Fuegos artificiales frente a La Habana por el día de los DDHH

La primera la escuchaba de vez en cuando, en un susurro, de boca de una abuela que sí había conocido los árboles con guirnaldas, los turrones de alicante y el pavo. Pero la otra, la segunda, sólo se musitaba despectivamente para aludir a quienes -se decía- estaban involucrados en actos contrarrevolucionarios, enemigos. Así crecí, ajena a las festividades de la última semana del año y creyendo que en aquella declaración adoptada por las Naciones Unidas se agazapaba el mal. Mi parcelado vocabulario terminó por condicionarme una actitud cívica cargada de temores y me llevó a aceptar con conformidad tantas y tantas prohibiciones.

Este diciembre, las tiendas muestran luces parpadeantes y árboles repletos de adornos. Un Santa Claus con apenas barriga sonríe en la vidriera de un importante centro comercial de la ciudad. La gente se encuentra y se regodea en cada sílaba de expresiones como “Feliz Navidad”; “estoy de compras por Navidad”; ven a casa a celebrar la Navidad”. Al reducido vocabulario de mi niñez le han devuelto una palabra, un término maldito por décadas. Sin embargo, el vecino de al lado sigue diciendo: “cuidado, no te acerques mucho, porque ellos son de los derechos humanos”. En algún mitin de repudio –a lo largo del país- alguien quizás grita ahora: “¡Abajo los derechos humanos!” y el policía político apostado en la esquina confirma por su radio “sí, aquí vienen los del grupúsculo de Derechos Humanos”. Y siempre hay un amigo que nos pide que hablemos en voz baja, “porque si te vas a poner a mencionar tales ‘cosas’, mejor poner la música bien alto”.

Una nieve hipotética cae sobre el rojo de los gorros navideños, pero un aguacero mayor la disuelve y minimiza: la lluvia de la intolerancia, los goterones de las detenciones, el vendaval que se crea en esta Isla cuando alguien osa apenas pronunciar la frase “derechos humanos”.

 

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