mujicaSentado en una silla de hierro, tan solo aguarda, en silencio y cruzado de brazos, a que los visitantes que avanzan por el camino de tierra lo descubran. Él ya los ha visto antes.

Habrá muchos que bruscamente se hayan detenido, asombrados, antes de redirigir sus pasos hacia el jardín silvestre en el que Mujica espera. Es la antesala de su casa, de un solo piso y con techo de zinc, que está a unos metros de distancia. Para llegar hasta aquí es preciso abandonar la ciudad de Montevideo y conducir por una larga carretera que se desdibuja al fondo, en la planicie del horizonte. Un desvío que podría antojarse arbitrario se adentra en una calzada rodeada de cultivos y con algunos cobertizos desparramados por la pampa uruguaya. En un giro, la ruta deja de estar asfaltada. Parece jugar al despiste con sus bifurcaciones.

El tramo final del sendero de tierra muere ante una caseta minúscula de policía. Solo hay un oficial, que se mueve inquieto alrededor de su coche. Enfrente, una tranquera abierta deja ver a su izquierda prendas de ropa colgadas entre un poste y un árbol. El visitante avanza preguntándose si esa toalla será de él, cuando el presidente de la República Oriental del Uruguay se deja ver del otro lado.

Redistribución

Mujica saluda con cierta reserva y responde despacio sobre los desafíos en su mandato. «Nosotros llegamos al Gobierno en el marco de un larguísimo proceso», asegura con voz pausada. «La gran preocupación central desde el punto de vista inmediato, no la única, era contribuir a crear una sociedad un poco más justa de la que teníamos. Es decir, con mejor redistribución del ingreso y con mejor reparto social, y no porque eso fuese una concesión final. Era una herramienta imprescindible para otros cambios que el porvenir irá definiendo».

Bajo esa premisa, el Gobierno de Mujica ha mejorado los principales indicadores sociales, que sitúan a su país entre los menos desiguales de América Latina. Con una de las tasas de desocupación más bajas de las que se tenga registro, Uruguay es la nación con menor porcentaje de pobreza (7,8 % de la población) e indigencia (0,3 %) en la región.

Para llevar su proyecto a cabo, el Ejecutivo ha tenido que recurrir, entre otras prioridades, a la inversión extranjera. «Sí, el Gobierno les da ventajas», reconoce Mujica. «No quiere caer Uruguay en el síndrome de perro del hortelano. Si yo no hago para que el otro coma, yo tampoco como. Cuando nosotros llegamos al Gobierno, teníamos más del 20% de gente desocupada y lo que nos pedían era trabajo, ni siquiera salario. Entonces peleamos por una política de favorecer toda la inversión. Esa es la contradicción que se nos creó».

Aunque en sectores más duros ha caído como una traición la entrada al país de papeleras y empresas sojeras, Mujica sostiene que con el tiempo han podido volverse más selectivos. «Ahora le damos ventaja a quienes medimos que nos convienen más. Y, al que no nos conviene, no le damos ventaja ninguna. Elegimos según las repercusiones sociales que pueda tener. Por ejemplo, si nos aporta una tecnología que no conocemos o si nos ayuda a solucionar un problema que nosotros no podemos resolver».

La revista The Economist eligió en 2013 a Uruguay como el país del año, pero no por sus avances económicos, sino por las medidas sociales que colocaban al país más pequeño de América del Sur en la vanguardia política y, sobre todo, por el presidente tan original que las proponía.

Narcotráfico

La legalización de la marihuana, por ejemplo, situó a Uruguay en todas las portadas del mundo. «La política represiva crea un monopolio clandestino que ¿quiénes lo usufructúan? Los que se arriesgan, naturalmente», razona Mujica. «A mayor riesgo, más tasa de ganancias. El fenómeno del narcotráfico lo tenés que ver como un fenómeno de mercado: es un mercado monopólico con los que tienen el coraje de violar todo: por lo tanto, tienen una tasa de ganancias fabulosa».

Eso conlleva un riesgo para el propio Gobierno, porque el narcotráfico dispara dinero para corromper todo. «Te compra el Estado, te compra acá, te compra allá, y si no te puede comprar, te amenaza, y si no, te ejecuta. Es una lógica infernal, que decía Einstein: ‘Si tú quieres cambiar, no puedes hacer lo mismo’. No sé si la política que vamos a llevar en Uruguay es efectiva, lo que tengo claro es que no funciona la política que veníamos trayendo, reprimiendo y reprimiendo, con cada vez más presos y gastando más plata».

