“Las mujeres son esclavas de la maternidad. La maternidad es una cárcel”, afirmaba la escritora feminista egipcia Nawal El Saadawi. Para algunas feministas, ser madre es una maldición. Sin embargo lo que hace de ella una pesada carga, no es la maternidad en sÍ misma sino el yugo en que la ha convertido el sistema patriarcal.

El ideal de madre no es resultado de nuestra capacidad biológica para gestar, parir y lactar sino de una operación cultural y simbólica que construye la identidad femenina de manera única y homogénea en torno al hecho de ser madres. Se trata de un arquetipo de maternidad, en el que todos los posibles anhelos de la mujer se restringen a uno solo: el de tener criaturas. Un imaginario materno que se ha reproducido por los siglos de los siglos.

Un instrumento de supeditación

Ya lo decía la  psicóloga feminista Victoria Sau, “en cada tiempo y lugar son los hombres quienes deciden cómo ha de ser, cómo ha de actuar, qué debe hacer” la madre. Esa mujer que se ha convertido en “un fantasma”, al no tener espacio real ni simbólico, en un mundo que gira sobre “un eje masculino egocéntrico”.

La maternidad ha sido utilizada por el patriarcado como un instrumento de supeditación, el único destino para las mujeres, relegándonos al ámbito doméstico, privado e invisible. Mientras, los hombres aparecían como libres de responsabilidades de cuidados, sin ataduras para intervenir en la vida pública. La maternidad en cambio era un obstáculo para la igualdad y la autonomía plena a la que aspiraban las mujeres.

La segunda ola de feminismo de los años 60 y 70, al calor de los movimientos sociales y políticos de la época, se alzó, como era necesario, contra la “santísima maternidad”, apelando a una sexualidad al margen de la reproducción y a poder decidir sobre nuestro cuerpo, consiguiendo avances importantísimos en materia de contracepción y derecho al aborto. Sin embargo, esta rebelión acabó negando el hecho mismo de ser madre, e incluso en algunos ámbitos cayó en un cierto discurso antirreproductivo.

Simone de Beauvoir lo dejaba claro en su obra ‘El segundo sexo’ (1949) cuando afirmaba que la maternidad era “una tara” que debía ser superada. Ser madre constataba la supeditación de la mujer a la especie y a la naturaleza. La mujer como prisionera, afirmaba la autora, de un cuerpo que menstrua, procrea, se embaraza y pare. Un cuerpo que, en definitiva, la traiciona. Mientras que el hombre queda libre de este destino, ya que sus atributos genitales no obstaculizan su experiencia individual.

No fue hasta la obra de Adrienne Rich, en su ‘Nacida de mujer’ (1978), que las feministas pudieron reconciliarse con la maternidad. Ante una maternidad forzada, la emancipación de la mujer pasaba por defender, según la autora, sus potencialidades sexuales, reproductoras y maternales. No se trataba de impugnar la maternidad, sino el sentido en que la restringía el patriarcado, acabar con “la institución maternal”, generadora de sometimiento, y defender el cuerpo de la mujer, nuestro físico, nuestra biología, “como un recurso, en lugar de un destino”. Un reencuentro con la maternidad que no debería llevarnos a sacralizarla de nuevo.

Un proyecto emancipador

El patriarcado y el capitalismo han secuestrado la maternidad, y la han utilizado como una arma para subordinar a las mujeres. Pero cuando desde determinados ámbitos del feminismo se reduce la maternidad a esa acepción, se ignora la capacidad de las mujeres de dotarla de un sentido propio, enmarcándola en una sociedad igualitaria.

Aceptar la “maternidad patriarcal” como la única posible significa renunciar a una perspectiva feminista de la misma, a concebirla en un proyecto de vida emancipador. Negar la maternidad implica dar la espalda a todas esas mujeres madres, dejándonos huérfanas de discurso y referentes, lo que de facto conlleva seguir normativizando el hecho de ser madre bajo los preceptos del patriarcado. No se trata de idealizar la maternidad, ni de tener una mirada romántica ni esencialista, sino de reconocer su papel fundamental en la reproducción social y otorgarle el valor histórico y político que tiene.

Si mi cuerpo es mío, lo es también para decidir si quiero ser madre, y escoger cómo quiero vivir el hecho de serlo. Hay vida más allá de la “maternidad patriarcal” impuesta.