La invasión de Nicaragua de 1780 por el río San Juan, a pesar de no ser muy conocida, es un caso paradigmático de ese tipo de acciones en las que a pesar de un éxito inicial, la resistencia de los españoles bajo el mando de Don Juan de Ayssa dio finalmente al traste con las pretensiones británicas, entre cuyos participantes se encontraba el conocidísimo marino Horatio Nelson.
Todo esto ocurría en el contexto de la Guerra de Independencia de las Trece Colonias norteamericanas que al recibir el apoyo de Francia y España en la contienda complicaron extraordinariamente la situación de Reino Unido al tener que combatir en el frente continental de Norteamérica, en Europa y en los archipiélagos del Caribe donde tenía colonias, siendo Jamaica su base naval más importante.
Desde 1779, España se había sumado a la guerra y había puesto al servicio de la victoria aliada sus puertos y territorios de ultramar en América como principales puertos operativos para el transporte de tropas, abastecimiento y recalada de las escuadras navales franco-españolas.
Así las cosas, el gobernador de Jamaica, el mayor-general John Dalling, veía como sus aguas de influencia comenzaban a ser sistemáticamente ocupadas y navegadas por las flotas españolas francesas, y propuso organizar una expedición para dar un golpe de mano en la provincia española de Nicaragua y así desviar la atención de su isla.
Tras la entrada formal de España en la guerra, los británicos apuntaron a atacar los intereses españoles en Centroamérica. Invadirían asegurando primero el control del río San Juan en la actual Nicaragua. Su operación buscaba proteger contra ataques la ruta terrestre más popular a través de Centroamérica hasta el Océano Pacífico. El río San Juan, de 200 km de longitud desde el Lago Cocibolca o Lago de Nicaragua al Mar Caribe, estaba convenientemente situado en el centro del imperio español en Centroamérica. El plan británico, de tener éxito, dividiría el Imperio español en dos. La construcción de fuertes a lo largo de esta ruta serviría para invadir el territorio circundante y saquear las riquezas del imperio español. Las invasiones británicas en América Central y del Sur eventualmente, esperaba Whitehall, presionarían a España para que hiciera la paz y saliera de la guerra
El Fuerte Inmaculada Concepción en el Río San Juan
La construcción del Fuerte de la Inmaculada Concepción había marcado el punto álgido en el desarrollo de la arquitectura militar del Reino de Guatemala en Nicaragua. Erigido de 1673 a 1675, en la margen derecha del Río San Juan a unos 100 kilómetros de su desembocadura, se concibió como un punto defensivo ante los ataques de piratas, de indios zambos-mosquitos o de tropas regulares del ejército inglés. Los ingleses pretendían tomar la ciudad de Granada que constituía el corazón de la provincia, al asumir el papel de puerto de salida de la plata del Reino hacia la Metrópoli y de los productos de la provincia hacia los puertos del Caribe: Portobelo y Cartagena de Indias. Sin embargo, mientras que en 1761 el Castillo poseía “123 plazas de gente de toda graduación y de servicio, entre ellas 10 artilleros, 20 mosqueteros y 64 arcabuceros” amén de un considerable armamento, la desidia administrativa fue reduciendo sus dotaciones hasta quedar éstas bajo mínimos hasta que cuando en las últimas décadas del XVIII Nicaragua pertenecía a la Capitanía General de Guatemala llegó a tener una pequeña guarnición de infantería regular de unos 60 hombres mandados por el capitán Juan de Ayssa, además de tropa de milicia colonial, que en cualquier caso no eran más de un centenar.
El conflicto norteamericano y la estrategia británica
Lógicamente, tras la entrada formal de España en la guerra, los británicos apuntaron a atacar los intereses españoles en Centroamérica y el Caribe, lo que generó una guerra completamente diferente a los teatros del norte y sur de la Revolución Americana y al conflicto al oeste de los Apalaches, aunque sigue siendo parte de la Guerra general de Independencia de Estados Unidos
En Whitehall, el secretario británico en guerra, Lord George Germain, estaba al tanto de las fortalezas de los enemigos de Gran Bretaña en las Américas. España era más débil que Francia. La campaña del Río San Juan, idealmente, obligaría a España a abandonar la lucha. Germain quería tomar Nueva Orleans, pero después de enterarse de los preparativos de Bernardo de Gálvez y su acumulación de tropas y suministros destinados a capturar la Florida Occidental británica, reparó en que Centroamérica podría ser una oportunidad prometedora para sorprender a España atacando una región que no contaba con una gran concentración de tropas.