Mujica se acerca y sonríe. «Hace 100 años acá se vendía la cocaína en las farmacias. Venía de Alemania perfectamente refinada y se vendía oficialmente. Teníamos un famoso poeta, Julio Herrera y Reissig, que escribía poemas y vivía en una torre de marfil. Se daba a la papa [patata] y compraba la cocaína en la farmacia, y era de espléndida calidad. Y no pasaba nada».

La justicia del poder

Mujica inauguró hace unas semanas una clínica en una de las cárceles en la que fue torturado. Tiende a esquivar el relato sobre los horrores por los que pasó y también evita cualquier evocación de sus emociones que lo haga traspasar los recuerdos pautados para llegar a reminiscencias prohibidas. Así que sobrevuela, sin detenerse, una época en la que lo que soportó es difícil materializarlo en palabras.

En una ocasión sí que se refirió a este periodo innombrable. Fue en el libro Mujica, una biografía pionera publicada en 1999 por el periodista uruguayo Miguel Ángel Campodónico: «Yo no soy afecto a hablar de la tortura y de lo mal que lo pasé. Incluso me da un poco de bronca, porque he visto que a veces ha habido una especie de carrera medida con un torturómetro. Gente que se complace en repetir ‘¡ah, qué mal la pasé!’. Y lo que yo digo es que la pasé mal (…) por falta de velocidad, por eso me agarraban. Si hubiera sido más veloz, no me agarraban. En definitiva, la vida biológica está llena de trampas tan inconmensurables, tan trágicas, tan dolorosas, que lo que me pasó a mí fue una pavada».

Mujica se integró en los años 60 en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). Lo apresaron cuatro veces y consiguió fugarse dos. En total, estuvo encerrado casi quince años de su vida. En una de ellas, consiguió escapar junto con otros 110 hombres en una hazaña fascinante que llamaron con alegre sinceridad «el abuso». La última vez que lo apresaron fue en 1972, cuando las fuerzas militares lo tomaron como rehén. Pasó toda una década en un calabozo bajo tierra. El país cayó en dictadura y volvió a renacer en democracia. Era ya 1985 y Mujica, que había sido detenido con 37 años, volvía a la vida con 50.

El Jefe de Estado uruguayo descarta entre bromas que pueda tener una sirvienta en casa. «Yo soy veterano, tengo que orinar tres o cuatro veces a la noche y no me podría levantar a la noche en calzoncillos como hago ahora», comenta risueño. Su incontinencia viene de aquellos años preso, en las que fue sometido a las peores torturas que pueda elucubrar una mente con buena imaginación. El resto del tiempo vivía en condiciones tan infrahumanas que, para no perder el juicio, hablaba con ranas y hormigas. A un paso estuvo de la locura.

Su compañera —tal y como él la llama aunque estén casados desde 2005— es la senadora Lucía Topolansky, a la que conoció en sus años de militancia. Ella también pasó 13 años en prisión. «El Pepe», como lo llaman sus coterráneos, tiene hoy seis cicatrices de bala en el cuerpo y un solo riñón. Y defiende que basta con saber la verdad de los enjuiciados por delitos de lesa humanidad antes que recurrir al castigo en prisión. A él le interesa ganar gente, incluso la que rodea al procesado.

Con tremenda experiencia, con las heridas que arrastra aunque las calle, él sostiene: «Yo no creo en la justicia en el sentido etéreo. Para mí, la justicia es una vieja a la que pintamos con dos platillos y que está ahí, supuestamente neutral, pero no, porque siempre se inclina para el que es más fuerte en la sociedad en la que se vive. La justicia está teñida siempre del punto de vista y de los intereses de la clase más fuerte que está dominando en ese momento. Los hombres no podemos ser justos en ese sentido que parece perfecto, de equilibrio. Siempre tomamos parte hasta mancharnos, aunque no nos demos cuenta».

Por eso, continúa, el hombre tuvo que crear la justicia como institución. «Ahora, yo soy un luchador social. Lo que me interesa es el poder, la lucha por el poder. Y el poder es ganar la voluntad de la gente. Cada torturador, en su época, cumplía una función. Si no era él, el asesino hubiera sido otro, porque él estaba cumpliendo una función represiva de la sociedad en ese momento. Para mí, lo fundamental es multiplicar la fuerza, porque lucho no por la justicia, sino por el poder de los que no tienen poder, que son los más débiles».

