En un entorno de alta saturación informativa como el nuestro, atender preferentemente a determinados contenidos va en detrimento de otros y genera percepciones distorsionadas.

Biológicamente estamos programados para focalizarnos en aquello que constituye una amenaza o que percibimos como tal. Es una cuestión de mera supervivencia. Si no apreciamos que hace una noche fantástica, es una pena, pero no tiene mayores consecuencias. En cambio, si no detectamos un peligro mortal, nos exponemos a perecer.

La desinformación tiene consecuencias nefastas

Los medios de comunicación hace mucho tiempo que conocen y explotan este sesgo cognitivo para captar nuestra atención. Tienden a poner el foco en la parte más negativa de cuanto acontece hasta el punto que, en el entorno periodístico, rige el viejo axioma No news is good newsQue no haya noticias sobre una determinada cuestión es una buena noticia porque, cuando ocurra algo malo, ten la certeza de que te lo van a contar.

En muchos aspectos, las redes sociales han seguido este patrón. Aunque a menudo mostramos en ellas la cara más amable y edulcorada de nuestras vidas, solemos generar indiferencia, envidia o incluso rechazo. En cambio, cuando se produce un suceso trágico, la actividad en las redes se dispara. Lo mismo que el nivel de implicación de sus usuarios.

Hay un aspecto, no obstante, en el que redes sociales y medios de comunicación tradicionales difieren significativamente. En estos últimos, los contenidos son generados por profesionales que establecen con sus audiencias el compromiso tácito de factualidad, esto es, de ceñirse a los hechos (al menos, en teoría). Sin embargo, en las redes sociales hay un poco de todo: contenidos muy rigurosos, contenidos bienintencionados pero que presentan notables carencias e imprecisiones, y contenidos creados con la única y malévola finalidad de desinformar.

En ámbitos como la política o la salud, la desinformación resulta particularmente nefasta porque puede llevarnos a tomar decisiones contrarias a nuestros propios intereses sin tener conciencia de ello. Lo peor del caso es que, en las redes sociales, las informaciones falsas circulan más ampliamente y con mayor celeridad que las verídicas, de modo que su indeseable impacto resulta difícil de atajar. Este es el terreno de juego comunicativo en el que se ha movido toda la información relativa a la epidemia del coronavirus o, para ser más precisos, del Covid-19. Han abundado las fake news (noticias falsas con voluntad desinformadora), pero también han prosperado las iniciativas orientadas a desmentir falsedades, contextualizar e interpretar los hechos, verificar los datos, y ofrecer pautas de conducta apropiadas y proporcionadas.

Sensación de falta de control

¿Quién ha ganado la partida? Con toda probabilidad, la visión más tremendista. Vamos a analizar por qué.

De entrada, porque ciertamente este brote vírico conlleva un riesgo muy real. En el momento de escribir este artículo, las autoridades chinas ya habían cifrado en más de 2.200 los fallecidos y en 75.000 los infectados en aquel país. La potencial gravedad de las consecuencias es un factor crítico a la hora de percibir un riesgo como muy preocupante.

coronavirus

En segundo lugar, porque se trata de un virus prácticamente desconocido hasta la fecha. Al principio, incluso los especialistas lo ignoraban casi todo acerca del mismo. Un riesgo ignoto siempre es percibido como más peligroso que uno con el que ya estamos familiarizados.

Otro factor que incrementa la peligrosidad percibida de un riesgo es que nos venga dado. Si nos exponemos a él voluntariamente, generamos una sensación de control (no siempre justificada) que hace que nos sintamos más protegidos que cuando el riesgo se nos impone sin que hallamos decidido asumirlo. En el caso de un virus potencialmente letal y de fácil propagación, obviamente nadie lo percibirá como un riesgo libremente asumido.

Por otra parte, para una persona común, entender las vías de propagación del virus o su impacto sanitario es una tarea ardua. Se trata de un riesgo complejo. Nada que ver con riesgos tan fáciles de entender como el de circular contra-dirección por la autopista o el de pasear por un acantilado en pleno temporal. A mayor complejidad (y la cuestionable transparencia de las autoridades chinas tampoco ha ayudado), mayor también la percepción de peligro.

La controversia no ayuda

También la controversia provoca que percibamos mayor peligrosidad a la hora de evaluar un riesgo. Cuando alguien nos dice blanco y alguien nos dice negro, de lo único que podemos estar seguros es de que al menos uno de los dos miente. Y de la desconfianza al miedo hay solo un paso.

En lo referido al Mobile World Congress, por ejemplo, mientras organizadores, autoridades sanitarias e instituciones implicadas aseguraban que el evento podía celebrarse con plenas garantías, la lista de empresas que desertaban del congreso como precaución siguió creciendo hasta forzar su cancelación. Precisamente, pueden parecernos exageradas medidas como la de cancelar el Mobile o la adoptada por Rusia para prohibir la entrada al país de toda persona de nacionalidad china. Sin embargo, conforme van produciéndose más presuntas sobreactuaciones como éstas, nos vamos convenciendo de que quizá sean decisiones razonables y proporcionadas. Lo cual equivale a maximizar el peligro percibido.

Sabiendo ya, además, que tendemos a prestar más atención a las informaciones alarmistas y que las noticias falsas pueden llegarnos con mayor facilidad que las fiables, todo este cóctel de factores agravantes generan una tormenta perfecta. Por más elevada que llegue a ser la peligrosidad del brote de coronavirus, nuestra percepción de dicha peligrosidad siempre será mayor.

Ferran Lalueza Bosch, profesor de Comunicación, UOC – Universitat Oberta de Catalunya. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.