Dejar los veinte nos enfrenta con la madurez, aunque sigamos presumiendo y actuando como adolescentes. Más duele abandonar los treinta, cuando descubrimos que el tiempo ha pasado y todavía tenemos pendiente encontrar un buen trabajo y que la imagen que nos devuelve el espejo ya no es la de un héroe mitológico y que, tal vez, alguien nos este llamando papá sin todavía haber olvidado aquel septiembre en que nos llamaban: niños.

Llegar al cuarto guarismo representa casi un drama, nos agarramos a todo aquello que vamos perdiendo, desde el pelo hasta la cintura… o tal vez más abajo. Es la decena de las prisas. Prisas por alcanzar un nivel social, por mantener una apariencia joven, por disfrutar de todo aquello que nos negó la década anterior y no supimos ver en las otras. Y llega la quinta etapa de nuestras vidas y entonces empezamos a encontrar la esencia o deberíamos hacerlo.

A todas y todos esos que hemos pasado de los cincuenta, sesenta o setenta, enhorabuena. Porque empezamos a ser, en verdad, libres. Claro que esto no significa la ausencia de pesares y de preocupaciones; eso está implícito en la condición humana. Tampoco nos libera de la dependencia económica, sobre todo con el empeño del gobierno de insultarnos con las irrisorias subidas de pensiones. No obstante, ha llegado el momento de empezar a ser nosotros mismos. Podemos seguir teniendo ilusiones: podemos criticar a los depredadores sociales con conocimiento de causa y hasta negarles nuestro voto. Podemos reírnos de nuestra calva, porque ya no es una batalla perdida, sino un símbolo de haber luchado. Podemos decirle al jefe lo que pensamos, porque ya es tarde para un ascenso y porque ya le conocemos demasiado. Podemos cuidar y venerar a nuestros amores porque es lo que tenemos.

A estas generaciones que hemos alcanzado estas décadas gloriosas las llamo la juventud encantada, porque estamos bajo un sortilegio que nos permite vivir con la dignidad del sabio. Otra cosa es que sepamos hacerlo y por el contrario entremos en una nueva adolescencia temerosa y acomplejada. Pero si son capaces de descubrir que ya no les preocupa el qué dirán, el caer bien a todo el mundo, que ya no sienten los agobios de la juventud y que pueden rechazar la sumisión y el peloteo sin parpadear, sepan que han sido hechizados y pertenecen a ese nuevo grupo. Ni tercera edad, ni chicas de oro, ni abuelos Cebolleta. Somos jóvenes encantados con nuestra madurez, somos dragones mágicos.

Enseñen a sus hijos a pensar así, estarán menos agobiados por el cambio de dígito; al fin y al cabo y a pesar de ser ya nosotros jóvenes encantados, a muchos de esos jóvenes todavía les mantenemos o les ayudamos. ¡Qué haría sin nosotros, la juventud desencantada!