El plan de invadir las posesiones de España en Centroamérica fue urdido por el Mayor General John Dalling. Veterano de la Guerra Francesa e India, Dalling fue gobernador de Jamaica desde 1777 hasta 1782 y planeó conquistar Honduras después de un saqueo con éxito de Omoa controlada por los españoles situada en la Bahía de Honduras en octubre de 1779. Allí comprobó que además del oro y de la plata, España contaba con una gran cantidad de valiosos bienes comerciales como la cochinilla, el índigo, la madera de tronco, el cacao y el azúcar. La decisión de la invasión no tardó en tomarse y el plan era simple: una fuerza ascendería por el río San Juan y capturaría el Castillo de la Inmaculada Concepción. Después de eso, una o más embarcaciones patrullando el lago de Nicaragua, junto con la captura de la ciudad de Granada en el extremo norte del lago, otorgarían a Gran Bretaña el control de toda la región. Los puestos avanzados guarnecidos podían recibir suministros de los ríos San Juan y Matina. Desde el lago de Nicaragua, una fuerza de invasión aseguraría las ciudades de León y Relaejo en la costa occidental del istmo antes de que el establecimiento de un escuadrón naval otorgara a Gran Bretaña acceso al Océano Pacífico. Con Nueva España dividida en dos, los británicos utilizarían el escuadrón occidental para saquear las posesiones de la costa oeste de Nueva España. Simultáneamente, los agentes británicos desestabilizarían las colonias españolas fomentando la rebelión entre la población local antes de invadir con tropas terrestres. El resultado proporcionaría a Gran Bretaña acceso a los recursos de América Central y del Sur que luego estarían abiertos a la explotación y al comercio británico.
En Whitehall, Germain inicialmente temía apoyar el plan de Dalling, pero después de algunas deliberaciones cambió de opinión y en enero de 1780 le informó que no solo apoyaba la empresa, sino que también enviaba 3.000 soldados adicionales para defender Jamaica y participar en la expedición. Ansioso por iniciar la campaña, Dalling no esperó los refuerzos de Germain.
Las fuerzas británicas. Horatio Nelson
Bajo la dirección de Dallling se formó una escuadrilla compuesta de un navío de cincuenta y cuatro cañones, el Ulisis, dos fragatas, con otros tantos bergantines y algunos botes. La expedición partió de Jamaica el 23 de febrero de 1780, a las órdenes en su parte naval de un capitán de 21 años llamado Horatio Nelson en el Hinchinbroke, pero subordinada al mando del Coronel J. Polson que debía dar comienzo a las operaciones mientras llegaba el grueso de los refuerzos desde Inglaterra.
El ataque británico. Juan de Ayssa
A finales de marzo de 1780 llegó la flotilla al puerto de San Juan del Norte pero ninguna de las embarcaciones mayores se atrevió á salvar la barra, a excepción de la corbeta Hinchinbroork, comandada por Nelson con doscientos hombres que pudo subir hasta la isla del Mico, cerca de la embocadura inferior del San Juanillo, intentando reunírse allí con el resto de la fuerza invasora conducida en botes tras esperar inútilmente la llegada de varios arqueros indios miskitos al mando del mayor James Lawrie que finalmente no se presentaron.
Las anteriores tentativas sobre el Castillo habían puesto sobre aviso su Comandante don Juan de Ayssa que para evitar sorpresas ordenó fortificar la isla de Bartola, a unas dos leguas río abajo del mismo. El sargento, comandante de esta avanzada, tenía á su disposición dos cayucos con orden de enviar un correo expreso a la hora en que se presentasen enemigos, estando provisto de cohetes voladores que debía lanzar de trecho en trecho, para anticipar la noticia y que diese tiempo de enviar otro correo a la ciudad de Granada para pedir auxilio.
