En el mes de septiembre de 2004, antes de iniciarse la Asamblea de las Naciones Unidas, el secretario general Kofi Annan unió sus manos con las del presidente Lula y los presidentes Chirac y Rodríguez Zapatero con el fin de anunciar “Hambre Cero en el Mundo en 2015”.

Para lograrlo, se procurarán impuestos específicos sobre los movimientos de capital y comercio de armas, derechos “de giro” del Fondo Monetario Internacional para ayuda al desarrollo; lucha contra la evasión fiscal; donaciones por tarjeta de crédito, etcétera. A pesar de haberse conseguido progresos en la macroeconomía de algunos países, coincidieron en que estas mejoras no se habían reflejado en el bienestar cotidiano de sus gentes.

Es necesario ahora un gran plan global de desarrollo endógeno. Se trata de conjugar mejor el verbo clave para un futuro distinto: compartir. Que los más prósperos, aislados en su barrio de la aldea global, sepan mirar más allá de los confines de abundancia. Que aprendan a comparar y a actuar en consecuencia. Ahora es el momento.

Es el momento de la solidaridad mundial, que ya la Constitución de la Unesco (1945) preconizaba como la gran solución, como la mejor manera de “construir la paz en la mente de los hombres”.

El gran cambio de rumbo que exigen los tiempos que corren y que nuestros hijos merecen es ahora posible si nos acordamos todos los días de los demás, si valoramos lo que tenemos -paz, libertad, medios materiales…- y decidimos, con nuestro comportamiento, convivir en armonía a escala local y planetaria. Si sabemos ver a los invisibles. Si revisamos los acuerdos que establecimos en momentos de gran tensión humana como los que ahora vivimos.

¿Recuerdan el 0,7% del Producto Interior que, en la década de los setenta, los países ricos decidieron aportar a los más n e c e s i t a – dos? ¿Y la Convención de Lomé sobre relaciones preferenciales entre la Comunidad Europea y los países menos desarrollados en 1987? Será posible si partimos de la radical igualdad de todos los seres humanos, si conocemos y observamos la Declaración Universal, si la capacidad creadora, distintiva de cada ser humano único, nos llena de esperanza.

Cada día aparece con mayor nitidez que para hacer realidad esta gran solidaridad mundial es imprescindible el establecimiento de un Sistema de las Naciones Unidas eficaz, para que termine la actual contradicción entre democracia local y plutocracia global (G7-G8), confiriéndole las funciones, la autoridad moral y los recursos humanos y financieros que necesita para convertirse en el marco éticojurídico supranacional que hoy es apremiante.

La solidaridad internacional será, por fin, una realidad si las Naciones Unidas son capaces de redefinir la seguridad, como pedía Sergio Viera de Mello antes de que su vida fuera arrebatada en la posguerra de Iraq: “Tiene que quedar claro que ha llegado la hora de que todos los Estados redefinan la seguridad global para situar los derechos humanos en el centro de este concepto. Al hacerlo, todas las naciones deben ejercer su responsabilidad de manera acorde con su fuerza”. Solidaridad internacional, que requiere ir permanentemente a las raíces de la violencia, que no se justifica nunca pero que permite identificar con frecuencia los caldos de cultivo en que se genera.

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Solidaridad internacional a través de una educación para todos y a lo largo de toda la vida que favorezca la ciudadanía mundial, la consciencia permanente del mundo en su conjunto. “Ciudadanos del mundo, ¡uníos!”, para permitir enderezar tantos derroteros presentes. A este respecto, las ONG representan una nueva realidad esperanzadora, una posibilidad, a través de Internet y otros medios de comunicación, de movilizar a los ciudadanos y evitar su silencio, su omisión.

Serán horas decisivas para un mundo solidario si somos capaces de recordar que el destino es común para todos los habitantes de la Tierra y que debemos legar a nuestros descendientes una visión global y prospectiva del mundo, una diversidad cultural -gran riqueza de la humanidad- y unos principios morales universales.

El futuro les pertenece plenamente y no podemos dejarles un mundo sombrío y sin brújulas. Podremos, al contrario, mirarles a los ojos y decirles: “Es vuestro turno. Os hemos preparado el camino”.

Víctor Hugo proclamó que “no existe en el mundo nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. Éste puede ser ahora el caso de la solidaridad mundial, de la cultura de paz. Después de siglos de culto a la fuerza, ahora irrumpe la cultura del diálogo, de la conciliación, de la amistad.

En estos momentos de “compadecimiento” debemos resolver, en cada uno de nosotros en primer lugar, tener en adelante en cuenta a los demás, a los que se ven y a los invisibles, a los que hablan y a los que no pueden o no saben. Y movilizarnos decididamente en su favor.