La titularización de las tierras rurales ya no otorga la facultad de obtener la propiedad y la posibilidad de gozar de sus beneficios. Las nuevas formas de uso de la tierra, hacen que ella le pertenezca al mercado pues el propietario entrega su producción a cierto precio y ésta se convierte en moneda tanto como mercancía de las dinámicas avasalladoras de la oferta y la demanda. Cada vez que el mercado neoliberal lo decide, se convierte en propietario de las tierras a través del control global de los precios, entonces los agricultores grandes o pequeños, que entran en el círculo de proveedores de materia prima o poco transformada, se ven condicionados por la demanda que supera la dinámica natural de la tierra y le exige más de lo que puede dar, no le permite descansar y recuperarse como a cualquier ser vivo y la artificializa para poder seguir extrayendo los volúmenes de producto que los contratos estipulan, así que se convierte en un tipo de esclavitud, entendiendo que no solo estamos hablando de la tierra como suelo arable, sino de la Madre Tierra como complejo vital.
El agricultor pasa unos cuantos ciclos agrícolas cumpliendo el contrato o aprovechando el auge de precios favorables en la demanda hasta que la tierra se agota, luego sigue la etapa de aplicar los agroquímicos. Si los precios siguen convenientes o los contratos se renuevan, el siguiente paso es comprar, arrendar o prestarse en rotación más áreas cultivables y por último, ampliar la frontera agrícola talando bosques. De esta forma el mercado se apropia de territorios sin poseerlos y controla virtualmente su uso sin cargar con las consecuencias de la deforestación, degradación, erosión, migración forzada, desplazamiento de personas, especies animales, biodiversidad, etc.
Entonces cuando se habla de gestión territorial, no solo se trata de delimitar y reconocer un espacio, sino de gestionar un territorio complejo compuesto de seres vivos, cuencas, zonas urbanización, minas, patrimonio arqueológico, subespacios privados, áreas para la siembra, áreas rocosas, reservas, microespacios íntimos, culturas ancestrales nómadas o sedentarias, hábitats de las especies, etc. La normativa legal puede trazar líneas divisorias y demarcar en un mapa los territorios, pero las normas nacionales de cualquier país, aún las más modernas como las que hablan de los derechos de la Madre Tierra, han quedado insuficientes y débiles para preservar y proteger los territorios, teniendo como resultado un escenario que se nos impone ahora con dos actores: uno es el mercado neoliberal que orienta el consumo masivo (que a su vez poco tiene que ver con la satisfacción de necesidades humanas) y el otro es el cambio climático que está secando el planeta.
Por este motivo es que los pueblos, sobre todo indígenas o campesinos, sea que vivan en el campo, la selva o la ciudad, han incursionado en implementar sus propias herramientas de lucha para defenderse del mercado neoliberal, trascendiendo incluso a sus mismos gobiernos nacionales, lo que nos presenta hoy en Sudamérica una movilización social eminentemente territorial. Como algunos ejemplos está Colombia con las reivindicaciones agrarias en contra del Tratado de Libre Comercio – TLC, Chile con la agresión frontal a los derechos de los Mapuches, Perú en contra de la minería, Brasil, que tiene una larga lista de muertes por defender la Amazonía, hoy está desplazando indígenas por el mundial de fútbol del 2014, Bolivia también por la minería en el altiplano y la construcción de carretera en el área protegida llamada TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) y además titularizada legalmente como Tierras Comunitarias de Origen – TCO, en Argentina anteriormente denominada el granero de América, hoy con millones de hectáreas devastadas por el monocultivo de soya y población campesina con cáncer debido a la intensa aplicación de agroquímicos, Ecuador marchando por defender su Yasuní, Paraguay con el derrocamiento a un Presidente que tiene a Monsanto en el trasfondo, Uruguay con un Pepe Mujica que parece convertirse en símbolo de la acción política ecológica pero que justifica su fábrica de papel en el conflicto con Argentina, la hoja de coca en Colombia, Perú y Bolivia, que es el termómetro de las relaciones con Estados Unidos sujetado a la supuesta erradicación de las plantaciones a título de luchar contra el narcotráfico (que a su vez sigue ganando terrenos de poder) que ha generado la resistencia campesina hasta el punto de encumbrar a un presidente cocalero en Bolivia, Venezuela que está más o menos calladita con su conflicto fronterizo con Guyana, y el centenario conflicto entre Chile y Bolivia por el mar que es una fuente de potencial suficiente para estimular enfrentamientos bélicos como una cortina en caso de intervención por materias primas, como siempre ha pasado. Hasta aquí algunos ejemplos de problemas territoriales distintos que en cada país se están diversificando auspiciados por la gran IIRSA, bautizada como la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional Suramericana, para facilitar el flujo extractivo de materias primas del continente, la expresión más palpable de la complicidad entre gobiernos y transnacionales.