A primera hora del día 9 de abril de 1780, los centinelas del castillo avistaron una pequeña embarcación que remontaba el río disparando los cohetes convenidos. Inmediatamente mandó don Juan de Ayssa, un correo a Granada, al Capitán General don Matías Gálvez, siendo la portadora del mensaje su propia esposa tanto para ponerla a salvo, como para que procurase acelerar la llegada de los refuerzos.
Los británicos llegaron a la isla de Bartola esa misma mañana y pudieron acercarse bastante favorecidos por una espesa niebla; pero en cuanto fueron detectados se rompieron los fuegos por ambas partes. Los invasores, guiados por un crecido número de zambos que tomaban parte en la acción habían desembarcado en el bosque que está al lado izquierdo de la isla y parapetados con los árboles hacían un fuego compacto e insistente. Después de tres horas de combate, en que los defensores de la isla echaron á pique dos botes con sesenta hombres que trataron de asaltar las trincheras, doscientos ingleses vadearon á retaguardia el brazo más angosto del río y cayeron sobre la isla. Tan solo el sargento es¬pañol, con cuatro de sus hombres, pudo salvarse en el cayuco que le había quedado y presentarse algunas horas después en el Castillo dando cuenta del suceso.
El acoso al Castillo
El Comandante Juan de Ayssa despachó otro correo a Granada, hizo quemar todas las casas inmediatas al Castillo, construyó una robusta una estacada al rededor del foso del Sur, hizo provisión de agua y mandó matar cuanto animal doméstico se encontró en los alrededores, almacenando las carnes y cuanto grano pudo conseguir Después mandó quemar un fuerte de madera, que existía en la parte más alta de la localidad y que servía de vigía.
A las cuatro de la tarde del día 11 de abril, se dejó ver el enemigo en la margen opuesta del río, y dos horas después se rompía fuego por ambas partes que duró hasta bien entrada la noche y al amanecer del día siguiente los españoles comprobaron con sorpresa que en un alto casi frente al castillo el enemigo había instala una completa batería con cañones que dominaban el Castillo
La fortaleza del Castillo, aunque había estado casi en ruinas en años anteriores, acababa de ser reparada y convenientemente arreglada por orden del Capitán General Matías de Gálvez. En aquella ocasión la defendían más de doscientos hombres de infantería, diez y seis artilleros, cuarenta mosqueteros, veinte milicianos y el estado mayor, compuesto del Comandante, su segundo, el Capitán de ingenieros don Joaquín Isasi y el capellán. Había cuatro cañones en la plataforma que daba al río y treinta y seis en la parte superior de la fortaleza.
Pero el fuego de la batería inglesa era terrible y los esfuerzos de los españoles debieron reducirse a tratar de inutilizarla, lo que por fin consiguieron después de seis horas de constante cañoneo entre los contendientes.
El día 13 al amanecer los británicos descubrieron con desagrado que en el mismo punto de la víspera, se habían situado – esta vez por los españoles – dos baterías de cinco cañones colocadas en los dos extremos de la loma. Catorce horas duró el cañoneo de este día, cesando el fuego por ambas partes hacia las ocho de la noche. Desde la batería inglesa se habían disparado cuatrocientos cincuenta cañonazos y las troneras y murallas del Castillo quedaron tan dañadas que la guarnición se ocupó en repararlas durante toda la noche
Los días siguientes volvieron a abrirse los fuegos de artillería con mucho estrago para ambas partes. y l fue reforzada la loma con una tercera batería de obuses ingleses, que lanzaban proyectiles de calibre nueve y doce. Para reparar en parte el destrozo de las murallas, los sitiados echaron mano de los colchones y jergones que tenían, para amortiguar bastante el daño de las balas enemigas y aprovecharon el anochecer para bajar al río a proveerse de agua y a enterrar sus muertos fuera del recinto de la fortaleza.
