Nada como una provocación así en 140 caracteres para incendiar las redes, de lo que se harían eco de forma casi inmediata los medios de comunicación tradicionales, acomplejados y necesitados de información viral (antiguamente se prefería veraz). A continuación la bola sería tan grande que los políticos, expertos en movilizarse para cosas ruidosas pero poco importantes en el fondo, entrarían al trapo para defender la libertad de expresión del autor o condenarlo a la hoguera, según dictara el catecismo de cada partido, sin necesidad de razonar si hay algo más que el dogma ideológico de manual.

Sin embargo, quien escribía esas cosas no lo hizo en este año 17, sino en el siglo XVII, y como es obvio, no lo hizo a través de Twitter. La falta de aquel estercolero en el que tantos hemos entrando, sedientos de visibilidad, obligó a Miguel de Cervantes a recurrir a otra fórmula de expresión, la literaria. Así, un ingenioso hidalgo le sirvió para ridiculizar a cuantos devoraban relatos caballerescos con magos y dragones de por medio (los protagonizados por Amadís, no por Jon Snow), mientras dos perros dotados de la capacidad de hablar demostraban en una de sus Novelas Ejemplares su dominio de la ironía para destacar la irrealidad de las novelas pastoriles, que él también produjo, la corrupción de algunos servidores públicos, el afán obsesivo de la burguesía por ennoblecerse o la histeria inquisidora de la España de aquel entonces, tan distinta a la de ahora.

Leyendo al autor del Quijote uno puede sorprenderse de que en el Siglo de Oro, cuando España era la dueña del mundo y sus gentes se mostraban orgullosas de tal poder, no era escandaloso que en los reinos de la Monarquía Católica hubiera varias naciones, sin entrar en conflicto con la españolidad de todas ellas. Quizá por eso, que Cervantes escribiera “nación vizcaína” en La Señora Cornelia, no monopolizó tertulias políticas ni generó debates parlamentarios.

Mucho más polémicos serían, incluso, sus manifiestos prejuicios hacia algunas etnias o el papel de embaucadoras que otorga a muchas mujeres en sus textos, circunstancia ésta que, pese a tratarse de letras con cuatrocientos años de antigüedad, cualquier día podrían ser censuradas y boicoteadas por los nuevos guardianes de la moral, como ya está ocurriendo con Platón, obviando que juzgar los valores de una época en base a los de otra supone caer en un anacronismo.

Pero ahí aguanta de momento el bueno de Cervantes, admirado como el más insigne de los autores en castellano y, merced a su Quijote, una de las principales plumas de la historia de la literatura. Suerte que Cervantes no tenía Twitter.