El movimiento hacia un consumo más ético hizo importantes avances también en Estados Unidos, ya que los consumidores se inclinan, cada vez más, por alimentos orgánicos producidos localmente y huevos de gallinas que no están encerradas en jaulas. En el Reino Unido una encuesta determinó que la mitad de las personas a las que se les mostró el símbolo Fairtrade lo reconoció y entendió que se refiere a productos que representan mejores condiciones para los agricultores del Tercer mundo. No existe una investigación comparable en Estados Unidos, pero a partir de datos relacionados, y de discusiones con mis propios alumnos, se infiere que la cifra sería mucho menor.

Los comerciantes que buscan una certificación Fairtrade deben pagar a los productores un precio que cubra los costos de una producción sustentable y ofrezca un salario que les permita vivir. Por ejemplo, el precio mínimo para el café es de 1,26 dólares por 450 gramos, no importa cuanto haya podido caer el precio del mercado. Si el precio del mercado sube por encima de esa cifra, el precio de Fairtrade aumentará de modo que siga costando cinco centavos más por cada 450 gramos.

A los pequeños agricultores, por su parte, se les exige organizarse en cooperativas u otros grupos que permitan la participación democrática. Las plantaciones y las fábricas pueden usar la etiqueta Fairtrade si les pagan a sus empleados salarios decentes, si cumplen con las normas de salud, seguridad y medio ambiente, si les permiten organizar sindicatos u otras formas de asociaciones de trabajadores, si ofrecen una vivienda digna a los trabajadores que no vivan en su propia casa y si no usan mano de obra infantil o mano de obra forzada.

No todos están de acuerdo con Fairtrade. Brink Lindsey, director del Centro para Estudios de Políticas Comerciales del promercadista Instituto Cato, cree que la campaña del café Fairtrade es «un callejón sin salida bienintencionado». Con cierta justificación, sostiene que la causa real de la caída de los precios del café no fué el aparcamiento de las multinacionales, sino los grandes incrementos en la producción del café en Brasil y Vietnam, combinados con nuevas técnicas que hacen posible cultivar café con menos mano de obra y, por tanto, con menos costos.

Según la opinión de Lindsey, si queremos ayudar a los cultivadores de café, deberíamos alentarlos a abandonar el café y producir cultivos más rentables (y aquí señala, pertinentemente, las barreras comerciales y los subsidios de los países ricos como obstáculos que deben desmantelarse) o pasar a productos de mayor valor, como cafés especiales, que tienen precios más elevados.

Lo curioso sobre el argumento de Lindsey, sin embargo, es que se podría decir que la campaña de café Fairtrade está haciendo justo lo que él recomienda (alienta a los cultivadores de café a producir un café especial con un valor más elevado). Los economistas promercado no objetan que las corporaciones apelen flagrantemente al esnobismo para promover sus productos. Si la gente quiere pagar 48 dólares por 450 gramos de café “Blue Mountain” de Jamaica porque eso es lo que prefiere James Bond, los economistas no objetan que el mercado se esté distorsionando. Entonces, ¿por qué ser críticos cuando los consumidores eligen pagar 12 dólares por 450 gramos de café que, saben, fue cultivado sin sustancias químicas tóxicas, bajo árboles que favorecen la supervivencia de los pájaros, por agricultores que pueden permitirse alimentar y educar a sus hijos?

Los economistas podrían responder que, si uno quiere ayudar a la gente a alimentar y educar a sus hijos, puede pagar 10 dólares por 450 gramos de café que no sea Fairtrade pero que tenga el mismo gusto y darle los dos dólares que ahorra a una entidad de beneficencia que le dé alimento y educación a los chicos pobres.

Es una estrategia posible pero Fairtrade tiene sus ventajas. Los cultivadores saben que tienen que ofrecer un producto que les guste a los consumidores, tanto por su saber como por la manera en que se cultiva. Si su producto se vende bien, pueden enorgullecerse de haber producido algo que la gente busca en todo el mundo. Desde la perspectiva de los cultivadores, es preferible recibir una bonificación por vender un producto Fairtrade que recibir una donación de caridad que recibirían de todas maneras, trabajaran o no, y sin importar la calidad de lo que producen.

Pagar más por una etiqueta Fairtrade, no es más «antimercado» que pagar por una etiqueta Gucci, y refleja mejores prioridades éticas. Fairtrade no es un subsidio gubernamental. Su éxito depende de la demanda del mercado, no del lobby político. Afortunadamente, en Europa, esa demanda de mercado está creciendo rápidamente. Es de esperar que pronto alcance niveles similares en todo el mundo desarrollado, y donde la gente pueda elegir cuales son sus gastos discrecionales.

Peter Singer