Finalmente el día 18 se suspendieron los fuegos de la artillería británica y los atacantes se dedicaron a reparar sus baterías y a hacer preparativos de asalto sin ser molestados por los del Castillo, que habían prácticamente se habían quedado sin balas de cañón y reservaban para caso más extremo unas sesenta y tres que les quedaban. Se contentaron con hacer un fuego de fusilería, que duró todo el día.
El asalto
El 19 amanecieron los ingleses trabajando atrincheramientos más inmediatos al Castillo, y a las 4 de la tarde trataron de asaltarlo por medio de seis grandes escalas, que apoyaron en las murallas pero un acertado cañoneo frustró este intento. El Comandante del Castillo reunió un consejo de oficiales, y se acordó resistir hasta el último extremo y enviar nuevo aviso a Granada. En esta virtud fueron mandados, á las nueve de la noche, los negros Ildefonso Gutiérrez, Vicente Prado y Juan Guzmán, con pliegos para el Capitán General Gálvez. Los dos correos bajaron por la muralla, por una escalera de cuerdas, iban provistos de víveres para diez días y de lo más necesario para atravesar las montañas desiertas hasta llegar á las haciendas de Chontales. Para atravesar el río tomaron un cayuco que se hallaba en medio de dos puertos enemigos, favorecidos por la oscuridad de la noche. Se les dio cohetes voladores, que debían disparar en el monte, cuando estuviesen libres de todo peligro, lo cual ejecutaron fielmente en esa misma noche.
El 20 continuaron los ingleses perfeccionando sus atrincheramientos y haciendo un fuego de cañón bastante escaso; al día siguiente rompió sus fuegos la artillería del Castillo, pero los ingleses no contestaron hasta las 4 de la tarde, en que atacaron con mucho ímpetu, hasta las 9 de la noche, por agua y tierra, y auxiliándose con un gran número de piraguas. Hubo seis muertos y tres heridos en el Castillo, y la aguada sólo pudo hacerse con mil dificultades hasta en la madrugada.
El 22 al amanecer, aparecieron los ingleses parapetados tras un nuevo y más inmediato atrincheramiento, de donde hacían mucho daño, porque las murallas del Castillo estaban casi destruidas. A las 7 de la noche rompieron un nutrido fuego de fusilaría, y los sitiados, temerosos de un asalto iluminaron los fosos y las inmediaciones del Castillo, con faginas embreadas, que arrojaban encendidas desde las murallas durante toda la noche.
Capitulación
Los ataques nocturnos impidieron a los defensores del Castillo abastecerse de agua, y agotados y sedientos se vieron obligados a capitular con garantía de vida, quedando don Juan. de Ayssa y la guarnición, constituidos en prisioneros de guerra, y los ingleses obligados á ponerlos en uno de los puertos distantes de la América Española, para que de ahí se condujeran donde mejor les pareciese.
Durante el sitió hubo en el Castillo once soldados muertos, veintiseis heridos mortalmente y veintitres de menos gravedad. Don Juan de Ayssa, el Capitán de ingenieros don Joaquín Isasi y el teniente de infantería don Pedro Brizio, fueron también heridos durante el sitio, aunque sus heridas no fueron graves.
El buque de la muerte
El 3 de mayo fueron embarcados los prisioneros en canoas y piraguas, tripuladas por zambos y custodiados por un piquete de treinta soldados ingleses al mando de un sargento. Llegaron a San Juan del Norte el 7 del mismo mes, y fueron entregados al Mayor General Mr. Kenipbell, en cuyo buque se les dio de comer. Tres días después hubo una tempestad y murieron dos de los prisioneros, golpeados por un rayo, que deshizo el árbol mayor del buque.
Posteriormente fueron conducidos en un buque británico a Santiago de Cuba, pero después de treinta y ocho días de una navegación infructuosa y de haber perdido al Capitán del buque, a diez y seis marineros y a cincuenta y cinco de los prisioneros, se resolvió regresar a San Juan, llevando al segundo Capitán y al piloto enfermos, escasez completa de víveres y a un solo marinero sano en condiciones de manejar el buque.
