Todo el mundo puede cometer errores, torpezas increíbles al hablar o al escribir pensamientos; rectificar los errores y las incontinencias verbales, merecen un aplauso. No obstante, dejan al descubierto fobias que llevamos dentro y conviene ser sincero con uno mismo y auto analizarse en la intimidad.

Jordi Hernández Borrell, profesor de la UB y director del Institut de Nanociència i Nanotecnologia de esta universidad, escribió el pasado domingo unos mensajes en su cuenta de twitter contra el candidato del PSC a la presidencia de la Generalitat de Catalunya que reflejaron un estado de ánimo miserable. Luego, y eso le honra, ante la cantidad de mensajes, opiniones y comentarios negativos al respecto, ha prometido dimitir de sus cargos. Primero se anunciaron como inmediatos, luego para el día 22, porque debe terminar unos proyectos que tiene entre manos, justo después de las elecciones del 21. Presumo y hasta se lo exige su indudable hombría, que cumpla su palabra sean cuales sean los resultados.

Jordi Hernández Borrell es un producto de esta desconcertante etapa que está viviendo Catalunya. En el libro Who’s Who in Fluorescence 2007, junto con sus merecidos méritos académicos, aparece como Hernandez-Borell, sin acento y con guión. En su cuenta de twitter como Jordi Borrell, pero él sigue siendo un Hernández, como yo un Martínez, aunque firme mis libros como Jordi Siracusa. Sin embargo, mi tocayo, ha querido dejar patente su desprecio por todos aquellos que no piensan como él. Y eso es lo que quiero destacar en este artículo: la increíble situación de mi Catalunya.

Y digo mía porque llevo luchando por ella desde que tengo uso de razón. Los que me conocen personalmente saben que asistí a cuantas manifestaciones por la Llibertat, Amnistia i Estatu d’Autonomia se organizaron desde aquel, no tan lejano, 1976. Entre los manifestantes siempre había compañeras y compañeros de las tres ramas socialistas que luego convergeríamos en el PSC, también y muy numerosos, del PSUC, de la Lliga Comunista Revolucionària y, bastantes menos, de viejos militantes de Esquerra republicana de Catalunya, incluso de círculos cristianos catalanistas y otras gentes progresistas. Convergencia y Unió estaban todavía en proyecto. Tal vez por edad, o por prudencia, no había prácticamente nadie de los que hoy militan en el PDeCAT.

Entonces las cargas policiales eran de temer, los arrestos, las torturas… y las muertes; porque, por aquel entonces, se mataba en las calles, se torturaba de verdad en las prisiones y los que pasaban por la Vía Layetana no se llevaban ningún buen recuerdo. Como digo, la burguesía catalana, con excepciones que confirman la regla, era muy prudente y prefería callar en el Palau de la Música y esconderse a la espera de tiempos mejores.

Entre muchos que merecen toda mi consideración, hay herederos y descendientes de los catalanes franquistas que lucharon en el ejército golpista, de los quintacolumnistas, de los fundadores en Catalunya del Opus, que ahora reivindican a su patria. Bienvenidos sean. Con sus seis u ocho apellidos catalanes que combatieron en las conservadoras tropas carlistas; que se hicieron poderosos con la Revolución Industrial y con el esfuerzo propio y el de todos los emigrantes españoles; que lucharon con Franco o le apoyaron económicamente; que boicotearon a la República, hoy piden libertad. Yo les respeto. Pero exijo el mismo respeto, tal vez más, por eso de la antigüedad, por todos aquellos que pensamos que las cosas no se hacen así, que las manifestaciones multitudinarias deberían ser para exigir trabajo, una mejor sanidad, mejor educación, vivienda, pensiones, derechos para las minorías, libertades individuales y una mayor comprensión mutua. No para enfrentar desde el poder al Pueblo contra el Pueblo.

Acusaba Borrell en uno de los ya retirados twits, por los que ya ha pedido perdón, que Iceta está viviendo de la política hace treinta años, poco más o menos el mismo tiempo que algunos dirigentes de la fenecida Convergencia que se beneficiaron, supuestamente, del famoso 3%, y que denunciara Pascual Maragall en su día. Años en que los nacionalistas jugaban con unos y con otros merced al poder que les concedía ser un partido bisagra y cuya ventaja nunca se utilizó para reivindicar mayores libertades. A pesar de todo, bienvenidos sean a la búsqueda de la libertad.

Respeto la tradicional postura de Esquerra Republicana. No la comparto plenamente porque me interesa más el bienestar de la sociedad en general, sobre todo el de los trabajadores y el de los utópicos, que eso de las patrias y de las banderas. Y les aseguro que amo mucho a Catalunya. También soy observador interesado de la estrategia de la CUP. Casi todo me parece respetable y lucharé siempre para que todos puedan expresar su opinión libremente. Sin embargo y con sinceridad, no me fio de los nacionalistas porque me recuerdan demasiado, en formas y actitudes, a los otros nacionalistas y a las pruebas me remito.

Hoy, Jordi Borrell pide perdón. Mañana, no lo duden, lo hará Puigdemont por haber fomentado, desde su posición privilegiada, la discordia, dividido a las gentes, creado expectativas sin posibilidades reales y haber dejado al Pueblo en la estacada, olvidándose que era el President de todos los catalanes. También tendrá que pedir perdón el gobierno central, porque si no hubiesen negado el inalienable derecho a decidir de los pueblos y el diálogo franco y sincero, la situación hubiese sido distinta. Probablemente no a gusto de todos, pero sin la ruptura que se ha producido y que tardará mucho tiempo en soldarse. Y hubiese sido fácil entre dos dirigentes de las derechas conservadoras de toda la vida y que siempre se entendieron. Pero la ineptitud de unos y el oportunismo de otros han creado este espíritu miserable, ese odio, y esas manifestaciones irresponsables que no llevan a ninguna parte.

Le aseguro, señor Jordi Borrell, que me alegra que haya usted cambiado de opinión y desertado de su propia demagogia porque Iceta es una persona absolutamente respetable y su amor por Catalunya indiscutible. Su arrepentimiento parece sincero. Pero, recuerde: el 22 su dimisión sobre la mesa. Otra postura sería de miserables.