sonrisasLa irrupción del concepto de felicidad en los debates sobre el desarrollo es muy reciente, pero las dudas y cuestionamientos sobre los criterios estrechamente economicistas para entenderlo y medirlo, no lo son tanto.

Décadas antes de que la ONU publicara, en 2012, el Primer Informe Mundial sobre la Felicidad, el Programas de las Naciones Unidas para el Desarrollo había adoptado ya el paradigma del “desarrollo humano”, con la finalidad de ensanchar la idea del progreso y del desarrollo, incorporando nociones que, si bien no incluyen las percepciones subjetivas de la satisfacción y el bienestar –de la felicidad-, sí trascienden las mediciones estrechamente económicas basadas solo en el Producto Interno Bruto, que hasta entonces monopolizaban el tema.

Llama poderosamente la atención que la formulación del paradigma del desarrollo humano haya sido liderada por un economista y pensador de origen hindú, y que ahora sea el Reino de Bután el que impulse la introducción del concepto de felicidad en el debate sobre el desarrollo. India y Bután distan de los niveles de ingreso per cápita de las llamadas “economías avanzadas”, pero al parecer es ahí, en las regiones de bajos ingresos, donde surge con más fuerza el llamado a replantear la forma como se entendió el desarrollo durante los siglos XIX y XX. También en América Latina han sido Bolivia y Ecuador quienes han liderado el debate y adoptado en sus políticas públicas y en sus planes de desarrollo conceptos alternativos a los basados en el PIB.

Hasta ahora, la felicidad había sido un asunto de resorte estrictamente subjetivo y personal, tema de interés para filósofos y poetas, pero no para políticos y especialistas en desarrollo.

Pronto hará un siglo de que el escritor británico Aldous Huxley imaginara, en su célebre distopía Un mundo feliz, un Estado totalitario que hacía de la felicidad –una felicidad retorcida y perversa–, el objetivo central de sus políticas. Huxley y su terrorífico mundo feliz, ilustra mejor que nadie la reticencia de algunos para introducir el tema de la felicidad en el debate sobre las políticas públicas y el desarrollo. Un Estado que pretende meter sus manos en nuestra felicidad, puede resultar invasivo (o sospechoso) para muchos. Y no puede culpárselos por ello, habida cuenta de los excesos de los que hemos sido testigos. “El ogro filantrópico”, como caracterizara el gran Octavio Paz el Estado moderno, puede cometer y comete –siguiendo sus impulsos filantrópicos– todo tipo de canalladas y atropellos.

Otras objeciones y reservas tienen que ver, más bien, con la sospecha de que al traer las percepciones subjetivas del bienestar al centro del debate sobre el desarrollo, los responsables de las políticas públicas puedan desentenderse de problemas atávicos e irresueltos como la miseria y la desigualdad.

Quienes hayan seguido las discusiones alrededor de esta iniciativa, sabrán que ambos temores son infundados.

La incorporación del bienestar subjetivo como uno de los elementos a considerar en las discusiones sobre el desarrollo, no persigue la finalidad de conceder a los poderes públicos facultades omnímodas o legitimidad para inmiscuirse en nuestra intimidad, como en la pesadilla de Huxley, ni tampoco constituye un pretexto para que los gobernantes se desentiendan del crecimiento económico o del bienestar material de los habitantes, pero en cambio sí ensancha los términos de la discusión y, por primera vez concede voz a la ciudadanía para que manifieste qué cosas son importantes y valoradas por ella, de cara a una mayor satisfacción y bienestar. Este es el punto medular del asunto y la forma correcta de entenderlo.

No se trata, entonces, de una invitación al conformismo, al egoísmo o al aislamiento de los individuos, sino más bien de un ejercicio de diálogo en el que los responsables de diseñar y ejecutar políticas públicas tienen, por primera vez, la humildad de preguntar a aquellos para quienes trabajan qué cosas valoran, desean y persiguen, con miras a mejor orientar hacia ellas los esfuerzos de las instituciones que dirigen. Dicho de otra forma, la felicidad tiene un componente social ineludible, y es ése el que interesa determinar, para mejor enfocar los esfuerzos públicos.

