supermercados y proporcionando desde la escuela una educación nutricional de la que hoy carecemos.

La comida ‘bio’ no es cosa de pijos, es cosa de todos.

Artículo publicado inicialmente en elperiodico.com