Filip Filipovic con unos niños | Foto: AFP / Andrej Isakovic

“Simplemente, no pude mirar para otro lado e ignorar la realidad, las condiciones de vida de esos niños que no tienen nada y de esas personas mayores, solas y abandonadas” dice Filip, de 30 años, recordando sus primeras visitas a los pueblos de la región.

Doce aldeas situadas al sur de Serbia, desperdigadas en las montañas cercanas a la frontera con Kosovo, están a su cargo. Los caminos de tierra son la única forma de acceder.

“Cuando vi a esos niños que caminan diez, quince kilómetros cada día para ir a la escuela, y viven sin agua y electricidad, mucha veces en una única habitación con sus padres, decidí hacer algo para ayudarlos”, explica Filip.

La aldea de Kursumlijska Banja posee uno de los más antiguos baños termales de Serbia, abandonado desde el 2007, que ilustra la deriva económica de todo el país.

Los habitantes sobreviven, hoy en día, gracias al cultivo de pequeñas parcelas de tierra, o a la tala de arboles, cuando son empleados ocasionalmente por alguna empresa.

Filip tenía 28 años cuando tomó por primera vez el camino que llevaba a Kursumlijska Banja, un recorrido enmarcado por pinos y edificios vacíos, a veces en ruinas, y cafés y restaurantes abandonados. Al fondo se levannta el edificio deteriorado que aloja el correo y la escuela primaria.

“Me dije que había que hacer algo, porque a pocos kilómetros de la civilización del siglo XXI, habíamos olvidado a gente en el siglo XIX”, cuenta Filip.

El cartero comenzó por renovar y repintar los locales del correo con su dinero.

Al mismo tiempo, y con un salario de tan sólo 300 euros mensuales, llevaba en sus maletines chocolates y otros dulces para los niños de esos pueblos perdidos, que no conocían ese lujo.

Pero fue aún más lejos. En dos años, financió, organizó y participó en la renovación de la única clase de la escuela que sigue en funcionamiento, con seis alumnos.

Filip compró cuadernos, lapices y carpetas para los niños y consiguió seis computadoras. Después, reconstruyó los baños deteriorados de la escuela, antes de comprar e instalar este verano una zona de juegos para los niños.

“Dos columpios y un tobogán pueden parecer poca cosa para los niños de ciudad, pero para ellos acá, es como un mundo nuevo”, dice este joven modesto, de estatura mediana y de mirada despierta.

“Cuando vi los columpios le dije ‘eres el mejor, mejor que el Papá Noel'” exclama entre dos risas Aleksandar, de 8 años, rodeado por sus compañeros de clase que juegan ruidosamente.

El año pasado, estos seis niños realizaron por primera vez en su vida una excursión de un día lejos de su lugar de residencia. Todo corrió por cuenta de Filip, quien organizó el viaje a una ciudad del centro de Serbia.

“Filip es nuestro angel de la guarda”, afirma con agradecimiento Marika Pavic, 70 años, una de las personas a las que Filip visita todos los días durante unos breves minutos.

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