Los resultados de este ejercicio no deben sorprender a nadie. Por ejemplo, numerosos pensadores, desde Thomas Jefferson a Jean Paul Sartre, han destacado la importancia del amor por lo que hacemos como una de las claves para la consecución de la felicidad. Traducido esto a términos políticos, nos propone una profunda reflexión sobre el trabajo, los mercados de trabajo y la calidad del mismo. O Goethe, por ejemplo, señalaba hace más de dos siglos que, tanto un rey como para un labriego, la felicidad consiste en regresar a casa al final del día y gozar de un momento de paz con su familia. Una vez más, hemos de traducir esto a términos políticos y preguntarnos por las posibilidades que tienen las familias de hoy de gozar de tiempo de calidad en compañía. Las mediciones del bienestar subjetivo realizadas alrededor del mundo, coinciden con los pensadores citados al destacar estos aspectos –y otros, como la salud-, para el logro de la felicidad.

De modo que, en clave política, debemos preguntarnos por lo que las políticas públicas están haciendo en materia de calidad del trabajo, por ejemplo, o por lo que están haciendo para facilitar el disfrute de tiempo compartido entre los miembros del hogar. Con este simple ejercicio, se evidencia todo lo que las mediciones de la satisfacción y el bienestar subjetivo pueden aportar y aportan al debate sobre el desarrollo. ¿Cómo disfrutar del trabajo cuando debemos viajar diariamente cuatro horas en sistemas de trasporte público ineficientes o colapsados? ¿Cómo disfrutar de tiempo en familia si con la liberalización de las jornadas laborales es prácticamente imposible coincidir siquiera un día todos los miembros en el hogar? ¿Cómo disfrutar de la naturaleza si estamos acabando con ella? ¿Cómo disfrutar de la compañía de los otros si vivimos acosados por el miedo, y los espacios públicos se convierten a menudo en tierra de nadie?

Rebeca Grynspan, secretaria general iberoamericana, aboga por incluir en el desarrollo humano variables que fueran más allá del bienestar económico en el cual se incluyeron las percepciones donde el bienestar emocional es una de ellas.

El desarrollo humano, como ha apuntado Grynspan: “es mucho más que el crecimiento o caída de los ingresos de una nación. Busca garantizar el ambiente necesario para que las personas y los grupos humanos puedan desarrollar sus potencialidades y así llevar una vida creativa y productiva conforme con sus necesidades e intereses. Esta forma de ver el desarrollo se centra en ampliar las opciones que tienen las personas para llevar la vida que valoran, es decir, en aumentar el conjunto de cosas que las personas pueden ser y hacer en sus vidas. Así el desarrollo es mucho más que el crecimiento económico, este es solo un medio – uno de los más importantes – para expandir las opciones de la gente”.

Para ampliar estas opciones es fundamental construir capacidades humanas. Las capacidades más básicas para el desarrollo humano son: llevar una vida larga y saludable, tener acceso a los recursos que permitan a las personas vivir dignamente y tener la posibilidad de participar en las decisiones que afectan a su comunidad. Sin estas capacidades muchas de las opciones simplemente no existen y muchas oportunidades son inaccesibles.

Robert Kennedy dijo que el PIB mide casi todo, excepto aquello por lo que merece la pena vivir la vida. Es importante el crecimiento económico –es muy importante, sin duda alguna-, pero igualmente lo es no perder de vista cuál es su finalidad, pues de otra forma es fácil que éste termine convirtiéndose en un fin en sí mismo, como hemos visto en las etapas avanzadas de la sociedad de consumo. La enajenación consumista no es menos injuriante que el oprobio de la privación material, ni menos terrorífica que el infierno imaginado por Huxley, e igualmente se disfraza de felicidad.

Por ello, es importante que nos preguntemos, hoy y cada día, por las relaciones entre el desarrollo y la felicidad.

María Salvadora Ortiz

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