Entre todas las noches mágicas es imprescindible destacar la Noche de Reyes. El porqué parece obvio: es la noche que más ilusiona a los niños, la más personal para esos locos bajitos. Claro que la epifanía es una fiesta ligada a una religión concreta y por tanto excluyente para otros credos. Sin embargo, millones de infantes se regocijaran en todo el mundo con la visita de tres magos orientales y eso, amados lectores, es motivo suficiente para sentirnos felices, puesto que una sonrisa infantil es más explícita que cualquier palabra.

Según la leyenda, certificada por los Evangelios, tres magos, advertidos por una estrella-cometa se pusieron en camino para honrar al Cristo libertador, con tres presentes: oro, incienso y mirra. El primero de ellos, cuyo nombre en latín aurum, tiene una bella acepción poética en su traducción: “brillante amanecer”, le fue entregado como rey. El segundo, el incensum, le fue ofrecido como Dios, puesto que las resinas aromáticas vegetales que lo componen se utilizan, habitualmente, para ser quemadas con fines religiosos y por casi todas las creencias. Por último, la mirra, la recibió como hombre, puesto que esta resina se utiliza para elaborar perfumes, medicinas y se usaba para embalsamar a los muertos, tres necesidades muy humanas: la apariencia, la curación y el destino final. Ninguno de los tres presentes era de desdeñar y aunque parezca que el oro era lo importante, los otros dos no le iban a la zaga; en el inventario del botín de la toma de Gaza por las tropas  de Alejandro Magno, entre los preciosos objetos del saqueo se mencionan 500 talentos de incienso y 100 de mirra.

Hasta aquí lo que todo el mundo sabe, lo que nos han contado. No obstante, quedan preguntas en el aire. Entendemos que el incienso purificador fue utilizado para el Templo, tal vez el día de la circuncisión de Jesús; la mirra, muy probablemente, para los ungüentos en el entierro de José el carpintero, del que nada vuelven a decir los Evangelios, más interesados en la figura de María o en las idas y venidas del Espíritu Santo. ¿Qué pasó con el oro? No tenemos respuesta a la pregunta, pero conociendo aquella sociedad, tan parecida a la actual, seguro que fue a parar a los bolsillos de los prestamistas, los recaudadores, los sumos sacerdotes o de los fariseos. La prueba es que la familia del carpintero fue siempre humilde. En resumen, el oro para el César de turno, el incienso convertido en humo de rogativas y la mirra para nuestro entierro. Nada nuevo bajo el sol.

Sin embargo nos queda el consuelo de la visita anual de los magos de Oriente, que contra viento y marea y aunque les cierren el Estrecho de Ormuz, llegarán puntuales. Nadie puede asegurar que eran reyes – así se ahorraron los yernos imputados – tampoco sabemos si siguieron observando a las estrellas y si descubrieron una lejana  constelación. Sí sabemos que siguen llenando de ilusión y de esperanza a los niños del mundo y si hacemos caso del adagio que  mantiene que, interiormente, seguimos siendo niños, todos tenemos el derecho de escribir nuestra carta a los magos… por si acaso.

La mía, amigos, sería breve, les pediría la piedra filosofal  para poder darle a la Humanidad la fórmula magistral que permita sociedades más justas y más igualitarias. Pero por si acaso, por si se pierde la carta, por si la intercepta algún servicio secreto, por si los políticos o los financieros la utilizan como papel higiénico, vayamos preparando nuestras reivindicaciones… que hay mucho carbón.