A los siete días lograron dar nuevamente fondo en San Juan del Norte, en donde permanecieron cincuenta y un días más, esperando provisiones y marina. Durante este tiempo la miseria llegó a su colmo para los pobres prisioneros, a quienes solamente se le suministraba una escasa ración de carne salada y un poco de galleta podrida y llena de gusanos.
Hubo una nueva tentativa de llegar a Santiago de Cuba pero los vientos contrarios, después de una terrible navegación arrojaron a los prisioneros las costas de Jamaica. Desde allí hicieron todo lo posible por continuar pero rompieron el palo mayor y llegaron nuevas encalmadas, siendo el buque arrastrado por las corrientes a Sabana la Mar (La Española – Dominicana) donde el Capitán resolvió estacionar para reparar las averías y proveerse de víveres
Para entonces el escorbuto, el hambre y toda clase de miserias habían causado tal estrago entre los prisioneros, que habían fallecido ciento nueve de ellos; contándose en este número el capellán don Juan Gutiérrez y el cadete don Bernardo Cuervo de la Buria. Los restantes se hallaban tan enfermos, que no podían auxiliarse los unos los otros ni con un poco de agua.
Las autoridades y vecinos de Sabana la Mar acudieron al socorro de aquellos desgraciados con cuanto auxilio pudieron; y por su mal estado quedaron convaleciendo en tierra don Juan de Ayssa, el teniente don Pedro Brizio, don Antonio de Antonioti y el soldado Carlos Aguirre, con orden de ir á reunirse por tierra en Puerto Real con el buque y los demás prisioneros, que se hicieron a la vela para aquel punto.
Apenas restablecidos, los enfermos se pusieron en camino para Puerto Real; pero a su llegada se encontraron con la triste noticia de que el buque con los prisioneros había sido sorprendido en alta mar por un huracán terrible, naufragando en unión del buque de guerra inglés Victoria y no quedando de él otra cosa que algunas tablas y más de cuarenta cadáveres de los prisioneros españoles que arrojó el mar a la punta de Lucía.
Don Juan de Ayssa y sus tres compañeros, sin ropa, sin dinero y sin conocer a nadie tuvieron que vivir miserablemente en Puerto Real hasta el 23 de diciembre de 1780, en que una goleta de tránsito para Nueva Orleans se compadeció de ellos, los tomó a su bordo y los dejó en la Habana, de donde se trasladaron a Nicaragua a principios del año de 1781.
El Gobierno español ascendió a don Juan de Ayssa a Teniente Coronel, a don Pedro Brizio a Capitán, con sueldo, a don Antonio Antonioti a Subteniente de artillería; y al soldado Carlos Aguirre lo recompensó con un escudo mensual, según consta en real orden de 12 de junio de 1781.
Desastre inglés y retirada.
Mientras tanto, los ingleses dueños de la tan codiciada fortaleza del Castillo para apropiarse desde ahí del resto del país no alcanzaron sus objetivos por haber obtenido el triunfo demasiado tarde.
Y es que debido a la dura resistencia habían empleado cerca de dos meses en remontar el río, apoderarse del Castillo y hacer sus demás preparativos, dando lugar en todo este tiempo a que las autoridades del país (Matías de Gálvez) tuvieran tiempo de prepararse y fortificaran la boca del lago, resultando de todo esto que mientras los españoles se hacían cada vez más fuertes con los auxilios que recibían de San Miguel, Choluteca y otras provincias inmediatas, la escuadrilla inglesa se hallaba más debilitada y desabastecida; se habían extraviado algunos botes de los que se remitieron a San Juan con los prisioneros del Castillo, y otros se habían inutilizado, de manera que los que quedaban eran insuficientes para llevar adelante la iniciada invasión
Aumentaban las dificultades de los ingleses por la falta de remeros pues los zambos, con quienes se contó al principio, se habían ido retirando, unos por estar hartos de la situación y otros por el tratamiento bárbaro que recibían. No obstante, las operaciones continuaron haciendo de bogas los soldados que, no acostumbrados a ese ejercicio especialmente penoso en un clima tan húmedo y caluroso, sucumbían sin adelantar nada. Así fue que, a pesar de haber llegado sucesivamente con algunos refuerzos considerables, Kempbell, Dalnipmple y Leiht, sólo pudo conseguirse que subiera hasta el Lago el bote llamado Lord Germain, en el que los españoles se imaginaron ver un bergantín.
