A pesar de eso, continúa siendo posible que en algún lugar queden todavía adolescentes capaces de dedicar un buen rato a ojear pausadamente un atlas, o un mapa extendido sobre la mesa, mirando con fascinación las dimensiones enormes de los océanos, los miles y miles de islas diseminadas aquí y allá, las cordilleras gigantescas que atraviesan los continentes, los inmensos bosques boreales, los desiertos inabarcables, las junglas impenetrables o los hielos de las regiones polares.
Es posible, no perdamos la esperanza, que todavía quede algún adolescente, algún jovenzuelo despistado, que no considere una pérdida de tiempo viajar con la imaginación por el ancho mundo representado en un simple trozo de papel. Que sueñe despierto con gentes y lugares distintos, largas singladuras por el mar o interminables vagabundeos por tierras desconocidas; vadeando ríos, escalando montañas y atravesando páramos donde el sol, el viento, el frío y el calor marcan los límites de la existencia.
Todo eso y mucho más con solo dedicar unos instantes a recorrer con la mirada el sinuoso trazado de los litorales, detener la vista en algún nombre exótico y desconocido o fijarse, solamente un segundo, en una isla remota en los confines del mar.
Porque los mapas, esas representaciones gráficas aparentemente áridas y desabridas, a veces en forma de pesados atlas o globos terráqueos sobre el escritorio, poseen el poder de transportarnos por el ancho mundo a lomos de la fantasía, de avivar nuestros sueños y generar el deseo de saber, de conocer, de experimentar en carne propia realidades distintas a nuestro entorno cotidiano.
Quizá la pantalla del navegador pueda surtir los mismos efectos y deberíamos probar a deslizar los dedos y ampliar, ampliar y ampliar el mapa hasta que notemos que algo nos rebulle en el interior y ya no necesitamos utilizar los ojos, porque nuestra mente, por sí sola, ha iniciado el viaje.
Autor José Carlos Peña
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