De aquella trágica contienda nadie despertó tanta admiración como Margaretha Geertruida Zelle, nacida un 7 de agosto de 1876 en los Países Bajos y que el mundo conoce por su nombre artístico: Mata Hari. Su vida fue absolutamente novelesca. Se casó con un militar que conoció a través de un anuncio en el periódico y con él  viajó a Java. Allí nace su leyenda y el nombre que la acompañaría hasta el día de su muerte, también el aprendizaje de sus técnicas amatorias que volverían locos a los bigotudos hunos del káiser y a los oficiales republicanos franceses.

No se entendería aquella época del primer conflicto global sin “Ojo del día”; la traducción en idioma malayo de Mata Hari. Sus éxitos como bailarina exótica y excepcional amante son todavía contados en películas, novelas y series televisivas, y no me extrañaría que, con el centenario, su vida fuese llevada de nuevo a las pantallas o escrita por enésima vez. Ella dio un  halo romántico a la contienda y a las historias de espías. Tal vez el último, porque a partir de entonces las guerras serían más homicidas y horrendas, sobre todo para la población civil. Aquella guerra fue el inicio de las salvajadas contra los no combatientes, las masacres y los genocidios que ya no pararían. Las conflagraciones cambiaron para ser más universales, más crueles y más inútiles.

Hasta entonces solo las guerras de religión podían equiparse a las actuales, porque unos y otros, en nombre de sus iconos, sus deidades, sus mentiras y sus hogueras eran los más feroces y los más inhumanos, como si los dioses, al igual que los de los antiguos mayas, precisaran de sangre para demostrar su poder; siempre a través de ungidos a quienes gustaba y gusta convencer a sus fieles y a los crédulos con sus promesas de vida eterna, después de masacrar a los que no piensan como ellos.

A mí me gustaría especular que, en un imposible Paraíso, todas las deidades se pusieran de acuerdo en una creencia común y en una bondad universal que uniera y no dividiera a los pobres seres humanos, siempre mangoneados y utilizados por los representantes de esos dioses en la Tierra. Todos sentados alrededor de la palabra Paz y regocijándose con uno de los sensuales bailes de la Mata Harí.

Cuentan, que cuando fueron a arrestar a la bailarina espía, esta apareció desnuda repartiendo bombones entre sus captores y, aunque no le sirvió de gran cosa, por lo menos demostró sentido del humor y sensualidad y a buen seguro que los dioses, si hubiesen estado allí, hubieran sido más compasivos que los franceses. Tal era su encanto personal que antes de ser fusilada lanzó un emotivo beso de despedida a los  soldados que la estaban apuntando. De los doce disparos que surgieron del pelotón solo cuatro alcanzaron a la bella, uno de ellos, tal vez el más piadoso, en mitad del corazón. Al parecer la bailarina solamente era culpable de saber gozar con el amor.

Tal vez allá en cielo sepan aprovechar sus encantos y logre apaciguar la furia de los dioses y ordenen de una vez a sus clérigos, santones, verdugos y estudiosos que dejen en paz a los hombres; como diría un amigo mío: menos guerras santas y más estriptis pecaminosos.