Pero Suárez supo cambiar, y él y otros políticos como Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Fraga o Josep Tarradellas fueron capaces de dejar atrás sus diferencias y trabajar por sacar adelante una Constitución que permitiera la convivencia en un país demasiado acostumbrado a resolver sus diferencias mediante guerras civiles. Quién lo creyera hoy.

Corría el mes de julio del año 2008. Adolfo Suárez, ya bastante afectado por el Alzhéimer, caminaba junto al rey de España, que se acercó a visitarlo a su chalé de la urbanización de La Florida, en Madrid. Desde atrás, el hijo del expresidente inmortalizó con su cámara el momento. Así nacía una imagen que quedaría como metáfora de la decadencia física del ser humano. Cuando dos hombres de más de setenta años andaban sobre el césped, nada importaban la Ley de Reforma Política de 1976, la legalización del Partido Comunista en 1977, la Constitución de 1978 o el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981. Al inmisericorde tiempo se la traía al pairo que aquellos dos hombres fueran la fachada de una generación de políticos y mandatarios que, con su pasado y sus ideologías divergentes, supieron estar a la altura de los tiempos para llevar a buen término el complicado paso de un sistema dictatorial a una democracia.

Suárez y Fraga provenían del franquismo; de Carrillo aún hay quien le reprocha los asesinatos de Paracuellos, mientras que González acabaría tirando por tierra su legado con un fin de mandato marcado por la corrupción. Ninguno de ellos era un santo varón, pero tuvieron cintura política y fueron capaces de comprender lo que necesitaba España en ese momento. En definitiva, fueron útiles.

Y, ¡ojo!, no todo el mérito fue suyo. Detrás había una sociedad madura que estaba harta de un país cainita, violento y autoritario, y que quería construir uno nuevo, más libre y más justo. En la actualidad, cuando España necesita un repaso para combatir las amenazas a la justicia social, la libertad y la democracia, el pueblo parece estar de nuevo a la altura con marchas como las de la Dignidad, confluentes ayer en Madrid, pero esta vez no hay políticos capaces de aparcar sus taras ideológicas y responder al clamor de un pueblo. En definitiva, no son útiles.

La Transición fue buena para España, pero no puede quedarse ahí. Hace falta seguir avanzando y, a pesar de todos los errores que se cometieron en su día, necesitamos políticos como los de entonces. Me resulta inimaginable que dentro de treinta años una foto entre Rajoy y Rubalcaba pueda tener el valor que posee la de Suárez y Juan Carlos I en 2008, cuando nuestro rey todavía caminaba sin muletas porque su cadera estaba bien, pero también porque su trono aún no cojeaba por el descrédito que yernos corruptos, cacerías en África y princesas alemanas le causarían después hasta hacernos casi olvidar la labor que realizó (puede que por necesidad y no por devoción, pero al fin y al cabo la hizo) en aquellos comprometidos años.

Necesitamos políticos como los de la Transición, y necesitamos un rey como el Juan Carlos de la Transición, o quizá no necesitemos rey.