El resto de la expedición nunca pasó de las inmediaciones del Castillo, en donde la sorprendió el mal tiempo de las lluvias, que fueron persistentes y copiosas. Así mismo, las enfermedades comenzaron desde luego a producir sus naturales estragos.
La insalubridad del clima y la mala alimentación desarrollaron en el campamento inglés una terrible disentería, que arrebató la vida a muchos invasores y obligó a los restantes a huir precipitadamente de aquel antro de muerte.
El mismo Nelson se vio al borde del sepulcro; y de los doscientos hombres de su compañía solamente se salvaron diez.
Las tropas del Coronel Polson cuándo huyeron del Castillo se acamparon en la boca del San Juan, pero la epidemia los persiguió.
A pesar de tantos y tan continuados contratiempos, la fuerza expedicionaria siguió haciendo inútiles tentativas, alentada con la esperanza de recibir los socorros que se esperaban directamente de Inglaterra; pero esta esperanza quedó también frustrada a causa de haberse declarado la peste en la escuadrilla inglesa a la llegada a Jamaica.
La noticia de aquel nuevo contratiempo se añadido a los muchos que había experimentado desde un principio la escuadrilla de Polson y la obligó a emprender su retirada, que efectuó a mediados de noviembre del mismo año. Los británicos habían perdido cerca de cuatro mil hombres y más de tres millones de pesos.
España recupera posiciones
Las fuerzas situadas en la fortaleza de San Carlos que defendían la entrada del lago, no tardaron en observar la falta de enemigos en el río y resolvieron avanzar por medio de una columna exploradora que ocupó el Castillo en los primeros días de enero de 1781 en donde se encontraron siete oficiales ingleses, sin duda enfermos, que fueron hechos prisioneros.
Una vez recuperado el Castillo, se trató de averiguar si el enemigo se encontraba en la desembocadura del río, y con tal objeto se enviaron dos piraguas y un bote hasta llegar al punto donde estuvo situado el campamento inglés, que se encontró abandonado y convertido en cementerio. Numerosas sepulturas, algunas de ellas con tarjetas e inscripciones, atestiguaban la terrible mortandad que ocasionó la epidemia en el ejército invasor que en su desesperada retirada había dejado atrás tres piraguas grandes, una fragata, cinco piraguas menores, una chalupa y muchos útiles de marina,
Vista la inutilidad del Castillo de la Concepción, para ser defendido con éxito, ordenó el Gobierno de España que fuera demolido; pero dicha orden no se llevó a efecto y las autoridades de la Provincia, solamente se limitaron a reducir la guarnición que lo custodiaba y a robustecer la fortaleza de San Carlos, que se creyó inexpugnable.
La facilidad de una comunicación interoceánica no se ocultaba a nadie, y para comprobarla se comisionó al ingeniero don Manuel Galisteo, en el propio año de 1781, para que hiciera estudios detenidos sobre la canalización del istmo de Rivas, aprovechando las aguas del Lago y río San Juan.
Galisteo declaró impracticable semejante idea, fundándose en que la altura del Lago sobre el Pacífico era de ciento treinta y cuatro pies castellanos, siete pulgadas y una línea; y que el mayor fondo de sus aguas no excede de ochenta y ocho pies y seis pulgadas, por lo cual, y siendo menor el cauce del canal, vendría a consumirse en poco tiempo, no solamente el río San Juan que se abastece del Lago, sino también éste.
Juan de Ayssa
El ascenso de Juan de Ayssa al empleo de teniente coronel por Real Orden del 12 de junio de 1781 por sus méritos de guerra señalaba lo siguiente:
Había puesto sobre aviso a las demás guarniciones, defendió bravamente el fuerte y aun como prisionero sufrió penurias y dificultó aún más las operaciones a los ingleses.
Ayssa terminaría siendo gobernador de Nicaragua en 1783.
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