También se han dicho grandes cosas de la fotografía o de la genial actuación de sus intérpretes, y siendo todo esto cierto y destacable, reconozco que una de las cosas que más me llamó la atención al verla fuera la normalidad con la que hablaban los personajes de la pandemia en momentos concretos, como haría una persona real.

Aquellos detalles, aparentemente intrascendentes, me ayudaron enormemente a meterme en la historia y asumir su veracidad. No se ven mascarillas precisamente en este nuevo éxito de la creación e interpretación españolas. Sin embargo, no se obvia nuestra tragedia reciente, sino que aparecen puntuales alusiones, como el reproche del médico a Ane por acudir a trabajar estando enferma al son de: “¿Es que no hemos aprendido nada?”, o las amenazas dentro del equipo de gobierno municipal por supuestos tráficos de influencias a la hora de colarse en las vacunaciones.

El cine y las series empiezan a normalizar en sus historias lo acontecido durante la pandemia, cuando la gente estuvo sin poder salir de casa, usando mascarilla en todo momento, esperando turno para vacunarse contra un virus que por entonces mataba con mucha más saña que ahora. Aunque en realidad no ha pasado tanto tiempo, me resultaba rara su ausencia en historias ambientadas en la actualidad, como si aquello no hubiera existido, pero eso ya está cambiando.

Mientras todos estábamos obligados a usar el cubrebocas, en el cine brillaba por su ausencia. Delante de la cámara, claro, no detrás. Y es ahora que ha ido desapareciendo de nuestra vida diaria cuando empezamos a verlo en pantalla, como si la nueva libertad nos permitiera empezar a recordar sin caer en la depresión más absoluta.

Quizá necesitáramos ese plazo de ausencia. El trauma era terrible. Quién no había perdido un familiar por el dichoso coronavirus, o conocía a alguien entubado en la UCI. A eso había que sumar las secuelas emocionales de esa imposibilidad de salir a la calle, de ese miedo al contacto con amigos, de ese aislamiento profesional merced al teletrabajo, de ese ocultamiento bajo la mascarilla frente a la continua amenaza vírica. Probablemente lo que menos quería el espectador era recordar toda esa mierda en su ocio. Y sin embargo, resultaba extraño, nostálgico, hasta utópico.

Decía Antonio Muñoz Molina en la pasada Feria del Libro de Valladolid que hay “una necesidad comprensible de olvidar de inmediato” situaciones dolorosas como ésta, pero frente a ese imperativo lícito, reivindicaba —y lo practicaba con el ejemplo, pues había venido a presentar su diario escrito durante el confinamiento, “Volver a dónde” (Seix Barral)— “el instinto o el deber” que sentía de “preservar las cosas” para que siguieran ahí cuando llegara el momento del recuerdo.

Se diría que ese momento empieza a llegar en el cine. Si en “Intimidad” había alusiones a la pandemia pero no había mascarillas —aunque vayan perdiendo progresivo terreno todavía es común encontrar quien se protege con ellas en espacios cerrados e incluso abiertos, por no hablar de uso obligatorio en el transporte—, sí se dejan notar en “Tenéis que venir a verla”, la nueva película de Jonás Trueba. Precisamente en el transporte público, un tren de cercanías, y en la naturalidad con la que el personaje al que da vida Itsaso Arana pregunta a su pareja, Vito Sanz, si deben enfundársela para subir al coche de su amigo, Francesco Carril. Una naturalidad que es sinónimo de proceso sanador.

Quizá hayamos dado el paso de poder reflejar la pandemia en nuestra ficción audiovisual para poder sobrellevar algún día, que no olvidar, tanto dolor en el inicio de esta década.