La película de Griffith nos muestra alternativamente cuatro historias que recrean la matanza de los hugonotes en París en la llamada Noche de San Bartolomé, promovida por Catalina de Médici; la caída y destrucción de  Babilonia por el ataque del persa Ciro II el Grande; la muerte de Jesucristo y una huelga de trabajadores contemporánea al momento de film. En cada una de las historias, la intolerancia de unos o de otros demuestra la intransigencia  humana refugiada en el fanatismo de las religiones, en el de las ideas o en  ambos.

No sabía Griffith, pero lo intuía, que treinta años después la intolerancia de nazis y fascistas llevaría a Europa a inimaginables exterminios y matanzas. Podía decirse que la realidad superó con creces, gracias al fanatismo de unos pocos, las  peores obsesiones de toda la historia.

Hoy, en un mundo aparentemente civilizado, dotado de todos los medios para comprender, tolerar e intercambiar pensamientos, filosofías, credos, y razones, prosperan de nuevo – si es que alguna vez bajaron de intensidad – las más indecentes intolerancias. Las ortodoxias, los odios y las obcecaciones campan a sus anchas y aparecen ya sea en la boca de un presidente turco, en la de un candidato de extrema derecha holandés, en la de los fundamentalistas islámicos o en la de obispos católicos; incluso en la de pregoneros de medio pelo que se otorgan el derecho de decidir cual debe de ser la esencia de la familia o de la sexualidad de otros. Todo esto, amigas y amigos lectores, sólo tiene un nombre: intolerancia.

Intolerantes para el pensamiento, las decisiones y las libertades ajenas. Intolerantes hasta el insulto; intolerantes y faltos de piedad para con los demás mientras argumentan ser seguidores de un Dios piadoso, tolerante y comprensivo.

Si existiera el infierno su sectarismo les abriría las puertas de par en par y sudarían más que en una entrevista de la Sexta. Merced a la libertad de expresión que ayer reclamaban en Madrid los de Hazte Oir, les acuso de falsos, retrógrados, mentecatos y fundamentalistas, porque la primera muestra de libertad es dejar ser a cada uno – tenga pene o vulva – lo que quiera ser.