En este panorama, la gestión territorial se vuelve la bandera de los pueblos que se están autoidentificando como naciones ya sea dentro de las naciones que conocemos o en regiones intersectadas que trascienden límites geográficos. Los ejes temáticos subyacentes en esta pugna son los derechos humanos, la alimentación con soberanía, la protección de la biodiversidad, del agua, el uso de la tierra, el tránsito libre de la gente, la desmilitarización de las zonas, la desmercantilización del agua, la misma tierra, el aire, los animales, las semillas, la genética, el conocimiento, la vivienda y el cuerpo humano. A su vez, las herramientas de lucha de los pueblos ya no son las leyes formales, sino las marchas, las ocupaciones, el desordenamiento de las ciudades, los campamentos indignados, los grafitis, la música, las redes virtuales y hasta las ferias de mercados campesinos o los más recientes movimientos gastronómicos que están promocionando la cultura alimentaria diversa, patrimonial, libre de química artificial que reivindica las fuerzas movilizadas anti industria y anti monopolios de cadenas de comida chatarra globalizante así como sus deplorables réplicas locales.
La realidad actual implica que la gestión territorial debe entenderse no solo como un sistema para tratar al territorio como espacio físico medido matemáticamente en metros cuadrados, sino también como espacio mental por el que transitan generaciones de seres humanos y otros seres vivos, y que actúan transformando siempre el mismo espacio. Si hasta hace poco el pensamiento fue tener un territorio para aprovechar (alimentarse, vivir, enriquecerse, ampliar el espacio para ampliar el poder), hoy tenemos nacientes tendencias de conservar y/o recuperar el territorio para proteger los componentes que dan la vida.
Las dos formas pugnantes – aprovechar versus conservar – dan lugar a una gestión continua del territorio entre la violencia sistemática: armada, mediática, virtual, política, legal, con financiamiento público, privado y de cooperación internacional; y la resistencia que intenta ser pacífica, pero que también llega a acciones violentas, aunque aquí se debe reconocer con modestia y orgullo, que tras duras experiencias de masacres, asesinatos y persecución, la estrategia pacífica de las acciones de resistencia está primando en las luchas por el territorio, incluyendo la influencia intelectual de investigación, periodismo comprometido, análisis y difusión de datos con campañas por las redes virtuales, sea porque son menos costosas en plata y en vidas humanas, sea porque no hay recursos para las armas, sea por miedo a consolidar más guerras civiles o sea porque estas estrategias pacíficas están resultando ser convocantes y masificables.
Puede ser aún temprano para entusiasmarse con resultados, pero existe ya notoriamente un avance de la sociedad hacia una conciencia de que es necesario pensar la globalidad , o mejor dicho, abandonar ese pensamiento y sustituirlo por la interculturalidad, que implica ser parte del mismo mundo y compartirlo, no acapararlo, intercambiar equitativa y equilibradamente, no arrebatar las cosas y sobre todo tener conciencia de que la naturaleza se territorializa en armonía con el clima y el cosmos, donde las bestias, las aves, los insectos saben dónde vivir y dónde no, hasta las plagas animales o vegetales entran en recomposición por los límites naturales.
Si razonamos la gestión territorial de los pueblos como la manera de recuperar soberanía alimentaria, respeto a todos los derechos que se han inventariado, descolonización económica y cultural, articulación con la gestión ambiental para detener el cambio climático y preservar el agua; podríamos estar produciendo estrategias para devolvernos a nosotros mismos la abundancia planetaria de la cual nos despojamos todos los días como soldados autómatas del consumismo sin felicidad.
El territorio tiene muchos niveles, el físico, el mental, el individual, el colectivo, el propio, el ganado, el estacional, donde se vive, donde se hace otras cosas, el virtual… Por eso ahora se habla mucho de la transterritorialidad, un concepto sumamente delicado que merece un tratamiento especial para que seamos capaces de no permitir más el territorialismo económico transnacional que ni siquiera toca un espacio físico pero se adueña de él.
De cada persona depende delimitar sin violencia lo que es de uno y lo que es de todos, no solo para compartir, sino también para que los espacios de vida se puedan reproducir naturalmente y así poder reproducirnos nosotros dentro de ellos, con dignidad.
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