Un gran mar cuyas tímidas olas al igual que mis lágrimas vienen y van al ritmo provocado por la acción del viento, días en los que esa energía incontrolable se convierte en una corriente superficial y otros, simplemente se disipan en el avatar de los tiempos.

Dentro de mí, hay una gran playa cuya arena absorbe el agua que la cresta de la ola dirige con aparente rebeldía a un destino con irremediable final.

Aquel día, abatida por el silencio de la noche, me tumbe sobre la cálida arena envuelta de múltiples pensamientos. El ronco fragor del agua me llamaba con insinuante voz golpeándome persistente e incansable mi sien, mi cabeza, mi ser.

Cubierta por una gran manta blanca de serenidad y protegida por los recuerdos de sonrisas inocentes, recogía como un embutido eco los entremezclados mensajes de injusticias y ahogadas llamadas de inútiles esperanzas intentando emerger con fuerza de los ocultos recovecos.

Podría haber extendido mi mano, alcanzar una estrella y lanzarla al otro lado, pero estaban tan ocupados mirando a sus cortos pies, con su nuca baja y resignados que… había que esperar. Así, derrumbada por el cansancio, deje a mi mar tras mis ojos descansar plácido y sereno, ondeando sus olas a su libre compás, dejándose llevar por sus propios movimientos.

Quizás mañana, como un día y noche cualquiera, alguna de esas pacientes estrellas acompañe a la bella Luna de todos los tiempos, y la Luna a la mar  y la mar al viento, pudiéndose éste llevar para siempre esos tristes e incesantes lamentos que, en las silenciosas noches no dejan en mi mente de retumbar, como un embutido eco.