«Desde mi excarcelación no escribo y creo que no voy a volver a escribir una columna en un futuro próximo. Estoy intentando recuperarme. Mientras estaba en prisión me mantuve; ahora que estoy fuera, he sentido realmente el impacto físico que ha tenido en mí», cuenta esta redactora del diario kurdo Özgür Gündem que, por cierto, permanece cerrado hoy en día. Es uno de los más de 160 medios de comunicación que han tenido que cesar su actividad en los últimos años por orden Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, en su espiral de autoritarismo cada vez más agudizada. Muchos de sus periodistas han sido encarcelados, a la espera de juicio, acusados de pertenencia a organizaciones terroristas de extrema izquierda. Su única labor ha sido informar de los desmanes del Ejecutivo turco. Justo lo que Aslı Erdoğan ha dejado de hacer por miedo. Los grandes perjudicados son los ciudadanos de ese país.

Esta situación, denunciada por Amnistía Internacional, es una muestra de la vulnerabilidad, cada vez mayor, de periodistas en todo el mundo, especialmente los de zonas de conflicto o que trabajan en países con democracias precarias. Una situación, muchas veces, aún más aterradora que dar con los huesos en la cárcel. La Unesco denunciaba recientemente que, en la última década, han sido asesinados más de 800 periodistas, la mayoría corresponsales de guerra, aunque un gran porcentaje se lo llevan quienes cubren la actividad de organizaciones criminales como el narco en Latinoamérica.

Justo hace 10 años fue asesinada Anna Stepánovna Politkóvskaya, periodista rusa y activista por los derechos humanos, reconocida por su oposición al conflicto checheno y al presidente ruso Vladímir Putin. Desde la Unesco denuncian la impunidad con que se llevan a cabo estas agresiones. «La mayoría no se han investigado. Esto alimenta el ciclo de violencia contra los periodistas, profesionales de los medios y periodistas ciudadanos. La autocensura que deriva de ello priva a la sociedad de información y trae consecuencias negativas adicionales a la libertad de prensa», denuncia un portavoz.

El relator de Naciones Unidas para la Promoción y Protección del Derecho a la libertad de expresión y opinión, David Kaye, ha advertido en una reciente conferencia en Nueva York de que las condiciones de la libertad de prensa en Egipto son «aterradoras», y ha señalado que antes del derrocamiento del expresiedente Hosni Mubarak durante la primavera árabe la situación «no era tan dramática como ahora». Uno de los símbolos de este escenario es el fotógrafo Abou Zeid, quien lleva más de cuatro años en la prisión de Tora, en El Cairo, donde no recibe los cuidados que necesita para tratar su hepatitis C y anemia; su estado de salud tanto físico como mental sigue deteriorándose. Se enfrenta a cadena perpetua o pena de muerte por cargos de asesinato, pertenencia a los Hermanos Musulmanes y participación en una manifestación ilegal y la posesión de armas. Sus abogados denuncian infinidad de irregularidades durante el proceso, y continuas restricciones para acceder al sumario y a su propio cliente. Alegan que su único delito fue tomar fotos durante las revueltas de la primavera árabe.

No hay que irse a zonas tan turbulentas para encontrar situaciones que atentan letalmente a la libertad de prensa. En las calles de un país tan aparentemente tranquilo como Malta, miembro de la Unión Europea desde hace 10 años, sus ciudadanos se manifiestan efusivamente para que se esclarezca el asesinato de la periodista Daphne Caruana, conocida por sacar a la luz los escándalos de corrupción del Gobierno. La convicción de que este hecho está claramente relacionado con su muerte está extendida por toda la población, hasta el punto de que el primer ministro maltés, Joseph Muscat, ha asegurado públicamente su compromiso con el esclarecimiento del asesinato. A día de hoy, no hay un solo indicio.

Luis Meyer