Ahora que España se ve abocada a repetir su proceso electoral por la incompetencia de sus representantes parlamentarios, y que muchos ciudadanos desencantados se verán tentados de engrosar las previsiblemente abultadas cifras de la abstención, he de parafrasear a Galilei y decir que sí, que comprendo el desánimo y no siento deseos de dar mi confianza a ninguno de ellos. Y sin embargo, votaré.

Votaré el próximo 26 de junio porque durante muchos años los españoles no han podido hacerlo. Cierto que la ley electoral es injusta y pervierte la voluntad popular. Cierto que los partidos traicionan pronto sus promesas electorales por presiones de grupos de poder o gobiernos extranjeros y cierto que los españoles ya votamos en diciembre y no tendríamos por qué volver a hacerlo ahora como si fuéramos malos estudiantes que deben repetir un ejercicio que hicieron mal. Pero antes que consentir que el imperfecto sistema democrático se hunda y abra la puerta a salvapatrias que históricamente se han creído con el derecho de imponernos a los españoles sus autoritarias recetas, prefiero votar, aunque sea en blanco o nulo, aunque sea con las narices tapadas, pero votaré.

Comprenderé a quien se abstenga. Cómo no comprenderlo ante este panorama, y sin embargo, votaré. Pero que quede bien claro, mi voto será de suspenso absoluto para una clase política indecente que no ha estado a la altura de la responsabilidad que con nuestros votos les dimos el pasado 20 de diciembre. No han sido dignos de su puesto y probablemente no lo serán los elegidos el próximo 26 de junio.

Qué lástima de políticos, qué lástima de España.

Y sin embargo, votaré.