Existen países donde el campesinado como productor de alimentos ha desaparecido y la sociedad está conformada por trabajadores que dependen del sueldo para comprar la comida; la agricultura como tal pertenece a una fase ajena a su vida cotidiana y la distancia entre el productor y el consumidor es muy grande, tanto que ya no se reconocen entre sí debido a la larga cadena de intermediarios que han proliferado.

En el caso de Bolivia, muy a pesar de ser un país agrícola y boscoso, tiene un sistema alimentario  alarmantemente contaminado con elementos como la semilla transgénica, la biotecnología mal utilizada, el plaguicida sintético, la publicidad desinformante, las franquicias de comida automatizada, el monocultivo, el azúcar y la grasa como base de la dieta cotidiana, la proliferación del conservante y el obedecimiento a las modas consumistas con resignación y sometimiento consciente a los azahares del cáncer consentido.

Este tipo de situaciones extremas y caos dan lugar a corrientes de pensamiento alternativo, levantamientos populares, enfrentamientos y también nuevos instrumentos de lucha en escenarios menos descarnados que una guerra y más sensibles a la vida. Uno de los métodos es recuperar la relación con la tierra, de manera que comprarle directamente al productor y aproximarse nuevamente a la naturaleza se convierte en la opción frente a los suministros hegemónicos. Es curioso pensar cómo se ha volcado la realidad, pero es un hecho, hay tanta incertidumbre y confusión que es cada vez más difícil confiar en lo que uno está comiendo, por eso ahora los nuevos revolucionarios son todos aquellos buscadores que van tras la pista de la comida.

Los mecanismos y movimientos internacionales como el comercio justo, las certificaciones, la defensa del derecho a guardar la semilla, las marchas contra Monsanto, las declaratorias madretierristas, el veganismo o la medicina homeopática, se balancean entre el tráfico de tendencias, la mercantilización del ingenuo modelo y el desenvolvimiento de una ideología alimentario-ambientalista en defensa de la célula, la vitamina, la proteína, la fertilidad y el almácigo, frente a la clonación industrial, la reproducción sin padre ni madre ni polinización y las patentes del presente y futuro genético.

El rastro de la comida natural con todas sus bacterias, hongos y vacunas sigue luchando por  restituir el vínculo entre los elementos básicos de la naturaleza que solían ser el agua, la tierra, el aire, la biodiversidad y los antídotos espontáneos de la larga cadena alimenticia que solía tener equilibrios interconectados.

Ya sabemos que la naturaleza no siempre ha sido la misma, los cambios que dan paso a nuevas eras son normales, pero el forcejeo hacia una transformación acelerada es irresponsable y para nada necesaria, mucho menos en un mundo que no hemos acabado de descubrir ni de disfrutar. Por eso los esfuerzos de productores y consumidores por reencontrarse de manera natural se convierten en auténticas revoluciones ciudadanas comestibles a la vez que propositivas, creando espacios valientes por la salud, grandes y pequeños, clandestinos, itinerantes, ilegales, sin registro, sin permiso, callejeros, obstinados, virtuales y también de contacto cercano, llenando las canastas de compromiso, recordando recetas o innovando en busca del mejor sabor para reconquistar a los niños, rescatando el grano despreciado, las plantas medicinales, haciendo huertitos urbanos, compostas, criaderos de lombrices y aunque sobrecarguemos exageradamente a las abejas de toda nuestra esperanza de vivencia, ayudarlas a seguir existiendo es un acción de entendimiento de lo que está pasando.