Me cuesta mucho escribir sobre la crisis, se ha escrito tanto y tan bien –también erróneamente – sobre el tema, que pongo en duda que pueda aportar algo nuevo al debate. Desde prestigiosos economistas, a quienes pilló dormidos o despistados el tremendo aprieto social en que estamos metidos, a los políticos, pasando por los nuevos gurús de la catástrofe, algunos de ellos numerarios de ciertas familias religiosas cuyas aportaciones al erario familiar no cotizan en el público, todos, han desgranado la culpas de los otros, obviando reconocer las suyas. Sólo en algo coinciden: La utopía ha muerto.

Corre por Internet un interesante video de una intervención de Cohn Bendit en el Consejo del Parlamento Europeo sobre el rescate de Grecia. En su discurso exige que no pidamos imposibles al gobierno Griego y la creación de un Fondo Europeo. Dice, muy claro, que deben ser las Instituciones Europeas quienes pongan freno al delirio de los financieros. No dejen de verlo (link). Pero sobre todo fíjense en las caras y las actitudes de los que le rodean, al margen de tibios aplausos, una mayoría escucha el discurso como quién oye llover, incluso con gestos de fastidio. Hablaba un utópico. Alguien que pide que se dejen de vender armas – fragatas francesas – a Grecia para supuestamente proteger a Chipre de una posible invasión turca. Alguien que insiste en que los seres humanos están por encima del dinero. Un estúpido que sigue creyendo en la utopía de la libertad, la igualdad y la justicia.

Los políticos de chicha y nabo presentes, incapaces de parar el drama; ineptos para mantener un estado de bienestar europeo; cobardes para decirle a don dinero que esto se ha terminado; incompetentes en mantener el empleo; condescendientes con los de siempre, se ríen. La pregunta que nos asalta es la siguiente: ¿De Cohn Bendit, de todos nosotros…de ellos mismos?

Muchos de esos tipos fueron correligionarios del alemán en mayo del 68, menos de los que lo pregonaban en los 70 o en los 80, pero más de los que hoy están dispuestos a admitirlo. Luego están los que llegaron más tarde, las jóvenes promesas revolucionarias y liberales que nunca leyeron a Tomás Moro, a Robert Owen, Étienne Cabet, Saint-Simon o Fourier, ni tampoco a Marx, Engels o Trosky, aunque nos lo juren sobre cualquiera de las Constituciones de los países que representan. Tampoco haberlos leído es una inerrable razón, pero ayuda a comprender la evolución social de Europa y con ella la del mundo.

No les crean, no es verdad que no haya dinero; nadie come divisas, aunque a muchos les gustaría para que los necesitados tuviesen, en su escasez, más hambre de la que padecen. El dinero sigue existiendo, lo que ha mermado son los beneficios y las plusvalías. Que ya no lo tenga el banco donde depositamos nuestros ahorros en sus activos, no quiere decir que se haya volatilizado; sólo es la prueba de que fue demencialmente y equivocadamente invertido. Seguro que está en el bolsillo de alguien. Y nadie es culpable.

Tampoco piensen que son los elegidos por el pueblo los que gobiernan los países desarrollados, ahora en crisis. No. Los lobbies políticos y financieros son quienes mueven las fichas del tablero y no precisamente en una isla llamada Libertad. Se menean en plantas de rascacielos de Nueva York, en hoteles de cinco estrellas como el Bilderberg, en sedes bancarias y de órdenes religiosas, allí se deciden candidatos, programas y gobiernos.

Ningún país ha quemado sus reservas monetarias, ningún millonario –que yo sepa – ha repartido su fortuna entre los parados. Tal vez, alguno de ellos, ya fallecido, la ha donado a la Casa Real. La pasta sigue ahí, sólo que financieros y poderosos la han puesto a buen recaudo. ¡Faltaría más! No creen en la utopía, pero confían en los valores y patrones que ellos mismos no saben mantener. O tal vez más de lo que nos imaginamos y nos conducen al redil vía Teoría del Caos.

En su interesada credulidad hacia sus intereses, siguen creyendo en los dioses, mientras veneran al patrón oro; sin embargo se olvidaron de algo muy importante: el ser humano. Dejaron la Utopía enterrada en la granja de George Orwell y ahora no sabemos distinguir, por mucho que miremos por la ventana, quienes juegan la partida.