constituciónLa Constitución, pese a lo que se diga, no debe ser un convenio que perdure a través de los tiempos mientras la sociedad cambia o aspira a nuevos enfoques, la Constitución es ante todo ley de leyes y las legislaciones deben cambiar a medida que la voluntad popular lo requiere. Tampoco se trata de, en palabras de otros, abrir el melón sin ton ni son. Se trata de adecuarla a los tiempos y en beneficio de todos.

Desde su promulgación a finales de 1978 solo ha tenido un cambio de infausta memoria en su artículo 135 y fue para satisfacer y dar seguridad a especuladores y al poder económico. Para llegar a consensuar unos acuerdos que integraran  a casi todos, tuvo que ser en su día: extensa, ambigua y muy condescendiente con las herencias que nos dejaba la dictadura. La premura con la que los ponentes constitucionales tuvieron que trabajar dejó tantos puntos deslavazados que debemos felicitarnos por haber llegado hasta aquí sin morder de la fruta prohibida, salvo para entregar parte de ella a la ferocidad de los mercados,

Sin embargo, todo ha cambiado. Hemos perdido inocencia y hemos ganado en madurez política. Mientras que otros perdían vergüenza y ganaban privilegios. Por eso es necesario reeditar y volver a articular algunos puntos de nuestra carta magna y modificar algunas leyes para mantener la intención y la bondad de los enunciados de sus artículos. Es aventurado por mi parte recomendar o enmendar a los próceres de la patria; no obstante, tal vez les interese la opinión de un votante.

Para los derechos fundamentales que contempla en artículo primero, hay que modificar el artículo 16 para que España sea un Estado Laico porque es necesaria la separación de las administraciones civiles de las religiosas, sin menoscabo de la práctica de las distintas creencias religiosas o el agnosticismo y ateísmo de cada uno de forma individual.

Para mantener el espíritu del artículo 23 del mismo título I donde habla de los derechos de participación en los asuntos públicos y su acceso, se debería cambiar el actual sistema aplicado la llamada Ley d’Dont (del siglo XIX) y permitir un reparto más equitativo de la representación, no en el mínimo del 3%, pero sí en el de prorrateo.

En el artículo 34, referente a las fundaciones, tampoco es necesario cambiar el enunciado, pero sí la ley que lo regula y la ley de sociedades: hay demasiadas SICAV y asociaciones teóricamente sin  ánimo de lucro camufladas entre ellas.

Entramos ahora en la más controvertida de mis opiniones, la que afecta al Título II referido a la corona. El pueblo español, por esa madurez que antes comentaba, tiene derecho a poder elegir también a su jefe de Estado. La jefatura del estado es  una figura representativa y es lógico poder votar a quien más convenga, aun a riesgo de equivocarnos. Por tanto debe preverse a final de la legislatura  un referéndum –  a pesar de que en este país se tiene poca costumbre y mucho miedo a preguntarle a la gente lo qué opina – para que la sociedad española decida entre República o Monarquía. Ya sé que me dirán que hay cosas más urgentes, por eso aplazo para dentro de cuatro años, aunque no debe prolongarse más allá. Que a estas alturas estemos todavía  hablando de princesas de Asturias o de herederos varones todavía no natos significa, para este articulista,  un estancamiento en figuras y sistemas  obsoletos. No obstante, el Pueblo, único soberano, debe tener la palabra.

En el título VIII que se refiere a la Organización Territorial del Estado, no queda más remedio que modificarlo si aspiramos a seguir siendo el Estado del enunciado, completo y solidario. La transformación a un Estado Federal  es necesaria y urgente. Se dirá que el actual sistema de la Comunidades Autónomas les da más derechos que cualquier estado federal de otros países. Esta afirmación no tiene a menudo en cuenta las necesidades sentimentales, culturales, incluso las pasiones políticas de las distintas comunidades. La federación implica que las diversas colectividades que forman un estado, sin ceder su autonomía de acción en su territorio, se federan al conjunto por interés general. No importa si cada uno de los cuerpos federados se sienten a sí mismos: nación, estado o provincia; todos tienen iguales derechos y obligaciones, sin inmiscuirse ni menospreciar la diferencia ni la diversidad de los otros.

Tiene que ser compatible el promover distintas acciones territoriales, en función de la  incuestionable idiosincrasia de cada uno y, al propio tiempo, no perjudicar a otros y procurar el bienestar general de todo el Estado que les acoge. Y siempre bajo el principio de la solidaridad y de la justicia, es decir, lo que ya está escrito en el artículo 149 del título VIII actualizado con anulación la de su apartado número 32, incongruente con lo expuesto. Y, por supuesto, con la eliminación del ya famoso artículo 155, porque los conflictos entre federados y federación  deben resolverse en una verdadera cámara territorial – para lo que no sirve el actual Senado – o con conversaciones con el gobierno federal, obligando al gobierno central a velar  ante un trance complicado. La independencia política, la honestidad y el buen criterio del Tribunal Constitucional, siguen siendo indispensables para los casos extremos de interpretación, pero sin que el partido gobernante pueda ni deba influir en sus resoluciones.

Hay bastantes más cosas que reformar en nuestra Constitución  pero, de momento, hay faena de sobras para los próximos cuatro años. Trabajo parecido tiene los partidos políticos para adecuar sus estatutos a la democracia, a la libertad real  y al derecho a elegir y ser elegidos que, a buen seguro, reclaman a la Constitución y que ellos no practican en sus organizaciones. Tampoco estamos exentos los ciudadanos de obligaciones. Hay que hacer el esfuerzo de suponer qué formación política será capaz de impulsar las mejoras de nuestra Carta Magna. Que no nos duerman con cuentos de hadas y, sobre todo, con los de príncipes y princesas. Ya somos mayorcitos.