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Esta vez, el retraso, ha tenido la grata excusa de la presentación de mi novela y la asistencia como espectador o participante en varios conciertos corales. En lo que se refiere a la primera justificación debo confesarles que, al placer de todo escritor de presentar al público sus criaturas, se añade  el encanto de que esta vez la protagonista de mi novela sea una mujer y quiero añadir: una gran mujer. Eulalia de Borbón, hija menor de Isabel II, hermana de Alfonso XII y tía del XIII, fue una intelectual progresista, partidaria del voto femenino, del divorcio, incluso del aborto.

La infanta vio como  su esposo Antonio de Orleans dilapidaba una de las mayores fortunas europeas, fruto de las herencias de los ducados  de Montpensier y de Galliera. Doña Eulalia terminó sus días en una pequeña villa de Irún (Villa Ataulfo) en una más que precaria situación. Hay que subrayar que el tal Antonio de Orleans, hermano de la reina María de las Mercedes e hijo del mencionado duque de Montpensier, no heredó el título, puesto que era privativo de los Orleans, pero sí una gran fortuna económica a la que se sumaba la del ducado italiano arriba mencionado. Antonio de Orleans nunca dio un palo al agua. Ni siquiera como teniente general de  húsares pegó un tiro, cuando tuvo ocasión de hacerlo, en la Guerra Hispano Americana, solicitó cobardemente la licencia militar a los  treinta y dos años. Sus logros comerciales, laborales o bursátiles se limitaron a llenar los bolsillos de sus amantes y a quemar su fortuna y la de su esposa. Murió arruinado y denunciado por sus propios hijos.

Todo lo expuesto viene a cuento por ese cúmulo de situaciones que se vienen dando dentro de la terrible crisis económica que nos acosa y preocupa. Cuando la cosa va bien, cuando se nada a favor de la corriente y entre cierta abundancia, podemos permitirnos de la existencia de personajes y personajillos que bajo el manto de caducos blasones o añejos armiños, pululen por las páginas de las revistas de cotilleo, en los programas basura de televisión o en las complacencias de la confiada sociedad, deseosa de tener un referente heroico y romántico. Pero en los momentos que nos tocan vivir resulta terrible, violento y punible que esos comediantes pretendan acrecentar fortunas y privilegios a espaldas del sufrimiento del Pueblo y por no hacer nada. Evidentemente, siempre habrá siervos incondicionales en cualquier lugar de la geografía mundial, dispuestos a explotar el mal llamado prestigio de esas gentes en beneficio propio; sin embargo, lo que duele, es que esta sumisión se haga con fondos públicos, por representantes públicos y para personajes institucionalmente comprometidos. Nada hay de romántico estar en la cola del paro; desgraciadamente, allí encontraremos a los verdaderos héroes del devenir diario.

Estamos habituados, aunque siguen sorprendiéndonos, que los dueños de las finanzas de esta aldea global se sigan beneficiando de los sudores ajenos; estamos condicionados por los mercados y hasta que no seamos capaces de sacarnos de encima el omnipresente poder del dinero, tendremos que aceptar sus consejos de administración y sus cuentas en suiza o en uno de esos paraísos fiscales tan de moda. También estamos curtidos en esos programas televisivos de ridícula exaltación de  apellidos y escenarios putañeros. Tampoco podemos evitar, por el momento, que tengan más exaltación el prevaricador o el estafador, que los hombres honestos. No obstante, aquellos que representan o que reflejan instituciones nada prácticas y poco efectivas, pero que otorgan tranquilidad y estabilidad política, deben tener sumo cuidado en no mezclarse ni lo más mínimo en tramas poco transparentes.

Diga lo que diga el himno de la Gran Bretaña, a la reina hay que salvarla y protegerla, pero Isabel de Inglaterra, una de las fortunas más grandes, debe contribuir con ese pueblo que la ensalza y la quiere y no únicamente levantando su enguantada mano en los desfiles. Lo mismo ocurre con otras casas reales, vestigios de un tiempo que ya no les corresponde y que, sin embargo, la voluntad popular – no la divina- les sigue manteniendo en su poltrona.

Quiero contarles que, caballerosamente, la II República Española, devolvió a la exiliada Victoria de Battenberg, esposa de Alfonso XIII, su fabulosa colección de joyas. Aquel gesto la libró de la miseria puesto que su esposo dilapidó la considerable fortuna que se llevó de España. Las monterías, tanto las galanas como las cinegéticas, fueron la perdición de aquel rey, autor de guiones de películas pornográficas de la productora de los hermanos Baños de Barcelona y, según sus palabras al estallar nuestra guerra incivil, “falangista de primera hora”. Cuentan los cronistas de la época, que el día de su partida al exilio el rey permaneció sereno y tranquilo. Partió de incognito, en dos coches, conduciendo él mismo su Duesenberg, con la mínima compañía y dejando a la familia real en Palacio. Salió por la puerta sur, camino del puente de Toledo, antes de tomar el portante tuvo unas palabras para la Chata, ya muy anciana y hermana mayor de “mi” Eulalia: “Decidle a tía Isabel que no se preocupe por dinero ni por nada. Yo cuidaré de ella”. Tampoco cumpliría esa promesa.

Aunque supuestamente elegidos por la mano de Dios o del destino, desde que el mundo es mundo, los poderosos siguen demasiado ligados a lo terreno. Esa invisible capa de ostentosidad y superioridad prevalece solo para establecer diferencias que fueron ya abolidas por la Revolución Francesa que consagró la igualdad de los Derechos del Hombre. Lo saben y recurren a proveerse de algunos ahorrillos para satisfacer sus deseos terrenales; muy humano, aceptable y lógico, siempre que la factura la paguen ellos.