El Reino Unido se enfrenta a su más grave desafío desde la posguerra mundial; mayor incluso que el descenso a la segunda división del poder mundial marcado por la independencia de las colonias o la humillación de Suez, peor que el largo declive económico de los años setenta, que la pérdida de cohesión social que acompañó a la prosperidad del periodo Thatcher o que las tensiones centro-periferia traducidas en sectarismo (Ulster) y secesionismo (Escocia).

De hecho, casi todos los esfuerzos y logros alcanzados durante este tiempo para compensar o, al menos, disimular el impacto negativo de esos desarrollos se ponen ahora simultáneamente en riesgo: Londres pierde a partir de hoy influencia en las grandes ligas de la globalización con respecto a Washington, Pekín o Moscú, pero también frente a todos sus vecinos continentales. Por su parte, el fuerte golpe económico que las empresas y los trabajadores británicos sufrirán a corto y, al menos, a medio plazo está fuera de toda duda. Tampoco hay nadie que cuestiona que el delicado equilibrio territorial británico corre peligro y que tanto Escocia como Irlanda del Norte pueden plantearse hasta qué punto les conviene seguir unidas a una Inglaterra introvertida.

Pero el peor de los impactos es el antipático efecto que tiene el voto para la convivencia interna; no solo por esa especie de feo desquite con tintes nacionalistas y generacionales contra los más jóvenes y cosmopolitas sino, sobre todo, por ese material tan corrosivo sobre el que está construido en gran parte el resultado de ayer: una peligrosa mezcla de arrogancia, miedo y rechazo al extranjero. A los millones de inmigrantes que ya viven en las islas. Pero también a las ideas mestizas y a los valores universales moldeados en veintitantos idiomas, por países que hasta hace poco se hacían la guerra cada generación.

En efecto, salvo excepciones casi contadas con los dedos de una mano, quienes el jueves votaron abandonar la UE no estuvieron movidos por nobles ideales democráticos ni por la racionalidad, sino por otras fuerzas quizás comprensibles y hasta incluso legítimas, pero no por ello menos rechazables.

Hoy habrá muchos que conecten el resultado de ayer con la mala gobernanza europea de los últimos años (tecnocracia, rígida austeridad o pésima gestión de la crisis de refugiados) pero, por mucho que sea justo y necesario criticar a la UE de la última década, se equivocarán si piensan que el voto de ayer está causado por la peor Europa. No es cierto. La auténtica razón del Brexit es precisamente la mejor Europa: la de la libre circulación de personas, la de las soberanías compartidas y el pluralismo cultural, la que prefiere reglas trabajosamente consensuadas a supuestas superioridades de los parlamentos nacionales.

Por eso, en el grave momento presente, la prioridad no puede ser cargar más contra los defectos que sin duda tiene ese artificio milagroso y frágil que llamamos Bruselas. No, la prioridad es conjurarnos contra quienes quieran importar a los otros veintisiete la misma mercancía tóxica, xenófoba y provinciana que acaba de desenganchar al Reino Unido y que amenaza ahora con de-construir sesenta años de unión cada vez más estrecha.

Ignacio Molina
Investigador principal de Europa del Real Instituto Elcano
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