El sueño era una sociedad donde primaría la “igualdad de oportunidades”, una suerte de meritocracia, y la promesa fue que lo lograríamos con el crecimiento económico ya que eso generaría empleo, posibilidades y riqueza.

De pasada creamos nuevos dioses: el Ministro de Hacienda, el cobre, la productividad, la responsabilidad empresarial, el crédito bancario y de consumo, la bancarización, la competencia, la individualidad, la tecnología, la transparencia, el auto propio y tantos más. Pasamos de ser monoteístas a politeístas, y sobre todo, dejamos de ser personas o ciudadanos y empezamos a ser definidos como consumidores, y se nos fue analizando y comprendiendo más desde esa perspectiva que como seres humanos.

Muchos dioses que nos solucionarían gran parte de nuestras deudas sociales y problemas de la vida cotidiana en el marco de un Chile atrincherado entre la Cordillera de los Andes y el Océano Pacifico, un país tímido a más no poder y con escaso poder político y económico en el mundo. Y así se nos pasaron los años, no pusimos atención a que todo no era sólo crecer, que generar acceso bancario no consistía sólo en dar créditos y especialmente orientados al consumo, que tener auto propio era un logro para cada persona pero estos necesitaban espacio urbano para moverse y estacionarse, y mientras estábamos distraídos entre tantos dioses que requerían nuestra atención, fuimos corroyendo las bases de nuestra institucionalidad y de nuestras virtudes cívicas y de sociedad que tanto nos había costado construir estos últimos 200 años.

Mientras adorábamos este nuevo modo de vida, un gran grupo de líderes de la más amplia gama de pertenencias y los propios ciudadanos, nos dedicamos a esconder la cabeza como avestruces, a pesar de que las encuestas y las marchas en las calles daban señales de que algo no era armónico en nuestro país. Dejamos que grandes enfermedades sociales prosperaran, incluida la peor de todas: la inequidad social y la falta de confianza, que hoy se expresa en lo bajo de los sueldos de un gran número de chilenos y en la concentración económica del 1% en este país. Además nos contagiamos con la más dañina de las enfermedades humanas, el egoísmo, que nos hace olvidar el amor al prójimo. Parecíamos niños y niñas de no más de cinco años, viviendo en un mundo mágico, lleno de historias imaginarias en las que todo puede ser posible y creyendo con egocentrismo infantil que primero y último es uno mismo.

Y así fue, siendo incapaces de observar que otros países que habían sufrido crisis parecidas a las que hoy vivimos, estaban cambiando sus modelos de desarrollo, estaban convocando a acuerdos nacionales con miradas de largo plazo, donde cada estrategia se coordinaba en conjunto y donde se establecían metas colectivas consensuadas. Pero ante todo se establecía un sentido del desarrollo para los habitantes de sus países. Se estaban haciendo nuevas preguntas y estaban ofreciendo renovadas respuestas.

A pesar de eso, Chile es un país de ciudadanos con tesón, de esfuerzo, de esas mujeres que más de una vez han sacado a Chile adelante, y así fue. Los chilenos aguantan, pero cuando se cansan más vale tomarlos en serio que ignorarlos. Es en este marco, que lo expresado por Alfredo Jarr hace unas semanas de que “en Chile es difícil escuchar voces resistentes”, contiene mucha verdad, porque somos firmes y nos mantenemos en la lucha diaria de nuestros deberes, derechos y sueños, pero somos silenciosos y resilientes. Sin embargo, Chile despertó nuevamente y más de 1.300.000 personas en todo Chile elevaron sus voces de manera implacable y con fuerza, y la voz de la calle no se puede negar por que tiene convicción, resonaron las voces resistentes finalmente.

Chile se sacudió, es como que un Tsunami hubiera recorrido nuestras costas y todos hubiéramos tenido que correr hacia las montañas ya que la crisis nos ha remecido a todos, nadie ha quedado sin ser afectado, y sorprende la calma con que se espera. Casi se puede evocar una imagen de todos sentados sobre las faldas cordilleranas esperando a que el mar retroceda, pero muy atentos a que se deben hacer cambios estructurales, porque como sociedad estamos frágiles de seres vivos y no de consumidores.

No cabe duda. Es urgente volver a recuperar el sentido de lo colectivo y de la empatía, pero esto no son palabras para que se lean como una forma de solución escrita al pasar, sino que es perentorio recuperar las bases más simples y profundas de una sociedad, como son el respeto por la dignidad humana y su consideración.

Así es, el elástico humano que aguantó tantos años de ser excluidos de la conversación, del respeto, de tener un profundo acceso a condiciones de vida digna, se ha cortado. Se terminaron los tiempos de esperar y de convencer con discursos de promesas sin coherencia. Se acabó la fiesta de no hacer el trabajo bien hecho, de los simplificadores de la realidad y de los derechos, de la civilidad sin considerar al otro y por cierto, de tomar lo que no te pertenece.

El giro que viene en Chile es radical desde todas las aristas, ya que para que un país sostenga su civilidad humanitaria requiere de jóvenes que se hayan formado en un ambiente de colaboración y respeto.

Columna publicada inicialmente en ellibero.cl