Hubo una vez un dictador de voz atiplada, mala facha, de escroto vacío, lanza en ristre y alma seca. Un enemigo de los derechos humanos, un matador golpista y traidor. El tipo en cuestión erigió un mausoleo faraónico para sepultar a las víctimas de su propia guerra y dejó atado y bien atado que le enterraran en la basílica del monumento, sin temor a los fantasmas de los que allí murieron en esclavitud para construir el sanguinolento santuario.

No me refiero a ningún faraón ni a ningún cacique precolombino, me refiero a alguien contemporáneo cuyos horrores todavía duermen en las cunetas y en las tapias de los cementerios. Alguien de quien no podemos olvidar ni sus hechos ni sus repugnantes crímenes, alguien a quien la Iglesia Católica, muy a su estilo, paseó bajo palio y al que todavía custodia en el valle de la muerte.

Creo que ha llegado el momento de olvidar si no a las páginas de la Historia, si al individuo en cuestión. Para ello es indispensable que su cuerpo corrupto sea trasladado de la roca de la ignominia a un cementerio civil y arrinconado geográficamente, para que su nombre se pierda en el viento de los tiempos.

No merece, el sujeto en cuestión, estar en un cementerio donde el público en general pueda ver su tumba. Los niños, los demócratas, los pacíficos, los justos, los honestos, incluso los turistas, deben quedar al margen de semejante condena. Allí, en la esquina peninsular, donde sólo vecinos, nostálgicos y familiares que se avengan a visitarle, es donde las hojas secas del olvido deben cubrir su última morada.

Y para que el olvido se complete debe desaparecer, tal y como Europa reclama contra todo lo que exalte al fascismo, la Fundación que lleva su nombre y, antes, hacerle devolver las subvenciones que gobiernos tibios o complacientes les adjudicaron. Es dinero del Pueblo y no debió ir a parar a las manos de una Institución dedicada a la memoria de un enemigo de Pueblo. Al igual que es propiedad patrimonial de ese Pueblo el lugar donde reposa ahora. Que no fue nunca de él, ni de los Benedictinos, ni lo es ahora de su familia, que tiene la pretensión ¡válgame el cielo!, de acudir al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, en memoria de alguien que los despreció durante toda su vida.

Por eso hay que olvidar ese nombre, olvidar a esa familia que sólo pretende provocar, porque les importa más el desafío que el lugar en el que repose su deudo. Y recordar la Historia con mayúsculas y sus avatares. No sea que aparezca otro dictador de bigotito nazi, botas de caña, yate pesquero y galgo corredor.