Una manera sencilla de entender esa relación es aproximarnos a los estudios recientes que relacionan la marca país con valores como calidad, fiabilidad y confianza o, al revés, con sus contravalores. Una marca es la representación que alguien tiene de la identidad de una institución o de un país. La imagen de Alemania, por ejemplo, ha ido asociada a alta fiabilidad en productos industriales y de ingeniería. En cambio, las repetidas referencias a la italianización o argentinización de nuestra vida pública relaciona a esos países con clarísimos contravalores.

El caso español y la evolución reciente de su marca puede servirnos como ejemplo. Hasta hace bien poco, la marca España iba relacionada, en positivo, con aspectos como emoción, vitalidad, ocio, diversión, autenticidad, sociabilidad y democracia. Era el país europeo respecto al cual aumentó más la confianza de los otros ciudadanos de la Unión Europea en los años ochenta y noventa y donde más aumentaba la percepción de transparencia en las prácticas económicas y políticas. Mantenía, sin embargo, peores valoraciones en eficacia, disciplina, trabajo, formación, conocimiento de idiomas, innovación tecnológica… De manera resumida y tal vez tópica, era descrito como un país “bueno para vivir y malo para trabajar”. Este equilibrio frágil se ha roto en mil pedazos en los últimos años. Lo decía en noviembre del 2009 Jack Trout, experto en marketing: “España ya no vende como marca en el mundo”. Y eso se ha repetido de manera cada vez más acusada hasta llegar a la portada de la revista Foreign Policy de mayo, que le dedicaba título (“La depresión española”) e imagen (la silueta de un toro llorando).

Perder la confianza es perder el crédito (moral y financiero). La confianza es aquella expectativa que surge en una comunidad con un comportamiento ordenado y cooperativo, que basa su relación en normas y valores compartidos por todos sus miembros (la lealtad, la honradez o la fiabilidad). Hasta el punto de que el politólogo Francis Fukuyama ha llegado a afirmar que la única característica cultural aglutinante que condiciona el bienestar de una nación así como su capacidad para competir es el nivel de confianza inherente a la sociedad. El premio Nobel de Economía Kenneth Arrow es de la misma opinión. La confianza es un significativo lubricante del sistema social, dice. Uno se ahorra muchos problemas cuando confía en la palabra de los otros. Desdichadamente -también para el Gobierno español- esta no es una mercancía que se pueda comprar con facilidad. La confianza tiene un valor práctico y económico, pese a que no lo acepten los que igualan valor con valor contable.

¿Puede España mejorar su confianza y cómo?

Javier Noya, del Real Instituto Elcano, considera que España debe librar bien la “batalla de las percepciones” y combatir contra las armas mediáticas anglosajonas. Según él, el problema reside en los MASP, los medios anglosajones y protestantes, que aplauden las desgracias españolas y estigmatizan sus inversiones. Esto es erróneo o insuficiente. Para explicarlo debemos acudir a Adam Smith y lo que, en 1776, analiza en su famoso libro “Naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”. Smith mencionaba tres cartas ganadoras en las economías estatales el capital físico (los recursos naturales), el económico (los recursos financieros) y el laboral (la población activa). Autores contemporáneos como Paul Kennedy, Guy Sorman, Robert Putnam o Richard Florida añaden tres capitales más: el capital humano (formación), el capital intelectual (innovación y aprendizaje) y el capital social (participación cívica y densidad asociativa). La fortaleza y evaluación de estos capitales determinan el nivel de confianza en un país.

Por ello, y en el contexto de interdependencia global en que vivimos, incluiríamos un nuevo tipo de capital, el capital ético, relacionado con los valores y las actitudes de la ciudadanía, de sus organizaciones sociales y empresariales y de sus instituciones públicas. El estado podrá asegurar una sociedad justa (J. Rawls), la sociedad podrá promover una sociedad decente (A. Margalit) y el mercado podrá impulsar una sociedad eficiente (A. Smith) si personas e instituciones son inspirados y actúan desde la defensa de un capital ético. Es la riqueza ética de las naciones.

El Blog de Josep M. Lozano: Persona, Empresa y Sociedad

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