Tras perder los comicios presidenciales en 2006 y 2012 (en ambos casos apuntó a un supuesto fraude electoral como responsable de su derrota), al fin el considerado como candidato de la izquierda ha logrado imponerse aupado por el hartazgo de la sociedad mexicana ante la corrupción de su clase política y su incapacidad para combatir las desigualdades y la inseguridad en una de las principales economías de América Latina. El reto que se le presenta ahora, a pesar del amplio margen de su victoria, se antoja ingente ante las esperanzas generadas en muchos mexicanos.

Sin embargo, los postulados izquierdistas en lo económico y social chocan con su conservadurismo religioso en materias como el aborto o el matrimonio homosexual, muy alejados del laicismo y la igualdad de derechos que pregona la izquierda europea. Resulta, por tanto, paradójico, ese apoyo tan entregado al presidente electo por algunas figuras como Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero.

La coalición más votada, ‘Juntos haremos historia’, es una curiosa amalgama del izquierdista Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), liderada por el evangélico López Obrador, con el reaccionario Partido de Encuentro Social (PES), mientras que en segundo lugar ha quedado la no menos curiosa coalición ‘Por México al frente’, liderada por el derechista Partido de Acción Nacional (PAN) de Ricardo Anaya, con el izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD), del que recientemente salió el presidente electo para fundar Morena.

En tercer lugar y en franco retroceso, el oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI), que regresa a la oposición acabado el sexenio de Enrique Peña Nieto. A pesar de contar probablemente con el candidato más preparado, José Antonio Meade, la corrupción, la desigualdad y la violencia que lastran al país han sido su condena electoral. Tampoco se debe desdeñar el impacto que medidas como la reforma energética hayan podido tener, a pesar de que el Ejecutivo saliente haya apostado por pasos modernizadores como la reforma educativa para acabar —tal vez esto no sea muy conocido en España— con la herencia de puestos docentes entre familiares sin oposición previa, el intento fallido de regulación de las uniones entre personas del mismo sexo para toda la federación por la oposición del Congreso o las actuaciones para la protección del medio ambiente.

No se puede olvidar, tampoco, que a Peña Nieto le ha tocado en los dos últimos años bailar con la más fea, el presidente estadounidense Donald Trump, un poderoso e impertinente vecino con el que ahora tendrá que lidiar López Obrador.

Precisamente tanto Trump como AMLO se han visto catapultados al poder por la misma corriente de descontento que abona los populismos de uno y otro signo en todo el mundo —sólo hay que pensar en el infame ascenso de la Liga Norte en Italia, junto con el ya descafeinado Movimiento Cinco Estrellas—.

Tras comenzar su carrera política en el omnímodo PRI de los 70, siempre en su ala izquierda y haciendo bandera de la situación de los indígenas de su Tabasco natal, el nuevo presidente mexicano abandonó esta formación en 1988 por sus discrepancias con la políticas neoliberales de Miguel de la Madrid y la candidatura del luego cuestionado Carlos Salinas de Gortari, para acabar en el PRD, con el cual alcanzó el poder en el entonces Distrito Federal entre 2000 y 2005, para después aspirar a la elección presidencial en 2006 y 2012, hasta conseguirlo finalmente ahora con un nuevo partido armado de manera brillante en sólo cuatro años.

Sólo queda esperar si el amplio apoyo popular logrado este domingo servirá a López Obrador para no fallar, como ha prometido, a quienes lo han escogido como clavo ardiendo al que agarrarse.