Cuando se firmó el documento constitucional, muchos de los que están llamados a dirigir este país en las próximas décadas, andaban en pañales o asistiendo a la escuela primaria. Algunos de aquellos niños fueron de las manos de sus padres a las manifestaciones y a las concentraciones ciudadanas que exigían democracia, libertad y una nueva ordenanza para el futuro que se tradujo en el ansiado documento constitucional.

España ya había gozado de otros textos anteriores. La primera la llamada Pepa, por ser promulgada el día de San José de 1812 en reunión de las Cortes Generales en Cádiz. Eran momentos difíciles puesto que las tropas napoleónicas habían invadido la península. Dos años después, el paticorto y absolutista Fernando VII la suspendió mientras pasaba por las armas a los liberales que la promovieron. Hasta 1837 no volvimos a tener Carta Magna, con el paréntesis del llamado Estatuto Real de 1834; fue a raíz del levantamiento de la Guardia Real de la Granja imponiendo a la Reina Regente, viuda de Fernando, el restablecimiento de la Constitución de 1812 convenientemente revisada y reformada para que progresistas y moderados la aceptaran. Poco duró la cosa ya que Espartero echó a María Cristina de Borbón y Dos Sicilias y a su nuevo marido el duque de Riánsares, por escándalos económicos y  turbios negocios, lo que no fue óbice para que la regente pariera a ocho hijos que a su vez trataron de esquilar al país. Así, expulsada la regente, Narváez promovió una nueva Constitución en 1845.

Tampoco duraría la nueva y progresista Carta Magna porque aprovechando la Revolución de 1848 se suspendieron las garantías constitucionales; dando paso a la firma de una nueva en 1852 bajo la presidencia del ultramontano Juan Bravo Murillo, creando un  pastiche que no había por dónde cogerlo.

Durante el llamado Bienio Progresista se trató de elaborar una verdadera y nueva Constitución que no pudo llevarse a término por la contrarrevolución del general O´Donell en 1856. Una nueva Revolución – La Gloriosa – envío a Isabel II al exilio y el Gobierno Provisional aprobó una nueva Constitución en 1868 que estuvo vigente durante el reinado de Amadeo y en su título I – Derechos y libertades – durante la Primera República. En 1873 se trató de elaborar un texto que definía España como una República Federal integrada por diecisiete Estados, regidos por su propia Constitución y que poseerían sus propios órganos legislativos, ejecutivos y judiciales; estableciendo las competencias entre la Federación y los Estados miembros; pero  con el golpe de Estado de Pavía, un general bajito y con muy mala leche, todo se fue al traste. Tras el pronunciamiento de Martínez Campos y la restauración monárquica en la figura de Alfonso XII, se hizo un nuevo texto promulgado en junio de 1876, bajo la vigilancia y el auspicio de Cánovas del Catillo, y que terminó cuando Primo de Rivera implantó su dictadura con el aplauso de Alfonso XIII.

Las elecciones municipales de 1931, que dieron a Alfonso XIII una jubilación anticipada, fueron el embrión de la proclamación de la Segunda República y de una nueva Constitución que, como todos sabemos, fue borrada del mapa por los golpistas de Franco. Nos es de extrañar que hayamos querido mantener a la actual impoluta contra todo viento y marea. Habían sido demasiadas tentativas para dotar al Pueblo de un documento que garantizara sus derechos y libertades,  y siempre surgía un “salvador” de la patria para escamotearlos. Por todo eso debíamos consolidar la Carta Magna, y al margen de la desafortunada enmienda del artículo 135, para contentar a los mercados y a los especuladores, nunca se ha tocado.

Pero ahora ya es distinto, los tiempos han cambiado y la situación también. Tenemos que reescribirla porque con ello proyectaremos nuestro futuro. Es el momento de enfrentarnos a la modernidad, de cerrar de una vez por todas el Estado de la Autonomías, de decidir el tipo de Jefatura del Estado que preferimos y reconsiderar la forma de elegir y de ser elegidos, el número de nuestros representantes o si es necesario un sistema bicameral; y es el Pueblo quien tiene la palabra.

Yo por mi parte abogo por aquel sueño republicano de un Estado Federal y que sean los votantes quienes elijan al jefe del estado, pero yo solo tengo un voto y renuncio a la tentación y a la posibilidad de imponer nada. Tiene que ser la voluntad de la mayoría porque después de 36 años y todo lo que hemos visto, es hora de que maduremos y dejemos los miedos en el cuarto oscuro. Cambiar la Constitución, reformar alguna de sus partes o añadir nuevos derechos no debe causarnos temor, lo que sí da pavor son los inmovilismos y la falta de transparencia. Cuando les ha convenido a los de siempre se ha derogado, se ha suspendido o se ha quemado nuestra Carta Magna con la mayor de las impunidades, que no nos digan ahora que reformarla es  peligroso y contraproducente porque suena a cuento chino.