En una reciente junta de accionistas de Alphabet inc. (compañía matriz de Google), su presidente ejecutivo, Eric Schmidt, quiso dar a conocer las que, para él, serán las tecnologías más disruptivas que desplazarán, en un corto espacio de tiempo, a las que actualmente empleamos. La realidad virtual y la realidad aumentada, la inteligencia artificial, la comida artificial, la impresión en 3D o los coches autónomos serán, según Schmidt, las tecnologías que cambiarán el mundo.

Facebook compró Oculus, empresa de desarrollo de realidad virtual, porque Mark Zuckerberg estaba convencido de que la red social se debe adaptar a esta nueva tecnología para permitir a sus usuarios tener presencia virtual a través de sus avatares, los cuales podrán actuar sin límites espaciales. Más allá de la comunicación social, el uso de avatares creará sin duda nuevas oportunidades en el mundo laboral. Habrá asistentes, entrenadores personales, médicos o abogados que nos ayuden o asesoren, no presencialmente sino a través de sus hologramas o avatares.

Samsung y Google trabajan en lentillas inteligentes con sensores que detectan el movimiento de los ojos y los párpados para activar funciones como hacer una foto o activar la pantalla de realidad aumentada.

Google también está invirtiendo en la aplicación de nuevas tecnologías médicas como las nanopartículas magnéticas que buscan señales de cáncer y otras enfermedades en las células dentro del cuerpo humano.

La impresión 3D marcará un antes y un después en el mundo de la construcción, no solo abaratando significativamente los costes de cualquier edificación, sino acelerando el proceso constructivo.

También la ciencia trata de dar respuesta al crecimiento imparable de la especie humana y la limitación de los recursos, a través de alimentos artificiales, carne cultivada en laboratorio o células madre de vaca o carne impresa en 3D, capa a capa, a partir de células extraídas del animal en una biopsia.

Todo ello por no hablar de los avances de la robótica, que lleva años perfeccionando los robots para complementar, e incluso sustituir, el trabajo del hombre. Un informe de la Escuela James Martin de la Universidad de Oxford, señala que un 57% de los puestos de trabajo corren el riesgo de ser automatizados en todo el mundo. El más alto porcentaje se observa en países en desarrollo como Tailandia y Etiopía, donde la tasa de amortización de mano de obra puede llegar al 72% y 85% respectivamente. La propia China cuenta con un 77% de los puestos de trabajo susceptibles de automatización.

Ante la evidencia de que estas nuevas tecnologías cambiarán el proceso productivo industrial, la construcción, las relaciones sociales, la salud y con ella la esperanza de vida, los seguros y la prestación de servicios sociales, resulta indudable dar, tanto al proceso tecnológico en sí como a los cambios que el mismo vaya produciendo, una respuesta política, jurídica y ética.

La respuesta política debería comenzar por una inversión decidida en educación, para preparar a las generaciones futuras en el desempeño de tareas con valor añadido no susceptibles de ser automatizadas.

Por otra parte, resulta evidente que habrá que prever la amortización de mano de obra no reciclable, pues no se puede dejar al albur de su propia suerte a las personas sin cualificación ni capacidad de reinventarse, que serán prescindibles.

En este sentido resulta muy interesante la presentación en el Parlamento Europeo de una propuesta de Estatuto jurídico para las «personas electrónicas», que plantea dotar a los robots de un cierto «estatus jurídico» con derechos y obligaciones, entre estas, el pago de cuotas a la seguridad social, con el fin de poder mantener las pensiones de los trabajadores cuyos puestos amorticen.

No pocas voces, clamando por el retorno de un mercado laboral ya extinto, muestran resistencia a los cambios que están a las puertas, pero sería más conveniente que mirar atrás intentar analizar cómo se puede y se debe proteger a las personas «humanas» (hasta ahora un término redundante, pero que ya no lo será) como consecuencia de la irrupción de esas nuevas tecnologías, que por otra parte ayudarán a paliar el problema que plantea el envejecimiento de la población.

Esa protección no debería ir solo dirigida a garantizar una renta digna y los servicios sociales básicos a todos los humanos, sino a proteger también sus derechos fundamentales: a la libertad, en todas sus manifestaciones: de opinión, ideológica, de culto, de expresión, de reunión y asociación; a la intimidad, al honor y la propia imagen; derechos, en riesgo de amenaza, directa o indirectamente, por estas tecnologías disruptivas. Por ello, también resulta imprescindible que la ética tenga su espacio para pronunciarse estableciendo límites al desarrollo tecnológico en beneficio y protección de la humanidad.

Stephen Hawking aventura que las máquinas superarán completamente a los humanos en menos de 100 años y que cuando eso suceda debemos estar seguros de que las máquinas tengan metas en común con las nuestras, pues nuestro futuro dependerá del creciente poder de la tecnología y de la sabiduría con la que la usemos.

Como mantiene Nick Bostrom en su libro Superinteligencia: Caminos, Peligros, Estrategias (Oxford UP, 2014), «el verdadero reto no está tanto en la inteligencia que sean capaces de alcanzar las máquinas, sino en el desarrollo moral de nuestra especie».

El propio Eric Schmidt afirmó en una conferencia en 2010 que Alphabet inc. se acerca siempre en sus políticas «al límite máximo de lo espeluznante». La afirmación da miedo porque pone a la humanidad ante el abismo y nos advierte que para transitar con éxito las aventuras de esta epopeya se requerirá que tanto nuestros guías: aquéllos que tengan el poder decisorio en los gobiernos y las compañías; como todos y cada uno de los humanos con capacidades tecnológicas e investigadoras, estén dotados de un especial sentido y responsabilidad ética.

Esos requerimientos éticos son básicos y sencillos. Ya los formuló quien fuera consejero y prefecto del pretorio del emperador Alejandro Severo, el jurisconsulto Ulpiano, cuya estatua flanquea el acceso al Palacio de Justicia de Bruselas: «Vivir honestamente», «No hacer daño a nadie», «Dar a cada uno lo suyo».

En parecidos términos, Asimov, en Yo, robot, la novela de ciencia ficción que vio la luz en el ya lejano 1950, estableció las 3 leyes de la robótica:

  1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes se opongan a la primera ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.

Sería interesante que se fuesen extendiendo los foros donde filósofos, políticos y juristas fuesen planteándose cuales son los requerimientos que exigirá el desarrollo tecnológico para en lugar de llevarnos a un mundo «espeluznante», nos lleve a un mundo más justo y habitable.

Luis Suárez Mariño