En 1989, los tupamaros pasaron a integrar el Frente Amplio con el nombre de Movimiento de Participación Popular (MPP). En 1994, Mujica se convirtió en el primer guerrillero en ser diputado nacional. Cinco años más tarde fue senador. En 2004, el MPP fue la fuerza más votada dentro del Frente Amplio y el presidente Tabaré Vázquez nombró a Mujica ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca.

Hace cinco años, Mujica llegó a la presidencia de Uruguay con una serie de principios y conductas que no tenían parangón hasta entonces y que siguen sin tenerlo. Pese a la repercusión mediática de su estilo de vida, no hace bandera de sus elecciones y se espanta del dispendio que ha visto en sus viajes al exterior. «Yo siempre digo: ‘déjame vivir sencillo, con poca cosa, que van a decir que soy pobre, pero mi definición es la de Séneca: Pobre es el que necesita mucho’. Porque si precisas mucho, no te alcanza nada».

El poder confuso

«Las repúblicas vinieron y aparecieron en el mundo para suscribir que los hombres somos iguales. Y fue una bofetada a las monarquías y al origen de sangre azul de la nobleza. Pero ¿qué pasa? Se nos están colando adentro, de contrabando e institucionalmente, usos y costumbres que son más propios de la monarquía que de la república. Entonces los gobernantes se confunden y entran a vivir como la minoría privilegiada y no como vive la mayoría de la sociedad. Y crean una distancia con el común de la gente, y la gente termina no creyendo. Y esta es la peor enfermedad que puede tener una sociedad: no creer».

Mujica también opina sobre la irrupción de Podemos en las estructuras políticas e institucionales de España. «Vinieron a verme los muchachos, hace poco», rememora con lentitud. «Son un grito de alerta en el mundo contemporáneo. La primera bandera que están levantando con éxito político es la honradez, no ser corrupto, ser de derecho. Eso tendría que ser lo normal. Pero cuando se transforma en una bandera de carácter decisivo, es porque el sistema político está enfermo. Ha perdido una credibilidad enorme ante la gente».

Él, que abandonará el Ejecutivo con el 65% de aprobación popular, afirma que su forma de vivir es por la libertad. Y ello implica no claudicar en principios. «Lo que pasa es que en la tarea del gobernar estás obligado permanentemente a cosas que no tienen que ver con los principios, sino con los intereses de la gente. Estás tironeado y esclavizado por todas partes. La sociedad no tiene nada de poético, la sociedad es demandante por todas partes. A veces, con muchísima justicia y, otras, no tanto. Y te lo tienes que bancar, y tienes que lidiar con eso».

En todo caso, él no se considera imprescindible. «La lucha es colectiva, dura mucho tiempo y va más allá de la vida de un hombre. El mejor dirigente no es el que hace más, sino el que deja una barra que lo suplante con ventaja. La historia no la hacen los grandes hombres, la hacen las grandes causas. Y esa función es siempre colectiva».

A Mujica le quedan dos meses de Gobierno. Después se relegará a un plano tan discreto como pueda serlo desde el Senado. Desde allí, liderará al Frente Amplio, que le llevó al poder y que ahora volvió a confiar en Tabaré Vázquez para seguir en el Ejecutivo por tercera vez consecutiva.

Cuando oye la pregunta sobre su sucesor, Mujica cruza los brazos y se reclina sobre el respaldo de la silla. «Somos compañeros de la misma fuerza política. Vázquez va a ser mi presidente y yo fui el presidente de él», dice prudente. Mujica brinda su silencio como una cortesía elegante y, al final, concluye: «Seguramente él, que es oncólogo, le va a dar una importancia inevitable a la medicina». Y añade con picardía: «Y yo soy un luchador social. Me gusta estar en el mundo pobre. Es donde está mi gente, mi epidermis y mi sentido de pertenencia».

Mujica no volverá a ser presidente y no lo echará de menos. «Es vanidad», dice. Pero Uruguay no olvidará jamás que tuvo a un gobernante que fue observado y caricaturizado a veces con curiosidad, las menos con alevosía, las más con una mezcla de admiración e incredulidad. En realidad, y al margen de las definiciones que trataron de encasillarlo —y de las que él consiguió escapar—, será por siempre un presidente inolvidable. Para su país y para el resto del mundo.

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