Hoy lo observa una vez más subido al batobus. Le gusta exprimir los días surcando, bajo la luz rojiza del atardecer, aguas que ya le son amables. No siempre fue así. Su amor por ella no fue anterior a su conocimiento.

Su primera imagen provocó en él un post gusto agridulce como el que deja en el paladar un mal café. Fue breve su segundo encuentro. El deseaba conocerla. Ella lo esperaba. Pero la fugacidad del tiempo, tan sólo dejo en su recuerdo una indiferente fotografía a los pies de una extraordinaria torre, maravilla de la arquitectura del mundo.

Se prometió retomar el contacto. Regresó y no la halló entre las calles y los artistas del barrio latino. Quería descubrir porque todos y no él, hablaban de su magia y su belleza. Años más tarde rehizo sus maletas y emprendió camino sin tiempo. Llegó recién estrenada la noche, ató sus cómodos zapatos, se aferró a su suave chaqueta, asió la mano a su corazón y se encaminó a los pies
de la gran obra metálica.

El paseo desde Montparnase fue tranquilo, sin ciudadanos apresurados, con calles entre luces y sombras. Conducido por el haz de luz alcanzó el objetivo. Al llegar un submundo de vendedores, jóvenes de fiesta y turistas lo recibieron. Imbuido por su creencia en el descubrimiento de la esencia de su belleza, suspiro ante este primer fotograma inesperado y lejano a sus expectativas.

Tras el desencuentro, vuelta al hotel con la mente en blanco. Sueño profundo. Despertar sereno. Pasos en la mañana hacia una nueva cita. Puentes, Saint Michelle, Notre Dame, Louvre, Arco del Triunfo, Campos Elíseos, calles y cabarets… Así la busco. Imponente belleza observaba a su paso acompañada de ciento, de millones de intrahistorias imposibles de asimilar.

Pero despacio, día a día, reorganizó sus gafas de ver la vida. Dejo a un lado sus prejuicios, sus costumbres y recelos; sin hostilidad mantuvo sus ojos bien abiertos a cada detalle. Fue entonces cuando su atractivo lo conquistó. Sólo entonces fue consciente de las dos orillas del Sena. No era una hermosura común lo que por fin se había hecho visible, tangible, real. Había resuelto el enigma, había descubierto porque tantos la amaban: por su verdad.

Desde ese día, siempre a la misma hora, le gustaba tomar el batobus. Siempre, a la misma hora, en ese atardecer de azul y rojo intenso, amaba pasear por las orillas del Sena. Tomaba el billete entero y lo agotada de principio a fin. No dejaba de observar a los viajeros, diferentes cada día, pero con la misma búsqueda infinita de libertad. En una orilla la majestuosidad del Louvre y sus incontables tesoros. En la otra tres fronteras invisibles separando a inmigrantes alineados esperando un café con bocadillo, jóvenes charlando con sus refrescos y bebidas en busca de una noche de diversión y turistas degustando el sabor de sus vacaciones.

Había llegado hacía unos años, solamente quería descubrir las escaleras
intensas, las calles plagadas de vanguardia, los cabarets singulares y los pintores de Montparnase y no los hallo hasta que descubrió la vida a orillas del gran río. París conquista despacio, sin prisa, penetra en las entrañas hasta invadirlas. Su exceso de grandeza, de contrastes, de amabilidad, de sonrisas, de paso sereno en sus ciudadanos,… atrapa.

Infinitas obras de arte, calles de comercios con artículos de precios imposibles, coquetos cafés donde Voltaire o Picasso reflexionaron sobre la vida, inmigrantes que han encontrado un futuro, otros que lo intentan, turistas que suben y bajan, seres que se fotografían a cada paso…

Hoy como cada tarde en París, en el populoso barco exprime el atardecer. Contempla las dos orillas del Sena, las tres filas de nuevo se reproducen: quien busca futuro, quien lo emprende, quien lo sosiega. Sus ojos se enamorarán de nuevo de la verdad que seduce desnuda de trampas.
Mañana marchará a su realidad, pero desde que comprendió la esencia, belleza y el amor que emana este lugar, cada estío no falta a la cita con ella.

Un éxodo siempre aporta sensaciones encontradas al viajero. Un viaje siempre es una catarsis extraordinaria para saber que tenemos y queremos.
Siempre en las dos orillas del Sena hallaremos historia y un aluvión de grandes e interesantes intrahistorias.

Siempre nos quedará esta ciudad que conquista sin saberlo desde el primer encuentro por su tiempo sin tiempo, sus puentes y su único cielo azul.

Siempre nos quedará París.